Las Confesiones. Agustín santo obispo de Hipona

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Las Confesiones - Agustín santo obispo de Hipona Biblioteca de clásicos cristianos

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bien, Agustín mismo nos ayuda a leer y entender el más famoso de sus escritos presentándolo en trece unidades literarias y temáticas, cuyo argumento principal menciona al principio de cada una. No todas son igualmente largas, y las cuatro últimas son tan extensas como las nueve precedentes. Este conjunto se presenta a primera vista repartido en dos grupos: el primero trata del desarrollo de Agustín hasta la muerte de su madre; el segundo recoge cuestiones que el escritor se plantea, y que, al formularlas, propone también a sus lectores. Por eso, y sin ánimo de imponer una forma de lectura, puede resultar provechoso considerar las Confesiones como un díptico, precedido por un prólogo dilatado. Aceptar esta sugerencia, supone que el libro primero es un proemio, los numerados del dos al nueve integran la parte primera –descriptiva, narrativa y analítica–, y que la segunda –reflexiva, contemplativa– se encuentra en los cuatro libros novísimos.

      Una puerta abierta

      Que el libro primero sirva de introducción al resto no puede afirmarse categóricamente. Sí, en cambio, con modestia, si uno considera dos hechos, que no sería honrado pasar por alto. Por un lado, consta, como la obra completa, de dos partes, cuyas características son idénticas a las del escrito en su totalidad: una, interrogativa, reflexiva, contemplativa; otra, descriptiva, narrativa, analítica; teórica, digamos, la primera, y práctica la segunda. Por otro, en los cuatro libros conclusivos Agustín desarrolla, explica y fundamenta más de cerca temas que aparecen en la sección teórica del libro primero, esto es, los seis párrafos iniciales. Veámoslo.

      Que el hombre –parte minúscula de la creación, pecador y mortal– quiere, según I, 1, alabar al creador se debe a que cuanto existe, también aquel, es, según XIII, 1-5, hijo de la voluntad buena de Dios. Y que el corazón humano yerra desasosegado mientras no descansa en Dios, se explica porque su peso, que lo atrae irresistiblemente hacia el lugar natural de su reposo es, según XIII, 10, el Espíritu Santo, regalado por Dios al hombre. A la pregunta inicial de toda la obra –qué es antes, invocar y alabar a Dios o conocerlo–, formulada en I, 1, responde el libro décimo afirmando en X, 26-34 que siempre tiene el hombre cierto saber sobre Dios, y el decimotercero diciendo en XIII, 9.43-48 que a Dios lo alaba la mera existencia de los seres.

      ¿Hay en el ser humano algo que abarque y, por tanto, comprenda a Dios? A esta pregunta, planteada en I, 2, responden el libro décimo y el último. En X, 15.26.35-37 se lee que el hombre no comprende su propia memoria –no la abarca, por tanto–, pero que ella sabe algo sobre Dios. En XIII, 12 se dice que, si bien el conjunto formado por la existencia, el conocimiento y la voluntad humanos es imagen de la trinidad divina, esta continúa incomprensible para el hombre; lo que nada sorprende, si se tiene en cuenta que él ni siquiera se conoce a sí mismo, pues no entiende del todo su propia estructura trinitaria interna.

      Porque, según I, 3, el Señor llena el cielo y la tierra, ¿se puede decir que lo abarca? Los libros once y doce justificarán ampliamente la respuesta negativa. Con la imagen de Dios dibujada por contrastes en I, 4 –por eso tan fascinante y cercana a los seres humanos, a su vez, tan indefinibles por paradójicos– forma pareja la que de Dios siempre activo y siempre quieto diseña XIII, 52. ¿Tienen sentido –pregunta I, 5– las amenazas de Dios contra quien no lo ama? Sí, responde X, 30-34: porque por sí mismo, no por una voluntad exterior, arbitraria, ese desamor lleva a la infelicidad; sí, contesta XIII, 3-10: porque, sin la luz, que es Dios, el hombre sólo tiniebla es y posee. La sobria confesión agustiniana del pecado en I, 6 corresponde al despiadado examen de conciencia en X, 39-64. El deseo de no pleitear con Dios, formulado asimismo en I, 6, se explica en X, 1-3. En resumen, dada la relación evidente entre los seis párrafos iniciales del libro primero y los cuatro libros últimos, no sería descabellado considerar aquel, según ha propuesto alguna agustinóloga[29], como pórtico a todas las Confesiones.

      Subida ardua

      Quien lea atentamente los libros segundo hasta el noveno, constatará cuatro hechos: una trama argumental, en que se entretejen acontecimientos de la vida del autor desde el año 370 al 386; la presencia de la madre, Mónica, nombrada o sin nombrar; su ausencia, precisamente en aquellos libros, cuarto y séptimo, en los que el relato se remansa y emerge la reflexión; por último, la aparición periódica, seguramente no casual, de ciertos temas agustinianos y de referencias bíblicas, que emparejan el libro segundo con el noveno, el tercero con el octavo, el cuarto con el séptimo y el quinto con el sexto. Resulta, pues, una estructura que va estrechándose alrededor de los dos mencionados al final. Así arropados, quedan puestos de relieve. Invito ahora al lector a recorrer este conjunto y a comprobar la eficacia de su organización para transmitir contenidos. ¿Cuáles?

      Uno, que engloba a los demás y puede denominarse «El camino ascendente de Agustín desde el más profundo abismo del pecado hasta la visión de Dios». En efecto, si el libro segundo presenta a su autor y, en general, la condición humana, hundidos en el pecado, el noveno narra la experiencia religiosa habida por él y su madre en Ostia, y la situación nueva en que desde entonces se encuentra el escritor: la de siervo de Dios. Las unidades tercera y octava tratan respectivamente de su caída en el maniqueísmo y de su conversión al Dios de Jesús, predicado por la Iglesia. A la lucha del autor por alcanzar el conocimiento asiste el lector del libro cuarto, en espera de que en el séptimo se vea, por fin, la solución de los problemas intelectuales que plantean los contenidos de la fe cristiana. Por último, en el centro del anillo, el libro quinto narra el distanciamiento de Agustín respecto al maniqueísmo, sin que por eso hubieran quedado superados aún errores de bulto, mientras el sexto presenta al autor impresionado por la Iglesia, pero aún sin ver clara la opción por ella. Así pues, la lectura sosegada de estos libros descubrirá que su emparejamiento no es arbitrario.

      Parejas bien avenidas

      ¿Qué une los libros segundo y noveno? El verso evangélico «Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21)[30], y el versillo sálmico «Soy tu siervo, siervo de tu esclava» (Sal 115,16b), que tanto en II, 7 cuanto en IX, 1 se refiere al papel jugado por Mónica. También relatos de influjos que Agustín ha padecido: negativo, el de las compañías (II, 8); positivo, no sólo el de la madre (II, 7.8), sino asimismo el de otros (IX, 5.6.14.17). Se ha de añadir a esto el ejemplo edificante y la liturgia de la comunidad cristiana, en cuyo seno se siente ahora seguro. Vinculan además estos libros algunas metáforas: abismo (II, 7.9 y IX, 1); ascenso: desde el valle (II, 2) hasta la cumbre (IX, 24); paraje: fértil (IX, 24) y estéril (II, 18); audición: del ruido mundano (II, 2) y de la palabra que, por decirlo todo, acalla todo lo demás (IX, 25); cadena: opresora (II, 4) y rota (IX, 1); olor: repugnante (II, 8) y gratísimo (IX, 16); calor de Dios (IX, 8), frío de los pecados (II, 15).

      Por su parte, los libros tercero y octavo dejan constancia de los estímulos benéficos que procuraron al escritor dos filósofos paganos: según III, 7.8, Hortensio, libro hoy perdido de Cicerón, le empuja hacia Dios de modo nuevo y a buscar un camino que desemboque en él; según VIII, 2-10 el ejemplo de Victorino, hecho cristiano, lo conmovió mucho, sin ser, empero, determinante para su conversión. Contrasta en ambos escritos la reacción del autor ante la Biblia: en III, 9 se le cae de las manos; en VIII, 30 confiesa haber hallado en ella lo que más necesitaba en aquel momento, el de su decisión de ser cristiano católico. En VIII, 30 se encuentra una referencia a un sueño de Mónica, narrado en III, 19.

      Revelan vínculos estrechos entre estos dos libros también lo que en ambos escribe su autor sobre la misericordia, tanto divina cuanto humana, y su insistencia, en III, 1 y VIII, 25, en que la primera no necesariamente agrada de momento al hombre, pues este necesita antes percatarse de su eficacia bienhechora. Por último, como en VIII, 22-24 se extiende Agustín en refutar la existencia de una sustancia mala, afirmada por los maniqueos, así en III, 17-19 asevera, también contra ellos, que lo decisivo en el orden moral es la voluntad buena o mala del hombre, no el mero comportamiento. Y, si en III, 16 anatematiza la soberbia y canoniza la humildad, en VIII, 28-29 deja clara la eficacia de la gracia divina para iniciar y llevar a cabo la vida cristiana.

      Numerosos son también los vínculos

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