Pasados presentes. AAVV

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Pasados presentes - AAVV Oberta

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1662), Kantor en la Hauptkirche de Berlín, una pequeña ciudad de más bien poca importancia antes de 1750. Pero incluso en la historiografía contemporánea de la música se pueden reconocer juicios sesgados: por ejemplo, no se entiende por qué sabemos mucho más sobre Johann Hermann Schein (Grünhain in Sachsen, 1586-Leipzig, 1630) que sobre Tomás Luis de Victoria (Ávila, ca. 1548-Madrid, 1611), que al fin y al cabo trabajó en el Collegium Germanicum en Roma. Pero también el compositor luterano Dietrich Buxtehude (Helsingborg, Suecia, ca. 1637-Lübeck, 1707) ha sido hasta hoy mejor investigado que Georg Muffat (Megève, Saboya, 1653-Passau, 1704) o Heinrich Ignaz Franz Biber (Wartenberg [hoy Strážpod Ralskem, República Checa], 1644-Salzburgo, 1704), quienes trabajaron en cortes de obispos-príncipes en el sur de Alemania. No es menos el caso para la historia musical de los países de habla alemana en el siglo XVIII, en la que sabemos muchísimo más sobre el desarrollo de la música eclesiástica protestante y sobre compositores en regiones protestantes de Alemania del norte que sobre los compositores católicos y el desarrollo de la música eclesiástica católica. Para hacer una comparación entre centros equiparables: estamos bien o incluso muy bien informados sobre Carl Heinrich Graun (Wahrenbrück in Brandenburg, ca. 1703-Berlín, 1759) y Johann Friedrich Reichardt (Königsberg in Ostpreußen [hoy Kaliningrado, Federación Rusa], 1752-Giebichenstein bei Halle an der Saale, 1814), maestros de capilla de la corte del príncipe de Brandemburgo (y rey de Prusia); mientras que no sabemos prácticamente nada sobre los maestros de capilla activos en Múnich en la misma época, Giovanni Porta (Venecia, ca. 1675-Múnich, 1755) y Andrea Bernasconi (Marsella, ca. 1706-Múnich, 1784). La historia de la llamada «cantata de iglesia» en el siglo XVIII también está bien estudiada más allá de la contribución específica de Johann Sebastian Bach; sin embargo, el desarrollo de la música litúrgica en las iglesias y cortes católicas constituye, ahora como antes –con la excepción de algunos detallados estudios sobre la situación en el Salzburgo del joven Mozart–, una terra incognita.

      Ciertamente, en casos concretos, a un extendido resentimiento anticatólico se superponen también actitudes nacionalistas, como en los casos de los citados maestros de capilla de la corte muniquesa, ambos inmigrantes italianos. Sin embargo, la desestimación en la historiografía musical universitaria de, por ejemplo, el teatro musical –y eso no solo en los países de habla alemana, sino también en Estados Unidos– no puede explicarse únicamente a través de estas exigencias nacionalistas. Cuando las obras del teatro musical no pudieron utilizarse en la construcción de una historia de la música nacional –como sí sucedió en los casos de Gluck, Weber o Wagner –, el propio teatro musical fue incluido en el rechazo, también profundamente protestante, de todo aquello que pudiera parecer «externo», cuando no exhibicionista o sensual, e incluso inmoral o embrutecido. Los juicios morales emitidos en el enfrentamiento operístico de Hamburgo del decenio de 1730 por pastores luteranos, o por un Johann Christoph Gottsched (Juditten bei Königsberg, Prusia Oriental [hoy, Kaliningrado, Rusia], 1700-Leipzig, 1766), tuvieron, a su manera, una longue durée hasta bien entrado el siglo XX.

      Más allá de esta aproximación al repertorio tan distorsionada, el condicionamiento confesional de la disciplina musicológica también ha generado orientaciones sobre las que hasta hoy apenas se ha reflexionado en el ámbito metodológico. La imposición de una hermenéutica específicamente musical en Kretzschmar y Schering no sería imaginable sin el modelo de la hermenéutica teológica arraigada en la Reforma. En su atención privilegiada hacia los textos, el paradigma que aquí hemos llamado, exagerando un poco, «teológico» interfiere con el paradigma filológico. Precisamente a partir de la tradición de la teología reformada se puede explicar el ímpetu con el que numerosos historiadores de la música someten las partituras a una exégesis lo más matizada posible, a veces entendiendo la obra artística, en cierto sentido, como una manifestación divina. Aún más llamativo es que –según una estética de la «interioridad» de carácter pietista– la esencia (de contenido, formal) que debe ser transmitida por el texto de las composiciones pase a un primer plano de manera tal que casi no quede lugar para la percepción del aspecto «externo», sensual de la música. Aún hoy, la mayoría aplastante de los análisis musicales se orientan hacia el llamado «trabajo motívico-temático», mientras que casi no se toman en consideración cuestiones relacionadas con la sonoridad particular o con el ritmo.

      Es también significativo el hecho de que durante el siglo XIX, en las regiones protestantes de Alemania, la idea y noción de «catecismo» se usara repetidamente en libros sobre música, siendo así secularizada de manera sorprendente. En 1851, Johann Christian Lobe (Weimar, 1797-Leipzig, 1881) publicó un libro de teoría musical general (disponible aún hoy en una edición revisada) titulado Catecismo de la Música; por su parte, después de 1886, Hugo Riemann resumió los conocimientos de base de diversas áreas, desde la acústica al dictado musical y hasta el fraseo y la estética de la música, en más de una docena de catecismos. Su Catecismo de historia de la música confirma lo que se acaba de decir incluso desde el punto de vista del contenido: en esta publicación del año 1888 se habla raras veces y muy marginalmente sobre la música católica de época posterior a Palestrina. Esta desatención se explica cuando a la pregunta «¿Cuál fue el desarrollo de la música protestante en el siglo XVII?» se responde reconociendo como «rasgo distintivo» de la tradición protestante una superioridad estética; en concreto, el «avance de un sentimiento más intenso» y el «mayor énfasis en el aspecto melódico» (Riemann, 1906: 86-87).

      A modo de contraprueba, la preferencia por las tradiciones protestantes en el estudio de la historia de la música posterior a 1517 se aprecia también, muy claramente, en un notable texto de perspectiva decididamente católica. Peter Wagner fue el primer musicólogo a quien fue concedido el honor, en 1920, de ser nombrado rector de una universidad. En su discurso «para la solemne apertura del año académico», hizo referencia solo de manera indirecta al carácter protestante de la disciplina, al resaltar su arraigo en el espíritu del idealismo alemán: «Lo mismo que la musicología moderna en general, también las cátedras modernas de la asignatura son obra del idealismo alemán, o, como también se puede decir, del romanticismo alemán y, hasta el presente Alemania ostenta, pese a los respetables logros de otros pueblos, la primacía en este terreno» (Wagner, 1921: 37).

      Su argumentación es sin duda sorprendentemente defensiva; casi parece que Wagner hubiera tomado la inferioridad de los investigadores católicos como un hecho ya inamovible que solo pudiera modificarse en sus consecuencias, pero no de manera radical:

      Sería deseable una participación más intensa de los católicos en la investigación de la historia de la música; ellos tienen el máximo interés en que de su pasado artístico únicamente se divulguen juicios justos y solventes. Constituye una importante exigencia actual que en estos tiempos de crecimiento de la musicología, no dañemos ni su prestigio ni su alcance, sino que nuestra contribución a ello esté a la altura de los logros de nuestros antepasados. La experiencia demuestra (y es para mí motivo de sincera alegría subrayar esto) que los mejores entre los investigadores no católicos se muestran sumamente agradecidos cuando llamamos la atención sobre los errores cometidos en la bibliografía hasta ahora existente y mostramos los caminos que se deben evitar (ibíd.: 45-46).

      TELEOLOGÍA

      En la transición del siglo XIX al XX, dos eminentes musicólogos en Austria y Alemania, Guido Adler y Hugo Riemann, intentaron imponer el método de la crítica estilística como procedimiento específicamente musicológico, o lo que es más, como «punto central de la labor histórico-musical» (Adler, 1919: 5). La tarea de la historiografía musical era, desde esta perspectiva, la «investigación […] del progresivo desarrollo de los productos compositivos» (ibíd.: 9). La convicción de que es posible reconocer una evolución autónoma de la historia de la música estaba en una particular tensión con el historicismo, que no había sido cuestionado por ningún historiador de la música, y se vinculaba, en última instancia, a las construcciones hegelianas de la historiografía. En cuanto paradigma teleológico, estas convicciones condicionaron la selección y, lo que es más, la valoración de los desarrollos histórico-musicales investigados, si bien solo pocos investigadores fueron tan lejos como

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