Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona

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Las Confesiones - Agustín santo obispo de Hipona Biblioteca de clásicos cristianos

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y, por tanto, necesitada de cuidados y retoques. Por eso invito al lector a repasar, como hizo al principio de esta introducción, los contenidos de la obra, libro por libro, pero ahora desde una perspectiva distinta. Interesa en este momento no la información sobre lo que dicen, sino el camino de conversión cristiana abierto, confesado en ellos. Recorrido por un hombre, puede serlo por cualquier otro, pues, como escribe Agustín en texto ya citado, «las confesiones de mis males pasados, que has perdonado y tapado para hacerme feliz en ti cambiando tú mi alma mediante la fe y tu sacramento, excitan el corazón a que en vez de dormir en la desesperación y decir “No puedo”, se despierte en el amor a tu misericordia y en la dulzura de tu gracia, con la que es poderoso todo débil que mediante ella deviene consciente de su debilidad»[36].

      En el libro segundo el autor se retrata caído en un abismo: el de cometer pecados sólo por cometerlos. La lectura del Hortensio, según informa en el libro tercero, le despertó el ansia de la verdad y lo puso en marcha a la búsqueda de una imagen de Dios justificable filosóficamente. Por su orgullo, empero, vino a dar en las trampas de los maniqueos.

      La muerte de un amigo, a la que se refiere por extenso el libro cuarto, le hace tomar conciencia de la condición pasajera de todo lo creado. Busca una realidad que permanezca siempre y reflexiona sobre la belleza. Entonces descubre que la esencia de ella es la unidad. Pero, como todavía está influenciado por el maniqueísmo, permanece preso de dos errores muy graves: la fe en la existencia de una realidad mala, responsable del mal moral, y la insolencia de creerse una parte de Dios, cuando –como afirma con entera lucidez en I, 1– sólo es una partecita de la creación. Por cuenta propia examina Agustín en el libro quinto las contradicciones entre las doctrinas de los filósofos paganos y la de Mani; entonces descubre cada vez más en el maniqueísmo el producto de especulaciones sin contenido. Entra en contacto con la Iglesia y reconoce que su crítica anterior se había apoyado en un prejuicio. Decide, por eso, hacerse catecúmeno cristiano, hasta que pueda percibir más claramente el camino que ha de seguir.

      La imagen de Agustín que arroja el libro sexto es penosa: no puede ni decidirse a creer, porque teme volver a hacer experiencias tan dolorosas como antes con el maniqueísmo, ni tampoco liberarse del apego a las realidades sensibles. Lo único que lo defiende todavía de deteriorarse más moralmente es el miedo al juicio divino. En cambio, el libro séptimo lo muestra en lucha por hallar respuesta al problema del mal. Los escritos neoplatónicos le ayudan a encontrarse a sí mismo y a ver la verdad inalterable por encima de su propio principio vital, su alma. Se abrasa de amor por ella, pero aún le queda demasiado lejos y él está demasiado enredado en el pecado como para poder mantener fija en ella la mirada de su corazón. Por fin la lectura de las cartas paulinas le deja ver un camino para aproximarse a Dios.

      El libro octavo deja al descubierto un Agustín nuevo, pero, como el anterior, igualmente real, humano y hermano universal. Resueltos ya definitivamente sus problemas intelectuales respecto a la fe cristiana, todavía, empero, no puede elegir la soltería evangélica. El ejemplo de dos desconocidos, cuya conversión súbita le cuentan, lo avergüenza hasta el punto de hacerlo decidirse con la ayuda de Dios a lo que hasta ahora había sentido de todo punto imposible para él. El libro siguiente narra su bautismo, precedido de la conveniente preparación, tras el cual inicia una vida de siervo de Dios en comunidad con quienes han hecho idéntica experiencia religiosa. En Ostia con Mónica logra, por fin y por vez primera, tocar con toda su alma, es decir, con su principio vital, la verdad. Ahora es maduro espiritualmente y ya no necesita a su madre, cuya muerte evoca con sentimientos conmovedores.

      El libro décimo recoge otra etapa de la evolución de su autor: busca a Dios analizándose a sí mismo. Encuentra haber sido, en verdad, creado a imagen de Dios, tocado por su gracia, pero habitado aún por muchos inquilinos nada cristianos y difícilmente cristianables. Por eso pide a Dios clemencia y lo consuela la confianza en la mediación de Cristo. Lo que de sí descubre Agustín lo hermana con cualquier hombre. Ninguno puede alejarse tanto de Dios que no le quede todavía el ansia de disfrutar de verdad y de la verdad. Ahora bien, a su memoria se debe que el hombre, al recordar los valores que le rondan y pretenden metérsele dentro, les preste atención, salga de sí y no se entere de quién es él, cómo se encuentra, a dónde puede llegar y con qué recursos cuenta para ello. Para poder, pues, reencontrar la verdad, la humanidad entera necesita, como quien en este libro es su portavoz, un mediador adecuado; función que sólo Cristo es capaz de ejercer, como ya dejó constancia en VII, 24.

      En el libro undécimo el autor sale de sí, pero no para olvidarse de su persona, como hacía en el pasado, sino para observar las realidades creadas por Dios y la actividad creadora desplegada y, a la vez, escondida en ellas. Realiza este ejercicio pensando en la utilidad no sólo propia sino también de sus hermanos. Consiguientemente, suplica ayuda a Dios. Como en el libro tercero, vuelve a buscar una imagen de Dios filosóficamente justificable. Entonces la verdad envía destellos hacia Agustín, se abrasa de ansias por ella; pero, al no poder aguantarle la mirada, cae en lo temporal. En su análisis del tiempo, al que considera estiramiento del alma, aparece la tensión que en el individuo humano producen su condición de imagen divina y su alejamiento respecto a Dios.

      En el libro penúltimo reflexiona el escritor sobre el largo camino que ha recorrido desde que en el anterior se acercó al relato de la creación que se lee al comienzo del Génesis. Ve su persona en el centro de dos extremos: un abismo tenebroso, que no es posible pensar ni percibir –él mismo, totalmente sin forma, pues sus criterios y conducta no se adecuan aún a la imagen de Dios que él es–, y el cielo del cielo, su hogar definitivo, liberado del tiempo por hallarse ante la mirada amorosa de Dios. Ahora tiene la respuesta a la pregunta por la causa de la distancia entre Dios y el hombre: una deficiencia de ser y no una sustancia mala, ajena a la voluntad humana y rival de la divina. Tras explicar la frase inicial de la Biblia, se encara con posibles oponentes; eso sí, teniendo en mucho tanto el mandamiento del amor al prójimo cuanto la verdad, en cuya búsqueda el hombre ha de bucear dentro de sí.

      Por último, en el libro decimotercero Agustín agradece a Dios los bienes inmerecidos otorgados a él y, sobre todo, a su entera creación. El proceso creador todavía no está concluido: Agustín y con él la humanidad están en trance y tienen la posibilidad de intensificar y mejorar sus relaciones con Dios, porque el Espíritu Santo actúa en ellos mediante la condición humana que con ellos comparte el Hijo. Blanco de todo hombre es la paz eterna del sábado en la visión de la Trinidad. Agustín da una pista de la dirección en que ha de comenzar la reflexión sobre ella. A la vez estimula a todos a emprender el camino que hasta ella conduce. El libro, empero, queda sin final, pues nunca puede nadie alcanzar ese grado de comunión con Dios, que le deje satisfecho, ya que, por ser este inabarcable, siempre revela nuevos y seductores secretos suyos. Por eso, todo hombre, y más quien es creyente de corazón, continúa, como Agustín, buscando al Dios vivo que, por su parte, ha prometido que quien pide recibe, y a quien llama a la puerta le abren[37].

      8. Conclusión

      Treinta años vivió el autor de las Confesiones tras publicarlas. Su existencia se cierra el 28 de agosto del 430 en Hipona, asediada por las huestes de Genserico. Colgados ante sus ojos de enfermo los llamados Salmos penitenciales, agoniza –lucha, pues, aún– confesando con ellos, como había hecho tres decenios antes, la misericordia del Señor y los pecados propios. Ni polémicas ya ni proyectos de obras grandiosas. Sólo queda desnudar por última vez su vida ante el Dios clemente, para que sus hermanos de todos los tiempos confiesen con él el designio salvífico divino y la precariedad humana, en cuyo favor ha sido diseñado. Transcurridos cuarenta y cuatro años sin pensar en sus intereses, habría firmado estos versos:

      «Las palabras se me van

       como palomas de un palomar desahuciado y viejo

       y sólo quiero que la última paloma,

       la última palabra, pegadiza y terca,

       que recuerde al morir sea esta: Perdón»[38].

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