Canciones de lejos. Enrique Blanc
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Allí donde la gente captaba un terreno ancho e indefinido de canción romántica en castellano, Gatica persistía en el esfuerzo de formarse a sí mismo a través de la escucha y la práctica a solas, y era ya capaz de entrever matices, texturas y estilos, habiendo comprendido por su cuenta que el gran mercado de la música hispanoamericana constituía un tejido firme que urdía hilos y talentos múltiples.
Era un adolescente aún, pero incluso en el alcance a distancia de los 6 600 kilómetros entre Rancagua y Ciudad de México contaba con un radar musical activado y preciso. Estaba en esa edad en la que entusiasmo y metas se mezclan con ilusión vaga y ambición desmedida. Sin pruebas con las que justificar su ambición, Luis Enrique Gatica Silva sabía que tarde o temprano iba a poder él mismo sumarse a esa irresistible colmena de trabajo.
Diría mucho más tarde, ya instalado en México como una gran figura de la música y la cultura de ese país:
Fui valiente, lo reconozco, pero yo tenía esa convicción del artista: querer ser algo. En México estaban todos los cantantes que yo admiraba, y en su época de gloria. Era la capital del bolero; la competencia era ¡tremenda! Quién me iba a decir que yo iba a terminar trabajando con todos esos artistas que antes sólo escuchaba por radio.
Las anécdotas con la radio mexicana iban a aparecerse de nuevo en la trayectoria de ascenso de aquel Lucho Gatica en camino a ser nombre universal. Convertido ya en un cantante respetado en varios países de Sudamérica, seductor de masas en Cuba y con grabaciones significativas junto a gente como Vicente Bianchi, Roberto Inglez y Tom Jobim —“La resurrección del bolero”, así lo había llamado la revista Cruzeiro en su primera visita a Brasil—, el chileno llegó por primera vez a México en 1955. No cumplía aún los 30 años de edad, seguía soltero, y una habitación del Hotel Regis pasó a ser a la vez su hogar y centro de operaciones.
Acumulaba para entonces varias grabaciones importantes en Chile, Brasil, Perú e Inglaterra —ya estaba su nombre en ediciones de “Contigo en la distancia”, “Nadie me ama”, “Sinceridad” y el famoso “Bésame mucho”—, pero sin producción local ni contactos el desafío de la conquista de México era todavía palabras mayores, que no pocos cercanos le describían como una ilusión imposible.
Lejos de amilanarse, el chileno redobló energías y esfuerzos. Fueron su propia motivación e ingenio sus principales asesores en esa inicial promoción en el Distrito Federal (DF).
Debutó en ese país en el espacio televisivo de la cadena XEM AM Revista musical Nescafé, junto a la orquesta del cotizado José Sabre Marroquín (1909-1995). Compositor y arreglista, el nativo de San Luis Potosí contaba al momento de conocer al chileno con grabaciones junto a Pedro Vargas, Agustín Lara y Olga Guillot, entre varios grandes nombres, además del éxito de un bolero de su autoría, “Nocturnal”. Encargos no le faltaban, pero vio en Lucho Gatica algo tan especial que no dudó en renunciar a proyectos personales para convertirse primero en su asesor musical, y luego en su representante y manager, volviéndose clave para la expansión de la fama del cantante en México.
Sabre Marroquín estuvo en los arreglos de las primeras grabaciones de Lucho Gatica en México. El debut de su sociedad a través de “Historia de un amor / No me platiques” (Odeon, 1955) no pudo haber sido mejor escogido, al aunar los respectivos boleros de Carlos Almarán y Vicente Garrido, en nuevas versiones que en la voz del chileno iban a quedar fijados en el estatus de clásicos.
Era todavía la radio la plataforma más importante para dar a conocer nuevas voces, figuras y tendencias, y por eso el recién llegado Lucho Gatica creyó conveniente llevar siempre un pequeño aparato consigo. Ubicó un par de programas que acogía peticiones de los escuchas, y entonces comenzó él mismo a llamarles tres o cuatro veces al día para pedir su propio tema. “Ponía un pañuelo sobre el teléfono para ir cambiando la voz sin que me reconocieran”, recordó años más tarde el cantante con una sonrisa traviesa.
Contactos permanentes, por carta y teléfono, con compositores y músicos que despertaban su admiración llenaban su tiempo de trabajo como hoy lo haría quien teje aquello que llamamos red de contactos. Era el modo artesanal que tenía un chileno para ubicarse en una gran trama de trabajadores de la industria del espectáculo, a la que primero se asomó como admirador pero a la que no tardó en sumarse como protagonista.
Así, antes de cerrar la década de los cincuenta sucedió lo antes impensable: canciones de grandes autores mexicanos se hicieron famosas en su país de origen en la voz de un chileno. Esa discografía de auténtico cruce intercultural incluye las versiones que Lucho Gatica grabó de “El reloj” y “La barca” de Roberto Cantoral, “Encadenados” de Carlos Arturo Briz, y “Solamente una vez”, “Noches de Veracruz” y “María Bonita” de Agustín Lara: estándares internacionales para el bolero todo de ahí en adelante.
“Lucho nos llevó a la cima a nosotros, los compositores mexicanos y cubanos”, dijo una vez Vicente Garrido, el autor de “No me platiques más”, el bolero que una vez el chileno describió como “la canción que me identifica, es la canción mía”, y cuyo éxito fue tal que incluso lo ubicó con un rol discreto en una película del mismo nombre (1956), su debut en el cine mexicano.
La gran industria del entretenimiento se volvió así campo fértil para Lucho Gatica, un inmigrante que llegó a ganar el estatus de gran figura local e incluso orgullo popular, y que en su conquista estuvo dispuesto a asumir nuevos roles (como el de actor), forjar alianzas sinceras de amistad y de familia, y al fin abrazar a México como la plataforma definitiva desde la cual proyectarse. Lo hizo, sí, “tratando de tener un propio estilo, muy diferente a otros cantantes: eso fue lo que me hizo triunfar”.
Del llamado “estilo Gatica” se ha escrito mucho, detallando el análisis sobre todo en su técnica vocal. Un intérprete naturalmente dotado, supo darle a esa ventaja rasgos de carácter, como su magistral uso del llamado rubato (ligera aceleración o retardo del tempo en el canto respecto al del acompañamiento instrumental), ganando con ello distinción y misterio, tanto en discos como en vivo.
Pero el estilo de Lucho Gatica fue en verdad fruto de decisiones más amplias, opciones hábiles de trabajo que abarcaban, por cierto, a su canto pero también a códigos de trato, presencia y colaboración creativa. Él mismo se definió una vez como “un cantante con la convicción de un artista”.
Su empuje profesional, sus acertadas intuiciones al decidir pasos claves de su trayectoria, su elección de asociados y de repertorio, y también la cercanía que eligió tener con la audiencia fueron también pruebas de su talento, aunque no quedasen evidentes al oído.
En la elección de los cientos de canciones que eligió grabar —boleros, sobre todo, pero no exclusivamente, si se consideran sus notables incursiones en tonadas, sambas, bossanovas, tangos y baladas en inglés— hubo varias anécdotas elocuentes de su personalidad y visión de trabajo, guiada en parte por el amor profundo por el repertorio latinoamericano y su potencial de cercanía con la historia y sentimientos de la audiencia.
Dos ejemplos, entre muchos: contaba que tanto le gustó “Sabor a mí” cuando se la tararearon por teléfono, que de inmediato se marchó de Barcelona a México para poder grabarla cuanto antes. Y está también su testimonio de cómo le llevó la contraria a un representante suyo que no quería que cantara “La barca” porque era “muy corriente”.
“Esas son las que me gustan, las corrientes. Porque van directas al pueblo”, le respondió Lucho Gatica. Y tenía razón.
Son sólo dos pruebas del excepcional olfato