El Encargado De Los Juegos. Jack Benton
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Otras Obras de Jack Benton
(y disponible en español)
El hombre a la orilla del mar
El secreto del relojero
El Encargado de los Juegos
"El Encargado de los Juegos” Copyright © Jack Benton / Chris Ward 2019
Traducido por Mariano Bas
El derecho de Jack Benton / Chris Ward a ser identificado como el autor de este trabajo fue declarado por él de conformidad con la Ley de derechos de autor, diseños y patentes de 1988.
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada en un sistema de recuperación o transmitida, en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo por escrito del Autor.
Esta historia es una obra de ficción y es producto de la imaginación del autor. Todas las similitudes con lugares reales o con personas vivas o muertas son pura coincidencia.
1
Capítulo Uno
El golpe dolió.
Si no hubiera sido por el cubo de alcohol que había bebido, habría dolido mucho más, pensó Slim mientras se doblaba, tensando los restos estancados de los músculos militares de su estómago ante el próximo golpe.
—Lárgate. Ya te lo he dicho y no lo voy a repetir.
Unos dedos se cerraron sobre el cuello de Slim. Apareció un puño cerrado cuya silueta perfilaba una farola. Slim braceó esperando el impacto, pero cuando llegó el golpe no le dolió tanto como esperaba. Cayó al suelo mientras su atacante juraba agitando las manos.
Es lo que pasa con las caras. Generalmente son más duras que los huesos de un puño no acostumbrado a golpear.
El hombre se separó tambaleándose en el callejón. Slim se sentó y una tapa de metal de un cubo de basura le golpeó en un lado, seguido por un saco abierto que hizo que lloviera sobre él comida apestosa, con pieles de zanahorias y patatas pegándose a sus ropas y su cara.
—Si quieres comer tu basura, adelante. Pero si te vuelvo a ver, acabarás en una de esas bolsas. ¿Entendido?
Slim, cegado por una bolsa de papel con un líquido de cocina no identificado, asintió hacia la que esperaba que fuera la dirección correcta. Una incontenible necesidad de decir algo sarcástico para sulfurar aún más al hombre le quemaba como una comezón inalcanzable, pero se resistió. Unos pocos segundos después se apagó el ruido de pisadas. Slim se puso en pie y volvió tambaleándose al canal.
Delante de sus ojos apareció Riverway Queen, la casa barco escorada y arruinada a la que ahora llamaba su hogar. Slim sacó la llave del candado que había comprado con su último dinero suelto, echando a un lado el cartel de PELIGRO: NO ENTRE a un lado de modo que se volviera a colocar en su sitio tras cerrar la puerta.
En la oscuridad, cerró el pestillo interior y luego encendió la pequeña lámpara de parafina que colgaba de un gancho en el techo.
La había costado un poco acostumbrarse al ángulo de inclinación hacia abajo y la izquierda de la barcaza. En el extremo del fondo, un charco de agua chapoteaba en torno a las patas de la mesa y las sillas, subiendo y bajando con la profundidad cambiante del canal, pero la mayoría del interior de la barcaza permanecía intacta. No funcionaba nada, pero un sofá-cama plegable apoyado sobre algunos libros empapados de tapa dura resultaba suficientemente cómodo y había muchos aparadores para almacenar bebida.
Se quitó la ropa y la dejó en el fregadero seco. Mañana sería día de colada, especialmente ahora que tenía sangre sobre su camisa. Se esperaba lluvia por la mañana, así que mañana por la mañana el agua del canal sería buena y fresca. Aunque estaba habituado al olor de pantano mohoso y abono (se lavaba tanto su ropa como a sí mismo en el canal y el jabón era un lujo innecesario), siempre estar verdaderamente limpio hacía que se sintiera bien.
No tenía buen aspecto en el pequeño espejo de encima del fregadero. La lámpara de parafina dejaba la mitad de su cara en la sombra, pero un ojo estaba muy hinchado. Su barba estaba salpicada de sangre y hacía tiempo que necesitaba recortarla o afeitarse por completo. La había dejado crecer demasiado y eso nunca era bueno.
Recordó que una vez un viejo amigo le dijo que los vagabundos eran invisibles, pasando inadvertidos a los ojos del mundo. Slim había descubierto que no era así. En los seis meses que habían pasado desde su desahucio, había sido atacado tres veces, incluyendo esa noche. Una de ellas había sido realizada sin demasiada agresividad por un grupo de amigos que salían pavoneándose de un club nocturno sin nada mejor que hacer y otra con bastante más saña por un grupo de otros mendigos por el pecado de dormir en el sitio de alguien. Patadas, puñetazos e incluso un palo usado por una sombra barbuda no dolieron a Slim tanto como creía. Descubrió que los cuerpos sanaban. El corazón y sus delicadezas eran mucho menos resistentes.
Tomo de una nevera que no funcionaba una cerveza que no estaba fría y quitó el tapón. Sabía mal (estaba caducada, porque era más barata), pero eliminó un poco del dolor.
Tal vez mañana dejaría de beber otra vez. Lo había dejado recientemente: