Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona

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Las Confesiones - Agustín santo obispo de Hipona Biblioteca de clásicos cristianos

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dones. Cosas buenas eran, y todas ellas eran mi yo.

      Bueno es, entonces, el que me hizo, Él es mi bien, y en su presencia me lleno de gozo por todos esos bienes que había en mi ser de niño. Pero pecaba yo, por cuanto buscaba la verdad, la deleitación y la sublimidad no en Él, sino en mí mismo y en las demás criaturas; y por esto me precipitaba en el dolor, la confusión y el error.

      Pero gracias, dulzura mía, mi honor y mi confianza, mi Dios, por tus dones; y te ruego que me los conserves. Así me guardarás a mí; y todo cuanto me diste se verá en mí aumentado y llevado a perfección. Y yo estaré contigo, que me diste la existencia.

      Libro II

      Capítulo 1

      [1] Quiero ahora recordar las fealdades de mi vida pasada, las corrupciones carnales de mi alma; no porque en ellas me complazca, sino porque te amo a ti, Dios mío. Lo hago por amor de tu amor, recordando en la amargura de una revivida memoria mis perversos caminos y malas andanzas. Para que me seas dulce tú, dulzura sin engaño, dulzura cierta y feliz; para que me recojas de la dispersión en la que anduve como despedazado mientras lejos de ti vivía en la vanidad.

      Hubo un tiempo de mi adolescencia en que ardía en el deseo de saciar los más bajos apetitos y me hice como una selva de sombríos amores. Se marchitó mi hermosura y aparecí ante tus ojos como un ser podrido y sólo atento a complacerse a sí mismo y agradar a los demás.

      Capítulo 2

      [2] Nada me deleitaba entonces fuera de amar y ser amado. Pero no guardaba la compostura, y pasaba más allá de los límites luminosos de la verdadera amistad que va de un alma a la otra. De mí se exhalaban nubes de fangosa concupiscencia carnal en el hervidero de mi pubertad, y de tal manera obnubilaban y ofuscaban mi corazón que no era yo capaz de distinguir entre la serenidad del amor y el fuego de la sensualidad. Ambos ardían en confusa efervescencia y arrastraban mi debilidad por los precipicios de la concupiscencia en un torbellino de pecados. Tu cólera se abatía sobre mí, pero yo lo ignoraba; me había vuelto sordo a tu voz y como encadenado, por la estridencia de mi carne mortal. Esta era la pena con que castigabas la soberbia de mi alma. Cada vez me iba más lejos de ti, y tú lo permitías; era yo empujado de aquí para allá, me derramaba y desperdiciaba en la ebullición de las pasiones, y tú guardabas silencio. ¡Oh, mis pasos tardíos! Tú callabas entonces, y yo me alejaba de ti más y más, desparramado en dolores estériles, pero soberbio en mi envilecimiento y sin sosiego en mi cansancio.

      [3] ¡Ojalá hubiera yo tenido entonces quien pusiera medida a mi agitación, quien me hubiera enseñado a usar con provecho la belleza fugitiva de las cosas nuevas marcándoles una meta! Si tal hubiera sido, el hervoroso ímpetu de mi juventud se habría ido moderando rumbo al matrimonio, y a falta de poder conseguir la plena serenidad, me habría contentado con procrear hijos como lo mandas tú, que eres poderoso para sacar renuevos de nuestra carne mortal, y sabes tratarnos con mano suave para templar la dureza de las espinas excluidas de tu paraíso. Porque tu Providencia está siempre cerca, aun cuando nosotros andemos lejos.

      Debiera haber puesto más atención a tu Palabra que del cielo nos baja por la boca de tu apóstol, cuando dijo: Estos tendrán la tribulación de la carne, pero yo os perdono. Y también: Bueno es para el hombre no tocar a la mujer; y luego: El que no tiene mujer se preocupa de las cosas de Dios y de cómo agradarle; pero el que está unido en matrimonio se preocupa de las cosas del mundo y de cómo agradar a su mujer (1Cor 7,28.32.33). Si hubiera yo escuchado con más atención estas voces habría castigado mi carne por amor del reino de los Cielos y con más felicidad habría esperado tu abrazo.

      [4] Pero, mísero de mí, te abandoné por dejarme llevar de mis impetuosos ardores; me excedí en todo más allá de lo que tú me permitías y no me escapé de tus castigos. Pues, ¿quién lo podría, entre todos los mortales? Porque tú siempre estabas a mi lado, ensañándote misericordiosamente conmigo y amargabas mis ilegítimas alegrías para que así aprendiera a buscar goces que no te ofendan. ¿Y dónde podía yo conseguir esto sino en ti, Señor, que finges poner dolor en tus preceptos, nos hieres para sanarnos y nos matas para que no nos muramos lejos de ti?

      ¿Por dónde andaba yo, lejos de las delicias de tu casa, en ese año decimosexto de mi edad carnal, cuando le concedí el cetro a la lujuria y con todas mis fuerzas me entregué a ella en una licencia que era indecorosa ante los hombres y prohibida por tu ley?

      Los míos para nada pensaron en frenar mi caída con el remedio del matrimonio. Lo que les importaba era solamente que yo aprendiera lo mejor posible el arte de hablar y de convencer con la palabra.

      Capítulo 3

      [5] Aquel año se vieron interrumpidos mis estudios. Me llamaron de la vecina ciudad de Madaura, adonde había ido para estudiar literatura y oratoria, con el propósito de enviarme a la más distante ciudad de Cartago. Mi padre, más por animosa resolución que por la abundancia de dinero, pues era un muy modesto ciudadano de Tagaste, preparaba los gastos de mi viaje.

      Pero, ¿a quién cuento yo todas estas cosas? No a ti, ciertamente, Señor; sino en presencia tuya a todos mis hermanos del mundo; a aquellos, por lo menos, en cuyas manos puedan caer estas letras mías. ¿Y con qué objeto? Pues para que yo y quienes esto leyeren meditemos en la posibilidad y la necesidad de clamar a ti desde los más hondos abismos. Porque nada puede haber que más cerca esté de tu oído que un corazón que te confiesa y una vida de fe. A mi padre no había quien no lo alabara por ir más allá de sus fuerzas para dar a su hijo cuanto había menester para ese viaje en busca de buenos estudios, cuando ciudadanos opulentos no hacían por sus hijos nada semejante.

      Pero este mismo padre que tanto se preocupaba por mí no pensaba para nada en cómo podría yo crecer para ti ni hasta dónde podía yo mantenerme casto; le bastaba con que aprendiera a disertar, aunque desertara de ti y de tus cuidados, Dios mío, tú que eres uno, verdadero y bueno, y dueño de este campo tuyo que es mi corazón.

      [6] En ese año decimosexto de mi vida, forzado por las necesidades familiares a abandonar la escuela, viví con mis padres, y se formó en mi cabeza un matorral de concupiscencias que nadie podía arrancar. Sucedió pues que aquel hombre que fue mi padre me vio un día en los baños, ya púber y en inquieta adolescencia. Muy orondo fue a contárselo a mi madre, feliz como si ya tuviera nietos de mí; embriagado con un vino invisible, el de su propia voluntad perversa e inclinada a lo más bajo; la embriaguez presuntuosa de un mundo olvidado de su Creador y todo vuelto hacia las criaturas.

      Pero tú ya habías comenzado a echar en el pecho de mi madre los cimientos del templo santo en que ibas a habitar. Mi padre era todavía catecúmeno, y de poco tiempo; entonces, al oírlo ella se estremeció de piadoso temor; aunque yo no me contaba aún entre los fieles, ella temió que me fuera por los desviados caminos por donde van los que no te dan la cara, sino que te vuelven la espalda.

      [7] ¡Ay! ¿Me atreveré a decir que tú permanecías callado mientras yo más y más me alejaba de ti? ¿Podré decir que no me hablabas? Pero, ¿de quién sino tuyas eran aquellas palabras que con la voz de mi madre, fiel sierva tuya, me cantabas al oído? Ninguna de ellas, sin embargo, me llegó al corazón para ponerlas en práctica.

      Ella no quería que yo cometiera fornicación, y recuerdo cómo me amonestó en secreto con gran vehemencia, insistiendo sobre todo en que no debía yo tocar la mujer ajena. Pero sus consejos me parecían debilidades de mujer que no podía yo tomar en cuenta sin avergonzarme. Mas sus consejos no eran suyos, sino tuyos, y yo no lo sabía. Pensaba yo que tú callabas, cuando por su voz me hablabas; y al despreciarla a ella, sierva tuya, te despreciaba a ti, siendo yo también tu siervo.

      Pero yo nada sabía. Iba desbocado, con una ceguera tal, que no podía soportar que me superaran en malas acciones aquellos

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