La estabilidad del contrato social en Chile. Guillermo Larraín
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Quiero agradecer las conversaciones con Sebastián Edwards, de la Universidad de California, por sus reflexiones sobre el populismo y el rol de las instituciones en el desarrollo económico. Agradezco a Carl Bauer, de la Universidad de Arizona; a Ulrike Broschek, de la Fundación Chile, y a Axel Dourojeanni, por compartir sus conocimientos y observaciones sobre el problema de los recursos hídricos en Chile. Gerard Bronner, de la Universidad Paris-Diderot, fue clave en las discusiones sobre creencias e ideología. En la LSE debo agradecer a los profesores Nicholas Barr y Richard Layard. Lo mismo puedo decir de una provechosa conversación con Marisol Touraine, exministra del Trabajo y miembro de la Cours des Comptes de Francia, sobre aspectos constitucionales en ese país.
Y a lo lejos, en el tiempo, no puedo no agradecer a algunos de mis profesores del colegio, a quienes les debo hoy más de lo que pensé: Verónica Urrutia, Roberto Alderete, Nicolás de Prado, Jorge Sepúlveda y, tanto por sus enseñanzas como por una llamada muy especial, a mi profesor de matemáticas, Sergio Seballos.
Evidentemente, cualquier error que persista a todos los buenos consejos que recibí es de mi exclusiva responsabilidad.
INTRODUCCIÓN
Este libro comenzó a ser pensado mucho antes del estallido social de octubre de 2019. Cuatro años antes, el gobierno de Michelle Bachelet anunciaba que iniciaría el proceso para aprobar una nueva Constitución. En aquel entonces, yo ocupaba el cargo de presidente de BancoEstado y me sorprendieron, en las conversaciones con empresarios, los temores profundos que detonó ese anuncio. Me pareció un error iniciar una reforma de tal magnitud solo refiriéndose al procedimiento, sin que el Gobierno diera luces sobre los contenidos a los que aspiraba.
Claro, esa no era una opción antojadiza. El trasfondo era la gradual pero sistemática pérdida de prestigio de nuestras instituciones democráticas, en particular de la Constitución. La reforma de 2005 cambió algunos elementos cruciales, como la existencia de senadores designados y la capacidad del Consejo de Seguridad Nacional de autoconvocarse, pero a pesar de ello no logró detener el proceso.
El gobierno dudaba entre la presentación de un proyecto propio y convocar a una asamblea constituyente. Finalmente optó por un camino intermedio. Los contenidos debían surgir de la manera más pura posible y del pueblo mismo. Para ello creó un “proceso constituyente”, el cual contemplaba varias fases. Primero, una de educación cívica, seguida de diálogos a niveles comunal, provincial y regional. Un “Consejo Ciudadano de Observadores” ordenaría esa información, lo que daría paso a una propuesta de reforma constitucional que, efectivamente, se presentó en el Congreso hacia el final del gobierno. Dicha reforma era una propuesta de Constitución que serviría de base para una discusión que tendría lugar en uno de tres foros posibles, y que debería ser votada en el Parlamento: Comisión bicameral, Convención Constituyente mixta y Asamblea Constituyente. Cualquiera fuera el camino, la propuesta del gobierno era que el resultado de dicho proceso fuera un plebiscito.
En abstracto, era un plan razonable, pero sin relación con la situación económica y la historia chilena. Me pareció un error que el gobierno no diera luz alguna de a qué tipo de cosas aspiraba, al menos en lo más estructural. Ello podía retroalimentar un proceso de desaceleración económica que ya era preocupante y afectar la propia discusión constitucional. Un debate apasionado y sin una consideración serena de contenidos y sus consecuencias podía tener repercusiones económicas de gran magnitud.
La razón es lo que los economistas denominamos la “incertidumbre de Knight”. El punto es simple: una economía funciona bien cuando los agentes económicos pueden asignar probabilidades de ocurrencia a los distintos eventos. Desde una perspectiva institucional, ello requiere de la existencia de reglas del juego más o menos claras. No es que no se puedan hacer reformas importantes. Lo que hay que tener claro al gobernar es que mientras más fundamental es la reforma y menos credibilidad tiene el proceso, mayor es el impacto negativo sobre la economía.
Discutir sobre la Constitución enfatizando el “cómo”, pero sin referirse al “qué”, equivale a poner una sombra de duda sobre las reglas del juego en el cual se toman decisiones de largo plazo. Hay al menos dos decisiones cruciales para el día a día del funcionamiento de la economía y que dependen de esas señales: la inversión y el empleo. La economía no funciona adecuadamente cuando hay incertidumbre en variables tan claves.
Si se detonaba una discusión constitucional mayor en condiciones de bajo crecimiento y alza en el desempleo, podía afectar negativamente la discusión constitucional misma. Era imprescindible comenzar a pensar y hablar de los contenidos de la Constitución.
Entre noviembre y diciembre de 2015, luego de largas conversaciones con muchas personas, tuve un primer índice del libro. Ello ayudó a preparar, en conjunto con Daniel Hojman, una serie de debates sobre aspectos económicos de la Constitución en la Facultad de Economía y Negocios de la Universidad de Chile. Esos debates los llamamos “Viernes Constitucionales”, y atrajeron a académicos de muy alto nivel. Entre los temas que analizamos estuvo el rol de las instituciones para el desarrollo, responsabilidad fiscal, autonomía de los reguladores, recursos naturales y desarrollo sustentable, derecho y función social de la propiedad, derechos sociales y derecho de huelgas, negociación colectiva y futuro del trabajo.
Con el fin del proceso constituyente y la cercanía de las elecciones presidenciales, la presión por una nueva Constitución mermó… y gradualmente el horizonte de planificación del libro se extendió. Lo que iba a terminar en 2016, se extendió a 2019.
Fue una suerte por tres razones fundamentales. Primero, porque permitió discutir y madurar mejor los temas. Segundo, el paso del tiempo ha mostrado que lo que vivíamos en Chile en 2015 era un fenómeno más generalizado. Desde entonces, el populismo dejó de ser latinoamericano y se instaló con fuerza en Estados Unidos, Italia, Polonia y Hungría. La deslegitimación de las instituciones democráticas es un fenómeno que se discute en Francia. Varios países hablan de crisis constitucional, incluyendo al decano de las Constituciones, el Reino Unido. Japón ha anunciado reformas porque se acabó un ciclo: sería el fin de la Constitución de la posguerra, diseñada nada menos que por Estados Unidos. La globalización del comercio y las finanzas, las migraciones y el acelerado cambio tecnológico han tensionado las instituciones a nivel global. Parecieran no dar abasto. Tercero, como discutiremos más adelante, el estallido social de finales de 2019 mostró que el grado de deterioro institucional era más grave de lo previsto. Por lo tanto, el tipo de argumentos y de propuestas que se discuten en este libro eran eventualmente más necesarios.
Esto tuvo dos consecuencias. Una es que el libro creció bastante. Hemos hecho un esfuerzo por acortarlo, pero me temo que ha sido infructuoso. La otra es que fue necesario “desconstitucionalizar” el libro, es decir, hablar en términos más generales de instituciones. El lector verá que a veces se habla en general del problema institucional y a veces se entra al problema particular de la Constitución.
Este es un libro de economía política. No es un libro de derecho constitucional ni pretende debatir la estructura de la Constitución y las instituciones formales desde la óptica del derecho. Respeto demasiado la ciencia jurídica (y tengo demasiados amigos excelentes abogados constitucionalistas) como para (atreverme a) intentar aquello.
En la formación de los economistas hay dos grandes vacíos. El primero es que, en lo fundamental, las instituciones son transparentes. Los cursos de teoría económica pasan a través de las instituciones formales sin detenerse en el rol que juegan para el desempeño de los mercados. Hay que llegar a cursos avanzados para darse cuenta de que detrás de casi todos los mercados, hay instituciones