Mujeres en conflictos. Christiane Félip Vidal
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Ingresó primero a Letras y, un año después, a Veterinaria en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Le gustaba estudiar, sacaba buenas notas y, a pesar del cruce de horarios, le fue posible llevar a la par ambas disciplinas. Pasó un año, pasaron dos, luego tres y, no lograba escoger.
Fue el destino el que, una vez más, pero de manera brutal, eligió por ella. La muerte del padre y la necesidad de recurrir a trabajos temporales la llevaron a quedarse con Letras, cuyos estudios estaba a punto de concluir, mientras le faltaba todavía un año para terminar Veterinaria.
Entonces la suerte cambió. Ganó un concurso de ensayos que, además de un premio de mil soles, ofrecía prácticas pagadas en el diario El Comercio. Entró a trabajar en el verano de 1994 para apoyar en la sección cultural, con un horario que le permitía cumplir con los últimos meses de estudios universitarios. Las horas extras eran por voluntad propia: llegaba antes que todos y se quedaba hasta la noche. Quería compensar el hecho de no haber estudiado Comunicaciones, pues sentía que había mucho por aprender. El Comercio se volvió su tercera casa.
Con el tiempo, pasó por todas las secciones: Cultura, Deporte, Política, Economía, Mascotas, Espectáculos, con coberturas tanto en Lima como en provincias.
Tuvo mentores que le enseñaron cómo trabajar, que le aclararon términos que desconocía, como aquella vez en que le pidieron que le pusiera una leyenda a una foto y ella, novata empapada de referencias literarias, preguntó qué tipo de leyenda querían: si una griega, una celta o una amazónica…
Tuvo colegas que compartieron generosamente con ella la información.
Tuvo todo el apoyo de ese yak centenario en el que sigue montada desde aquel entonces. «Yo ingresé a El Comercio en 1994 y nunca me fui del diario —declara—. Ahí me hice periodista. Ahora escribo columnas y sigo colaborando. Mi agradecimiento en esta vida y en todas las que vienen es para El Comercio, porque me enseñó el compromiso con la noticia».
Pero ella quería más. Cuanto más aprendía, más cuenta se daba de lo poco que sabía y, una vez licenciada en Letras, se volvió a inscribir en la PUCP en Comunicación, una decisión que cambió sus perspectivas.
A partir de esa fecha y durante tres años, invirtió su dinero en cursos fuera del Perú. Se trataba de cursos de alta especialización que siguió primero en Washington, luego en Londres, y que la fueron preparando para el análisis e interpretación de los conflictos armados. Pero su sed de conocimientos no se limitaba al periodismo y, cumpliendo con un deseo de años atrás de acercarse a la cultura asiática, consiguió en 2001 una beca para estudiar, en Taiwán, Religiosidad del Oriente. Y como para Patricia no basta con un reto, aprovechó su estadía para ir al gimnasio a entrenarse para la maratón de Nueva York. Tal cual: Mens sana in corpore sano…
El entrenamiento le proporcionó una forma física que le resultaría muy útil en sus corresponsalías, pues, hasta la fecha, los conflictos solo habían sido consigo misma en su afán de abarcar el mayor conocimiento posible: Letras, Veterinaria, Comunicaciones, Religiones asiáticas, maratón… cuanto más extraño, más desconocido y más diverso, mejor.
Solo faltaba la prueba de fuego. Y esta no tardó en llegar.
Planificar primero
El 11 de setiembre del 2001, dos aviones secuestrados por miembros de Al Qaeda se estrellaron contra las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York. Los 110 pisos de ambas torres se derrumbaron con un total de 2 753 personas fallecidas.
Patricia estaba en Taipei, capital de Taiwán, y ese mismo 11 de setiembre en que la noticia del atentado dio la vuelta al mundo, la contactó Virginia Rosas, editora de la sección Mundo en El Comercio. Patricia era la periodista del diario más cercana a Afganistán. ¿Estaba dispuesta a ir? ¿Cómo negarse cuando en ese mundo mayormente masculino, una mujer elige a otra? Lógicamente, Patricia aceptó.
Para quien había optado por el periodismo cultural, llevar una corresponsalía en zona de guerra era meterse en terreno minado. Dice que esa llamada corroboró una suerte de «intuición» de que todo lo que estaba haciendo la encaminaba hacia algo mucho más importante. El momento había llegado. Y como declaró en una entrevista para la revista virtual Nudo de la PUCP: «Cuando surgen las oportunidades, las tomo y doy mi mejor esfuerzo. Me gustan los retos».
Salvo su localización, no sabía nada de Afganistán ni de su gente ni de su cultura ni de cómo ingresar a dicho país y, aún menos, de periodismo en una zona de guerra. En Taiwán no había consulado ni visa para Afganistán, pero había posibilidad de sacar visa para Pakistán en Hong Kong, y fue allí hacia donde viajó al día siguiente, planeando ingresar luego a Afganistán. Se pasó los días y noches previos a su partida consultando mapas, preparando rutas, informándose sobre un destino aún improbable. Desde Hong Kong solo había un vuelo a la semana que alternaba dos ciudades pakistaníes como destino: la capital Islamabad, al norte, y Karachi, al sur. Tenía previsto ir a Islamabad, pero el vuelo que le tocaba aquella semana era para Karachi. Lo tomó con la intención de encontrar luego un vuelo interno hacia la capital, lo cual no resultaría nada evidente y, apenas llegó, empezó a reportar aclarando el trasfondo político para que se entendiera la situación caótica de la zona.
Había dos formas de entrar a Afganistán desde Pakistán: en el norte por la ciudad fronteriza de Peshawar, a unos 180 kilómetros de Islamabad, donde se concentraban los demás corresponsales o, al sur de Karachi, por Queta. Optó por Islamabad donde se estaban llevando a cabo violentas manifestaciones de los pashtunes, una etnia vinculada al régimen talibán presente en Afganistán y Pakistán. Separados arbitrariamente en 1893 por la Línea Durand, división fronteriza entre ambos países creada en la época del imperio británico, los pashtunes suelen cruzar a diario aquella línea ficticia al tener del otro lado relaciones familiares o comerciales, y porque muchos mantienen la doble nacionalidad afgana y pakistaní. En Pakistán, ellos representan una importante comunidad: son el segundo grupo étnico del país y el principal grupo étnico del movimiento talibán.
En setiembre del 2001, luego del atentado de las Torres Gemelas, y debido a las presiones norteamericanas sobre el gobierno pakistaní que no escondía sus simpatías por Estados Unidos, los pashtunes con frecuencia hacían manifestaciones presionando al gobierno para que prohibiera el ingreso de los americanos a Afganistán a través de Pakistán. En dichas manifestaciones participaban también los talibanes refugiados en Pakistán luego de que el grupo armado islamista de la Alianza del Norte lograra vencer al régimen talibán, y Patricia aprovechó su presencia para entrar en contacto con ellos sospechando que le resultaría más difícil hacerlo una vez en Afganistán.
Desde Lima, la consigna era clara: a El Comercio llegaban a través de las agencias de noticias los hechos bélicos, atentados, avances y retrocesos de cada bando, pero lo que su editora esperaba de ella era aquello que no aparecía en los cables, lo que las agencias no quieren o no pueden cubrir por necesidad e inmediatez. Quería una cobertura centrada en la población civil. Quería historias humanas, historias de vida de gente anónima. Con el rótulo de corresponsal de guerra y un subtítulo de enviada especial para el diario El Comercio, la labor de Patricia habría de centrarse en las víctimas, eternas olvidadas de los conflictos. Venía de Humanidades, siempre había querido escribir, tenía el perfil y la fortaleza de carácter. Estaba lista.
En su mente, había de por medio una cuestión de responsabilidad que abarcaba también su condición de mujer. Pensaba: quien confía en mí es una mujer; si fallo, nunca más van