Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona

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Las Confesiones - Agustín santo obispo de Hipona Biblioteca de clásicos cristianos

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las alabanzas. ¿Hay algo que sea realmente digno de vituperación fuera del vicio? Pero yo, para evitar el vituperio me fingía más vicioso; y cuando no tenía un pecado real con el que pudiera competir con aquellos perdidos inventaba uno que no había hecho, no queriendo parecer menos abyecto que ellos ni ser tenido por tonto cuando era más casto.

      [8] Con tales compañeros corría yo las calles y plazas de Babilonia y me revolcaba en su cieno como en perfumes y ungüentos preciosos; y un enemigo invisible me hacía presión para tenerme bien fijo en el barro: yo era seducible y él me seducía.

      Ni siquiera mi madre, aquella mujer que había huido ya «de Babilonia» pero andaba aún con lentos pasos por sus arrabales, tomó medidas para hacerme conseguir aquella pureza que ella misma me aconsejaba. Lo que de mí había oído decir a su marido lo consideraba peligroso y pestilente; yo necesitaba del freno de la vida conyugal si no me era posible cortar por lo sano la concupiscencia. Y, sin embargo, ella no cuidó de esto: temía que los lazos de una mujer dieran fin a mis esperanzas. No ciertamente la esperanza de la vida futura, que mi madre ya poseía; pero sí las buenas esperanzas de aprendizaje de las letras que tanto ella como mi padre deseaban vivamente; él, porque pensaba poco en ti y formaba a mi propósito castillos en el aire; y ella, porque no veía en las letras un estorbo, sino mas bien una ayuda para llegar a ti. Todo esto lo conjeturo recordando lo mejor que puedo cómo eran mis padres.

      Por este motivo, y sin un necesario equilibrio de severidad, me soltaban las riendas; y yo me divertía, andaba distraído y me desintegraba en una variedad de afectos y en una ardiente ofuscación que me ocultaba, Señor, las serenidades de tu verdad. Y de mi craso pecho salía la iniquidad (Sal 72,7).

      Capítulo 4

      [9] El hurto lo condena la ley, Señor; una ley que está escrita en los corazones humanos y que ni la maldad misma puede destruir. Pues, ¿qué ladrón hay que soporte a otro ladrón? Ni siquiera un ladrón rico soporta al que roba movido por la indigencia. Pues bien, yo quise robar, y robé; no por necesidad o por penuria, sino por mero fastidio de lo bueno y por sobra de maldad. Porque robé cosas que tenía yo en abundancia y otras que no eran mejores que las que poseía. Y ni siquiera disfrutaba de las cosas robadas; lo que me interesaba era el hurto en sí, el pecado.

      Había en la vecindad de nuestra viña un peral cargado de frutas que no eran apetecibles ni por su forma ni por su color. Fuimos, pues, rapaces perversos, a sacudir el peral a eso de la medianoche, pues hasta esa hora habíamos alargado, según nuestra mala costumbre, los juegos. Nos llevamos varias cargas grandes no para comer las peras nosotros, aunque algunas probamos, sino para echárselas a los puercos. Lo importante era hacer lo que nos estaba prohibido.

      Este es, pues, Dios mío, mi corazón; ese corazón del que tuviste misericordia cuando se hallaba en lo profundo del abismo. Que él te diga qué era lo que andaba yo buscando cuando era gratuitamente malo; pues para mi malicia no había otro motivo que la malicia misma. Detestable era, pero la amé; amé la perdición, amé mi defecto. Lo que amé no era lo defectuoso, sino el defecto mismo. Alma llena de torpezas, que se soltaba de tu firme apoyo rumbo al exterminio, sin otra finalidad en la ignominia que la ignominia misma.

      Capítulo 5

      [10] Porque se da ciertamente un atractivo en todo lo que es hermoso: en el oro, en la plata, en todo. En el tacto de la carne mucho tiene que ver el halago, así como los demás sentidos encuentran en las cosas corporales una peculiaridad que les responde. Belleza hay también en el honor temporal, en el poder de vencer y dominar, de donde proceden luego los deseos de la venganza.

      Y sin embargo, Señor, para conseguir estas cosas no es indispensable separarse de ti ni violar tus leyes. Y la vida que aquí vivimos tiene su encanto en cierto modo particular de armonía y de conveniencia con todas estas bellezas inferiores. Así como también es dulce para los hombres la amistad, que con hermoso nudo hace de muchas almas una sola.

      Por conseguir estas cosas y otras semejantes se admite el pecado; por cuanto una inmoderada inclinación hace que se abandonen otros bienes de mayor valía, que son realmente supremos: tú mismo, Señor, tu verdad y tu ley.

      Es indudable que también estas cosas ínfimas tienen su deleite; pero no es tan grande como mi Dios, creador de todas las cosas, que es deleite del justo y delicia de los corazones rectos.

      [11] Esta es la razón por la que, cuando se pregunta sobre las posibles causas de un crimen, no descansa uno hasta haber averiguado qué apetito de esos bienes que he llamado ínfimos o qué temor de no perderlos pudo moverle a cometerlo. Son, a no dudarlo, hermosos y agradables en sí mismos, aun cuando resultan a ras de tierra y despreciables cuando se los compara con los bienes superiores, los únicos que dan verdadera felicidad. Alguno, por ejemplo, comete un homicidio. ¿Por qué lo hizo? Lo hizo, o porque quería quedarse con la mujer o el campo de otro, o porque tal depredación lo ayudaría a vivir, o porque temía que el muerto lo desposeyera de algo, o porque había recibido de él algún agravio que encendió en su pecho el ardor de la venganza. De Catilina, hombre en exceso malo y cruel, se ha dicho que era malo gratuitamente, que hacía horrores sólo porque no se le entumecieran por la ociosidad ni la mano ni el ánimo. No deja de ser una explicación.

      Pero esto no lo es todo. Lo cierto es que de haberse apoderado del gobierno de la ciudad mediante tal acumulación de crímenes, tendría honores, poder y riquezas; se libraba, además, del temor de las leyes inducido por la conciencia de sus delitos, y la escasez de su patrimonio. Ni el mismo Catilina amaba sus crímenes por ellos mismos, sino por lo que mediante ellos pretendía conseguir.

      Capítulo 6

      [12] ¿Qué fue pues, miserable de mí, lo que en ti amé, hurto mío, delito mío nocturno, en aquel decimosexto año de mi vida? No eras hermoso, pues eras un hurto. Pero ¿eres acaso algo real, para que yo ahora hable contigo? Hermosas eran aquellas frutas que robamos, pues eran criaturas tuyas, ¡oh tú, creador de todas ellas, sumo Bien, y verdadero Bien! Hermosas eran, pero no fueron ellas lo que deseó mi alma miserable, ya que yo las tenía mejores. Si las cogí fue sólo por robarlas, y prueba de ello es que apenas cogidas, las arrojé; mi banquete consistió meramente en mi fechoría, pues me gozaba en la maldad. Porque si algo de aquellas peras entró en mi boca, su condimento no fue otro que el sabor del delito.

      Ahora me pregunto, Dios mío, por qué motivo pude deleitarme en aquel hurto. Las peras en sí no eran muy atractivas. No había en ellas el brillo de la equidad y de la prudencia; pero ni siquiera algo que pudiera ser pasto de la memoria, de los sentidos, de la vida vegetativa. No eran hermosas como lo son las estrellas en el esplendor de sus giros; ni como lo son la tierra y el mar, llenos como están de seres vivientes que vienen a reemplazar a los que van feneciendo; y ni siquiera tenían la hermosura aparente y oscura con que nos engañan los vicios.

      [13] La soberbia remeda a la excelencia, siendo así que sólo tú eres excelso; y la ambición busca los honores y la gloria, cuando sólo tú eres glorioso y merecedor de eternas alabanzas. Los poderosos de la tierra gustan de hacerse temer por el rigor; pero, ¿quién sino tú, Dios único, merece ser temido? ¿Quién, qué, cuándo y dónde pudo jamás substraerse a tu potestad? Los amantes se complacen en las delicias de la lascivia; pero, ¿qué hay más deleitable que tu amor?, ¿qué puede ser más amado que tu salvífica verdad, incomparable en su hermosura y esplendor? La curiosidad gusta interesarse por la ciencia, cuando tú eres el único que todo lo sabe. La ignorancia misma y la estupidez se cubren con el manto de la simplicidad y de la inocencia porque nada hay más simple ni más inocente que tú, cuyas obras son siempre enemigas del mal. La pereza pretende apetecer la quietud; pero, ¿qué quietud cierta se puede encontrar fuera de ti? La lujuria quiere pasar por abundancia y saciedad; pero eres tú la indeficiente abundancia de suavidades incorruptibles. La prodigalidad pretende hacerse pasar por desprendimiento; pero tú eres el generoso dador de todos los bienes. La avaricia ambiciona poseer muchas cosas, pero tú lo tienes todo.

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