Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona

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Las Confesiones - Agustín santo obispo de Hipona Biblioteca de clásicos cristianos

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de quien por amarla es su bien. En XIII, 19-21 la tierra seca creada el día tercero simboliza, por su estéril sequedad, la necesidad de conversión; por su consiguiente sed, el deseo que en el corazón humano surge de volverse «a aquel por quien ha sido hecho». Tanto la tierra que en XIII, 24 da frutos el día tercero, cuanto los animales creados el día quinto son imagen de quien vive «más y más cabe la fuente de la vida» y, naturalmente, por eso es fértil. Los dos faroles grandes –el sol y la luna–, encendidos el día cuarto, simbolizan en XIII, 22 al hombre que, por ser compasivo y generoso, obra como Dios y así se acredita como imagen suya. De él se puede afirmar sin mentir que en la luz de Dios ve la luz y, por eso, la refleja y con ella ilumina a cuantos con él tratan. En verdad es un iluminado: alguien a quien la experiencia religiosa, lejos de entontecer, alienar o ensoberbecer, transforma en fanal de luz, vida, regocijo y esperanza.

      La etapa final de este camino es en XIII, 50-52 el sábado: en quien, realizando las obras que el Creador le ha dado llevar a cabo, ha llegado hasta este, Dios descansa, tras haberlas efectuado mediante esa persona antes entenebrecida, luego convertida, fecunda, iluminada y ahora definitivamente feliz. Así se cumple lo escrito por Agustín y se cierra el círculo abierto por él al comienzo de sus Confesiones: «Nos has hecho para ti, e inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». Con una variante, empero: el hombre reposa en Dios, porque este descansa en él. Se trata no de premios ni de contratos cumplidos, sino de vidas compartidas en el esfuerzo, el logro y el descanso.

      El abismo tenebroso

      Para significar la distancia entre Dios y el hombre, insalvable si el primero no se acerca al otro, utiliza Agustín las imágenes del abismo y de las profundidades marinas. Del «mar inmenso y tenebroso» habla I, 25; de un «abismo absolutamente descomunal», en I, 28; del «abismo del fondo», cárcel de su corazón, en II, 9. En III, 20 y IV, 20 se ve respectivamente –y así se autorretrata– «en el barro del abismo y en las tinieblas de la falsedad, en marcha hacia el abismo». «Andaba yo entre tinieblas... y había llegado al abismo del mar», confiesa en 6, 1. De ahí lo sacará el Salvador tendiéndole la mano de los neoplatónicos y, sobre todo, de Pablo. Sobre esta etapa primera, e históricamente necesaria, del reencuentro entre Dios y el hombre, conviene tener en cuenta al leer las Confesiones, que los libros segundo, sexto y décimo están intensa e íntimamente vinculados por tratarse en ellos de temática común: el pecado, la sensualidad –símbolo de los cuales es el abismo tenebroso– y la cuestión de la felicidad del hombre, sin respuesta hasta el final del libro decimotercero, según se ha visto en el párrafo anterior.

      La tierra sedienta

      «Mi alma es respecto a ti como tierra sin agua, porque, como no puede darse luz tomándola de la suya, así no puede darse comida hasta la saciedad tomándola de la suya»: estas palabras de XIII, 19 descifran el simbolismo de la tierra seca, considerada por Agustín en XIII, 20-21 imagen de quien está sediento de Dios, es decir, aspira a una realidad de calibre superior al de los bienes pasajeros y el placer que ellos desprenden. Parece, pues, natural relacionar con esta etapa del desarrollo cristiano los pasajes que en las Confesiones tengan que ver con el hambre y la sed respecto a Dios. Este es el caso, sobre todo, de los libros tercero, séptimo y undécimo, en los que su autor se presenta buscando en un nivel cada vez más alto una imagen divina adecuada.

      Efectivamente, en el tercer libro revela deber a la lectura del Hortensio ciceroniano el entusiasmo por la verdad; a su soberbia, haber despreciado la Sagrada Escritura, cayendo, consiguientemente, en los lazos de los maniqueos. Pese a todo, en III, 10 confiesa sentir hambre y sed de Dios en persona, Verdad inmutable y radiante, y en III, 12 se muestra cierto de que los antropomorfismos bíblicos sólo pueden ser intentos insuficientes de expresar al Dios vivo y verdadero, nunca fotografías suyas fieles. El libro séptimo certifica la certeza de su autor respecto a la inmutabilidad divina y al influjo benéfico ejercido sobre él por otros libros también de paganos, los neoplatónicos. Además recoge en VII, 16 la invitación que la verdad le dirige a comerla, en VII, 23 su incapacidad de acercarse al festín, en VII, 24-25 su imagen de Cristo –viciada, insuficiente por falta de humildad– y en VII, 27 el favor que el apóstol Pablo le hizo al descubrirle la humanidad y autoentrega del Mesías crucificado. Por último, la lectura del libro undécimo descubre que, como en los dos mencionados, también aquí Agustín busca la imagen adecuada de Dios, declara su anhelo de él –simbolizado en XI, 3 por la sed de una hierba seca, con la que, orante, se identifica–, afirma la inmutabilidad divina y la necesidad de la humildad, si el hombre quiere acercarse a aquel a cuya imagen ha sido creado.

      La vida, amenazada por la muerte

      Los animales –venidos a la existencia, según el relato bíblico, el quinto día de la creación– simbolizan en XIII, 29 a quienes viven para Dios, tras haber experimentado la insuficiencia de todo lo demás para satisfacer definitivamente su corazón. Y que aparezcan según su especie, como quiere el texto sagrado (cf Gén 1,21), significa a los ojos de Agustín que los creyentes se sirven recíprocamente de modelo con que identificarse en su reencuentro con Dios. Por otra parte, a la vida y la muerte internas del hombre se refieren frecuentemente las Confesiones. Sobre todo los tres libros –cuarto, octavo y duodécimo– que se ocupan intensamente tanto de la necesidad de modelos de conducta cuanto de la liberación que respecto a la sensualidad humana y la inestabilidad propia de lo creado otorga graciosamente Dios.

      Las llamadas apremiantes que la continencia dirige al hombre para que se atenga a ella se leen por primera vez, expresadas claramente y fundamentadas con detalle, en el libro cuarto. El octavo describe cómo Agustín consiguió acogerlas. En ambos libros aparecen con frecuencia los vocablos muerte, vida y, emparentados simbólicamente con ellos, dolor, desgarrar y similares. El duodécimo trata de que la casa de Dios, mudable en sí misma, se ve, empero, por gracia divina libre de todo cambio, situación que es la meta de la peregrinación del hombre, es decir, la vida eterna.

      IV, 7-12 recoge la experiencia de Agustín al morírsele un amigo queridísimo. Pasando de la anécdota a la categoría, aprende que sólo una realidad inmutable, sólo Dios, puede defender definitivamente al hombre del desgarro existencial, por el que lo mejor de uno se rompe, queda inservible y hace que la vida aparezca desfigurada, como un sinsentido. También el libro octavo pone en escena la ruptura interior de su autor, entre la voz del amor oblativo, que lo invita a la continencia, y la del amor posesivo que lo tienen encadenado a su propia persona escindida y sin energía. El libro doce trata sobre lo informe y lo que de Dios recibe su forma adecuada, es decir, el ser humano bloqueado ante él o, al contrario, abierto a su don, su amor, que le hace ser entregándose a quien le ofrece su propia vida. En la situación primera, el hombre está sometido al tiempo, cambia continuamente sin reposo, por no haber encontrado su forma verdadera. Una alternativa le ofrece el Dios Salvador, al que su eternidad no aleja de los vencidos por el tiempo: quien ha creado el cielo del cielo, es decir, la Jerusalén celeste, partícipe de la eternidad divina, ha destinado a cada hombre a concluir su peregrinación en esa ciudad.

      En los libros cuarto y octavo juegan papel importante los modelos de identificación: en IV, 21-23 el rétor romano Hierio, en VIII, 10.16-18.27 el filósofo Victorino y dos agentes imperiales. Si Agustín descalifica su afición al primero, reconoce la función que, gracias a la providencia divina, los otros han desempeñado en su conversión cristiana. En el duodécimo se plantea el problema de la relación con la autoridad humana, que en la aceptación de valores y en la conducta conforme a ellos ha de tenerse en cuenta. La respuesta agustiniana es luminosa: sólo la verdad sin fisuras ni modificaciones es inapelable, si bien el hombre apela a ella en demanda de luz y cobijo; y a ella han de atenerse tanto quien ejerce la autoridad cuanto quienes se la reconocen y respetan. Así Agustín se distancia del orgullo de menospreciar posturas ajenas por defender la suya, y siente que el camino que lleva derecho y a fondo hasta Dios es no la lucidez dialéctica ni la sumisión sino el amor al prójimo.

      El hombre, imagen de Dios

      A partir del libro segundo y hasta el conclusivo, las Confesiones presentan

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