La estabilidad del contrato social en Chile. Guillermo Larraín
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Chile no podrá recuperar la tranquilidad social y, por lo tanto, su capacidad de crecimiento y progreso, mientras no encontremos una forma de reconocer constructivamente esta cuarta fuente de inspiración del Chile actual.
Capítulo II
La fragilidad del contrato social en Chile: marco conceptual
Las regiones de Francia que fueron el foco principal de esta revolución fueron precisamente aquellas que más habían progresado (…) de modo que se diría que los franceses encontraban que su posición se hacía más insoportable cuanto más mejoraba. (…) Los males soportados con paciencia porque eran considerados inevitables parecen intolerables cuando se concibe la posibilidad de liberarse de ellos. Todo abuso que se elimina parece resaltar más los que subsisten y los hace más intolerables.
Alexis De Tocqueville, El Antiguo Régimen y la Revolución
En los últimos 30 años, Chile ha progresado como nunca en su historia. El nivel del ingreso per cápita se elevó hasta ser el más alto de América Latina. El salario mínimo en términos reales se multiplicó casi tres veces. La medida más estricta de pobreza disminuyó desde 1990 a nuestros días desde un 40% de la población al 15%. La inflación, que por más de un siglo fue un problema insoluble para los gobiernos, desde Federico Errázuriz en adelante, desapareció y la solvencia financiera del Estado mejoró de manera sustancial. Es decir, todos los chilenos hemos mejorado nuestra calidad de vida. Siguiendo esta lógica, nuestro devenir político, social y económico debiera ser plácido. La calidad de vida ha mejorado para todos; la generación entre 35-55 años ha tenido más oportunidades que la generación de sus padres, los ingresos han subido y se respetan más los derechos ciudadanos hoy. ¿Por qué hay conflicto entonces? ¿Por qué cunde la desconfianza?
A nivel global, el surgimiento de movimientos populistas y fuerzas de extrema derecha que desconfían de la democracia representativa es una manifestación de cuánto recelan algunos sectores de la sociedad acerca de cómo resolver los desafíos que plantea la prosperidad económica. Esto se ha dado en Europa, EE.UU. y América Latina, por supuesto, no se ha salvado de esta ola. En Brasil, durante la Copa del Mundo de 2014, hubo grandes manifestaciones debido a los enormes costos de infraestructura invertidos para el campeonato, en circunstancias que había muchas necesidades no resueltas, incluso apremiantes, todo lo cual tenía, como telón de fondo, la sospecha generalizada de corrupción.
En cuanto a los movimientos sociales, Chile ha sido un protagonista decidido, como lo confirma la Encuesta Mundial de Valores Sociales. Las manifestaciones estudiantiles de 2011 movilizaron literalmente a millones de personas en las calles que solicitaban educación gratuita, y fueron seguidas en 2014 por movimientos igualmente masivos que exigieron mejoras en las pensiones, así como en 2018 con la cuarta ola feminista. Por supuesto, el estallido social de 2019 fue la “guinda de la torta” de ese proceso de creciente activismo social. Así, hemos vivido permanentes muestras multitudinarias de protesta e inquietud social. Los grados de conflictividad van en aumento; en la zona de La Araucanía hay violencia política, los actos de corrupción siguen sorprendiendo y el desprestigio de la clase política no cesa de agudizarse. Las protestas y los disturbios sociales han sido invitados estelares en la política chilena como en ningún otro país latinoamericano.
El problema es el siguiente: el progreso material generalizado no implica paz social. Esa forma de pensar deriva de una visión utilitaria de la sociedad. La formulación clásica de Jeremy Bentham dice que “la mejor acción es la que trae la mayor felicidad al mayor número”, pero esto no ocurre en la realidad. Si fuera cierta, los chilenos deberíamos estar completamente satisfechos con las instituciones actuales. Sin embargo, si hay más medios materiales a disposición de todos, ¿por qué en la elección presidencial de 2014 todos los candidatos a la Presidencia enarbolaban la necesidad de un cambio a la Constitución actual, la de 1980-88-2005, que había producido niveles de prosperidad muy por sobre el promedio histórico?
O siguiendo la formulación de Von Mises, si pensamos que el rol del Estado es generar más medios para que cada uno persiga el objetivo que desee, ¿por qué, si todos hemos mejorado, todos tenemos más medios, más del 50% de los chilenos no vota y una parte importante de ellos protesta?
Por supuesto, no es la primera vez en la historia donde en medio de un período de progreso, la desazón y la inquietud social se instalan en una sociedad. Ya lo advirtió Tocqueville (1856), citado en el epígrafe de este capítulo para explicar la Revolución francesa. Por su parte, en Chile, Enrique Mac Iver señalaba en 1900 en su Discurso sobre la crisis moral de la República:
No sería posible desconocer que tenemos más naves de guerra, más soldados, más jueces, más guardianes, más oficinas, más empleados y más rentas públicas que en otros tiempos; pero ¿tendremos también mayor seguridad, tranquilidad nacional, superiores garantías de los bienes, de la vida y el honor, ideas más exactas y costumbres más regulares, ideales más perfectos y aspiraciones más nobles, mejores servicios, más población y más riqueza y mayor bienestar? En una palabra: ¿progresamos?
Tanto Tocqueville como Mac Iver sugieren que el progreso económico no es una medicina contra la inestabilidad política. Tal lectura resulta demasiado lineal de una realidad llena de texturas y recovecos.
¿Por qué es tan dañino un sistema político que persistentemente favorece a algunos? ¿Por qué es tan nociva la corrupción? ¿Por qué el mal uso del monopolio de la fuerza por parte del Estado es brutalmente destructor, como lo ha demostrado el caso de Camilo Catrillanca?
La razón que esgrimiremos es que destruyen la lógica de asociación voluntaria contractualista. Si no se adquiere el mismo derecho que se cede, ¿a título de qué un ciudadano responsable daría algo suyo a la sociedad? ¿Por qué pagar impuestos si hay despilfarro y corrupción? ¿Por qué adherir a leyes que están hechas para favorecer siempre a los mismos? ¿Por qué respetar las instrucciones de los poderes públicos, si la violencia estatal siempre recae en los mismos?
Tenemos que enriquecer el análisis del capitalismo democrático. Muchas personas, la mayoría de los analistas y casi todos los economistas piensan usando un enfoque utilitario. ¿No es razonable que, si hay más bienes y servicios disponibles, deberíamos estar satisfechos con el funcionamiento de la economía? Esta es la paradoja actual: la riqueza privada, el seguro social y los bienes públicos están en sus niveles históricos más altos, y sin embargo hay operando importantes fuerzas destructivas.
El utilitarismo es seductor, pero no nos permite comprender esta paradoja, menos aún proponer una salida razonable y práctica.
El enfoque utilitario o unidimensional
Desde el punto de vista de la economía política, juzgar el diseño de instituciones desde una perspectiva utilitaria es engañoso. El criterio de juicio utilitarista clásico se basa en los efectos de las instituciones y las políticas sobre la disponibilidad general de bienes y servicios. Sin embargo, las instituciones son multidimensionales. Cuando un parámetro de eficiencia se mueve en una dirección, es probable que un parámetro de equidad lo haga en la dirección opuesta. Más allá de la tensión conocida entre eficiencia y equidad, hay otras tensiones en la sociedad y es el rol de las instituciones gestionarlos.