El mediterráneo medieval y Valencia. Paulino Iradiel Murugarren
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El segundo componente se refiere a las conexiones entre la construcción de la identidad y la pertenencia a una colectividad. El discurso político franciscano en la Corona de Aragón, especialmente los tratados de Francesc Eiximenis, recalcan que el único lugar donde podía construirse la identidad era la ciudad y que el vehículo activo era la ciudadanía, la pertenencia ciudadana.8 Hacerse civis no es simplemente formar parte de una comunidad familiar o genéricamente social, es una pertenencia civil y política que confiere un estatuto de honorabilidad y de civilidad virtuosa. Por esta primacía civil, afirma Eiximenis, incluso los nobles quieren hacerse ciudadanos adquiriendo un nivel de prestigio que no les venía por su estado de nobleza de sangre.
El primado de la civitas y del vivir virtuoso de los hombres que viven en ella lleva consigo el fortalecimiento de la identidad política y de la capacidad civil de cada ciudadano. El resultado más evidente es la dimensión humanista y «republicana» que la reflexión franciscana atribuye a quien vive virtuosamente en la ciudad. Emerge entonces la identidad política de la ciudadanía y el vínculo que la configura es un contrato jurídico y de gobierno, casi constitucional y de acuerdo pactado entre quienes forman la comunidad, quieren vivir bajo unas mismas leyes y ser gobernados por los mismos regidores.9 Las identidades colectivas «variables», que se moldean continuamente en la dialéctica entre poder y consenso, presentan una forma contractual, resultado de pactos y convenciones, de consentimientos tácitos o expresos entre todos los miembros de la civitas. Así se construye una comunidad civil y política de leyes y de normas consuetudinarias –que son al mismo tiempo memoria y narración de la identidad comunitaria– y de ahí nace la ciudadanía como sujeto colectivo y las «regalías» concedidas al príncipe, los oficios instituidos en beneficio público, los flujos móviles de la cultura y las estructuras más permanentes de la representación y de la pertenencia que constituyen el esqueleto de toda formación política.
Al mismo tiempo, sin embargo, la pertenencia no puede manifestarse si no es a través de la diferencia, la alteridad y la exclusión. Una identidad construida como representación de una comunidad introduce inevitablemente un proceso de coherencia del tejido social, de continuidad en el tiempo y, al mismo tiempo, de reducción de la multiplicidad y de exclusión. Para aumentar la particularidad, condición de la identidad, es necesario tener en cuenta a «los otros». Cierto que la incorporación de la alteridad es siempre problemática para la reconstrucción de la propia particularidad identitaria porque «el otro» puede ser totalmente excluido, marginalizado o definido como anticomunitario, pero tales problemas son siempre consecuencia de la necesidad de identificar mejor la propia identidad. El civis honorable y virtuoso implica necesariamente que hay otros que no lo son y que ni siquiera son cives.10 A este respecto y frente a la fidelidad a la res publica y a sus valores, que caracterizan la bondad y la función positiva de la civitas, los judíos representan un papel típicamente incívico y antiidentitario. Eiximenis insiste frecuentemente en su extraña condición mediante el ejemplo de la rusticitas de los judíos, una categoría propia de los pageses que viven en los espacios exteriores de la civitas, y en su incapacidad de amar la cosa pública. Esta exclusión que los asimila a los rústicos no es una condición estrictamente económica o «técnica» sino que es de raíz cultural y civil: como los pageses, son inadecuados porque resultan incompatibles con la fides y ajenos a los negocios de tipo contractual y monetario de los cives.
Expertos en el manejo del crédito y del dinero, los judíos, al igual que los prestamistas cristianos que practican la usura, nos colocan en la difícil tesitura de discernir si ciertas actividades económicas eran compatibles o no con el estatuto de honorabilidad cívica y, por tanto, con la identidad ciudadana.11 Su exclusión de la comunidad urbana no responde explícitamente a sus diferencias étnicas ni vale una definición de raza o de «identidad étnica» diversa,12 aunque su incompatibilidad con los valores de la fe cristiana y con el cristianismo cívico del pensamiento escolástico sea determinante. En el fondo, su exclusión deriva de su incapacidad para entender las formas de organización política y económica de la civitas, es decir, la condición de ciudadano que permite a los particulares interesarse por el bien público, el bonum commune, que es uno de los elementos fundadores de la ciudad y de la credibilidad de la res publica que obliga a realizar las actividades económicas en beneficio de la comunidad.
Es sorprendente que para desarrollar estos planteamientos –y una práctica más sólida de la historia económica–, los historiadores de la economía estén tomando como punto de partida las investigaciones de los medievalistas Giacomo Todeschini y sus discípulos sobre la concepción franciscana de la riqueza y de la ciudadanía como fundamento de la identidad política y cívica. Y con ello salta a primer plano el análisis del mercado entendido como estructura comunitaria fundada en la confianza (la fides) recíproca entre los ciudadanos, obligados a la pertenencia y llamados a la participación para la consecución del «bien común».13 En la intelección del bonum commune lo importante no es el bien, que es el resultado, sino el «común», que es el fundamento de la identidad de los cives. Este derecho-deber no excluye la jerarquía interna ni las desigualdades económicas14 –difícil concebir un orden político-social en la Edad Media que no se funde en la jerarquía y en la desigualdad–, pero tampoco admite el despotismo del poder ni la negación del principio contractual de la comunidad como sujeto colectivo. La identidad política y social se construye mediante la credibilidad y la reciprocidad fiduciaria, es decir, en una relación de equilibrio –y también de tensiones continuas– entre la fides a la ciudad y la fides al mercado.
SÍMBOLOS DE IDENTIDAD DE LA COMUNIDAD
En torno a estos argumentos se concretan una serie de valores y contravalores que caracterizan la calidad ética de la ciudadanía y su pertenencia a la sociedad civil: favorecer y acrecentar el «bien común», el deber de conservar la ley y la justicia, practicar el uso honesto y la circulación fructífera del dinero, o combatir toda forma de especulación y de inmovilización de las riquezas para que no puedan ser sustraídas a las inversiones productivas o al crecimiento económico y bienestar de la res publica. Particularmente