Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona
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Читать онлайн книгу Las Confesiones - Agustín santo obispo de Hipona страница 16
En efecto: no conoceríamos palabras tales como lluvia de oro, regazo, engaño y templos del cielo si no fuera porque Terencio las usa cuando nos presenta a un joven disoluto que quiere cometer un estupro siguiendo el ejemplo de Júpiter. Porque vio en una pared una pintura sobre el tema de cómo cierta vez Júpiter embarazó a la doncella Dánae penetrando en su seno bajo la forma de una lluvia de oro.
Y ved cómo se excita la concupiscencia de ese joven con semejante ejemplo, que le viene de un dios: «¡Y qué dios!», dice. «Pues nada menos que aquel que hace retumbar con sus truenos la bóveda del cielo». Y se dice: «¿No voy yo, simple hombre, a hacer lo que veo en un dios?». «¡Claro que sí! Y ya lo he hecho con toda mi voluntad».
Y no es que con estas selectas palabras se expresen mejor semejantes torpezas; sino más bien, que bajo el amparo de esas palabras las torpezas se cometen con más desahogo. No tengo objeciones contra las palabras mismas, que son como vasos escogidos y preciosos; pero sí las tengo contra el vino de error que en ellos nos daban a beber maestros ebrios, que todavía nos amenazaban si nos negábamos a beber. Y no teníamos un juez a quien apelar.
Y sin embargo, Dios y Señor mío, en quien reposa ya segura mi memoria, yo aprendía tales vanidades con gusto; y, mísero de mí, encontraba en ellas placer. Por eso decían de mí que era un niño que prometía mucho para el futuro.
Capítulo 17
[27] Permíteme, Señor decir algo sobre mi ingenio, dádiva tuya y de los devaneos en que lo desperdiciaba. Me proponían algo que inquietaba mucho mi alma. Querían que por amor a la alabanza y miedo a ser enfrentado y golpeado repitiera las palabras de Juno, iracunda y dolida por no poder alejar de Italia al rey de los teucros (Virgilio, Eneida 1,38). Pues nunca había oído yo que Juno hubiese dicho tales cosas. Pero nos forzaban a seguir como vagabundos los vestigios de aquellas ficciones poéticas y a decir en prosa suelta lo que los poetas decían en verso. Y el que lo hacía mejor entre nosotros y era más alabado era el que según la dignidad del personaje que fingía con mayor vehemencia y propiedad de lenguaje expresaba el dolor o la cólera de su personaje.
Pero, ¿de qué me servía todo aquello, Dios mío y vida mía? ¿Y por qué era yo, cuando recitaba, más alabado que otros coetáneos míos y compañeros de estudios? ¿No era todo ello viento y humo? ¿No había por ventura otros temas en que se pudieran ejercitar mi lengua y mi ingenio? Los había. Tus alabanzas, Señor, tus alabanzas como están en la Santa Escritura, habrían sostenido el gajo débil de mi corazón; y no habría yo quedado como presa innoble de los pájaros de rapiña en medio de aquellas vanidades.
Capítulo 18
[28] No es pues maravilla si llevado por tanta vanidad me descarriaba yo lejos de ti, mi Dios. Para mi norma y gobierno se me proponían hombres que eran reprendidos por decir con algún barbarismo o solecismo algún hecho suyo no malo, pero eran alabados y glorificados cuando ponían en palabras adecuadas y con buena ornamentación sus peores concupiscencias.
Y tú, Señor, ¡ves todo esto y te callas! ¡Tú, que eres veraz, generoso y muy misericordioso! (Sal 102,8). Pero no vas a seguir por siempre callado. Ahora mismo has sacado del terrible abismo a un alma que te busca y tiene sed de deleitarse en ti; un alma que te dice: He buscado, Señor, tu rostro, y lo habré siempre de buscar (Sal 26,8). Porque yo anduve lejos de tu rostro, llevado por una tenebrosa pasión. Porque nadie se aleja de ti o retorna a ti con pasos corporales por los caminos del mundo. ¿Acaso aquel hijo menor tuyo que huyó de ti, para disipar en una región lejana cuanto le habías dado, tuvo en el momento de partir necesidad de caballos, carros o naves? ¿Necesitó acaso alas para volar, o presurosas rodillas? Tú fuiste para él un dulce padre cuando le diste lo que te pidió para poder marcharse; pero mucho más dulce todavía cuando a su regreso lo recibiste pobre y derrumbado. El que vive en un afecto deshonesto vive en las tinieblas lejos de tu rostro.
[29] Mira pues, Señor, con paciencia lo que tienes ante los ojos. ¡Con cuánto cuidado observan los hijos de los hombres las reglas que sobre el sonido de letras y sílabas recibieron de sus maestros, al paso que descuidan las leyes que tú les pones para su eterna salvación! Así sucede que quien es conocedor de las leyes de la gramática no soportará que alguien diga «ombre» por «hombre», suprimiendo la aspiración de la primera sílaba; pero en cambio tendrá por cosa ligera, de nada, si siendo hombre él mismo, odia a los demás hombres contra tu mandamiento.
Como si le fuera posible a alguien causarle a otro un daño mayor que el que se causa a sí mismo con el odio que le tiene; como si pudiera causarle a otro una devastación mayor que la que a sí mismo se causa siendo su enemigo. Y por cierto no hay cultura literaria que nos sea más íntima que la conciencia misma, en la cual llevamos escrito que no se debe hacer a otro lo que nosotros mismos no queremos padecer (Tob 4,15 y Mt 7,12).
¡Cuán distinto eres tú, oh Dios inmenso y único, que habitas en el silencio de las alturas, y con inmutables decretos impones cegueras para castigar ilícitos deseos! Cuando alguien busca la fama de la elocuencia atacando con odio a un enemigo en presencia de un juez y de un auditorio, pone sumo cuidado para no desprestigiarse con un error de lenguaje. No dirá, por ejemplo, «entre las hombres». Pero en cambio, nada se le da, en la violencia de su odio, si intenta arrancar a otro hombre de la sociedad de sus semejantes.
Capítulo 19
[30] Al umbral de semejantes costumbres yacía yo infeliz mientras fui niño. Y tal era la lucha en esa palestra, que más temía yo cometer un barbarismo que envidiar a los que lo cometían.
Ahora admito y confieso en tu presencia aquellas pequeñeces por las cuales recibía yo alabanza de parte de personas para mí tan importantes que agradarles me parecía la suma del bien vivir. No caía yo en la cuenta de la vorágine de torpezas que me arrastraba ante tus ojos. ¿Podían ellos ver entonces algo más detestable que yo? Pues los ofendía engañando con incontables mentiras a mi pedagogo, a mis maestros y a mis padres; y todo por la pasión de jugar y por el deseo de contemplar espectáculos vanos para luego divertirme en imitarlos.
Cometí muchos hurtos de la mesa y la despensa de mis padres, en parte movido por la gula, y en parte también para tener algo que dar a otros muchachos que me vendían su juego; trueque en el cual ellos y yo encontrábamos gusto. Pero también en esos juegos me vencía con frecuencia la vanidad de sobresalir, y me las arreglaba para conseguir victorias fraudulentas. Y no había cosa que mayor fastidio me diera que el sorprenderlos en alguna de aquellas trampas que yo mismo les hacía a ellos. Y cuando en alguna me pillaban prefería pelear a conceder. ¿Qué clase de inocencia infantil era esta? No lo era, Señor, no lo era, permíteme que te lo diga. Porque esta misma pasión, que en la edad escolar tiene por objeto nueces, pelotas y pajaritos, en las edades posteriores, para prefectos y reyes, es ambición de oro, de tierras y de esclavos. Con el paso del tiempo se pasa de lo pequeño a lo grande, así como de la férula de los maestros se pasa más tarde a suplicios mayores.
Fue, pues, la humildad lo que tú, Rey y Señor nuestro, aprobaste en la pequeñez de los niños cuando dijiste que de los que son como ellos es el Reino de los Cielos (Mt 19,14).
Capítulo 20
[31] Y sin embargo, Señor excelentísimo y óptimo Creador de cuanto existe, gracias te daría si hubieses dispuesto que yo no pasara de la niñez. Porque yo existía y vivía; veía, sentía y cuidaba de mi conservación, vestigio secreto de aquella Unidad de la que procedo.
Un instinto muy interior me movía a cuidar la integridad de mis sentidos, y aun en las cosas más pequeñas me deleitaba en la verdad de mis pensamientos. No me gustaba equivocarme. Mi memoria era excelente, y me iba instruyendo con la conversación. Me gozaba en la amistad