Betty. Tiffany McDaniel

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Betty - Tiffany McDaniel Sensibles a las Letras

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para sostenerla sobre la cabeza de ella. Mamá dejó que la llevase al árbol.

      —No durará mucho —dijo él mientras se guarecían bajo el denso manto de las ramas del nogal.

      Sacudió las gotas de lluvia de la colcha antes de tocar la áspera corteza del árbol.

      —Los cheroquis cocían esta corteza —le dijo—. A veces para curar enfermedades, pero también como alimento. Está dulce. Si la pones a bullir con leche, sale una bebida que…

      Antes de que pudiese terminar, ella pegó sus labios a los de él y le dio el beso más dulce que le habían dado en su vida. Se metió la mano por debajo del vestido para bajarse las bragas deshilachadas. Él se la quedó mirando asombrado, pero era un hombre, después de todo, de modo que dejó las setas a un lado. Cuando extendió la colcha en el suelo, lo hizo despacio por si ella quería cambiar de opinión.

      Una vez que ella se echó en la colcha, él también se tumbó. A su alrededor, las mazorcas de maíz se erguían como cohetes en los campos mientras él y ella se olían sin llegar a enamorarse. Pero no hace falta amor para que algo crezca. Dentro de unos meses, ella ya no podría esconder lo que se desarrollaba en su interior. Su padre —el hombre al que yo llamaría abuelo Lark— reparó en que le estaba creciendo la barriga y le pegó varias veces en la cara hasta que le sangró la nariz y vio las estrellas. Ella llamó a gritos a su madre, que se quedó quieta mirando.

      —Eres una puta —le dijo su padre al tiempo que se quitaba el grueso cinturón de piel del pantalón—. Lo que crece en tu barriga es un pecado. Debería dejar que el diablo te comiera viva. Esto es por tu bien. No lo olvides.

      Le atizó en el abdomen con la hebilla metálica del cinturón. Ella cayó al suelo protegiéndose la barriga lo mejor posible.

      —No te mueras, no te mueras, no te mueras —susurró al niño que llevaba dentro mientras su padre le pegaba hasta que quedó satisfecho.

      —Ya se ha hecho la obra de Dios —dijo él, introduciendo el cinturón por las presillas del pantalón—. Bueno, ¿qué hay para cenar?

      Más tarde, esa misma noche, ella posó la mano en su barriga y tuvo la certeza de que la vida seguía. A la mañana siguiente, fue a buscar al hombre de las setas. Era el verano de 1938, y una mujer embarazada debía tener marido.

      Cuando llegó al cementerio, echó un vistazo al espacio diáfano antes de hallar a un hombre cavando una tumba de espaldas a ella.

      Allí está, pensó para sus adentros mientras se acercaba entre las hileras de piedras.

      —Disculpe, señor.

      El hombre se volvió, pero no era él.

      —Perdone. —Ella apartó la vista—. Creía que era otra persona. También trabaja aquí cavando tumbas.

      —¿Cómo se llama? —preguntó el hombre, sin dejar de trabajar.

      —No lo sé, pero puedo decirle que es alto y flaco. Pelo moreno, ojos marrón oscuro…

      —¿Piel también oscura? —El hombre clavó la pala en la tierra—. Ya sé a quién se refiere. Lo último que sé es que lo contrataron en la fábrica de pinzas que hay en las afueras del pueblo.

      Ella se dirigió a la fábrica de pinzas y se quedó fuera de la verja. A mediodía, cuando sonó la sirena, los hombres salieron del edificio a almorzar. Ella lo buscó entre la multitud de camisas azules y pantalones de un azul más oscuro. Por un momento, pensó que no estaba allí. Entonces lo vio. A diferencia de los otros hombres, él no tenía fiambrera. Se lió un cigarrillo, lo encendió y se alimentó de su humo paseando la vista por las copas de los árboles.

      ¿Qué mira?, se preguntó ella mirando también las hojas que se mecían al viento.

      Cuando bajó la vista, él la estaba mirando.

      ¿Esa es la chica?, se preguntó él. No estaba seguro. Había pasado tiempo. Además, ahora tenía morados en la cara que le ocultaban las facciones. Y desde luego los ojos hinchados no ayudaban a identificarla. Entonces vio la forma en que el cabello le ondeaba como barba de maíz sobre las orejas y supo que se trataba de la chica de la lluvia. La chica que después se había puesto rápidamente las bragas.

      Se fijó en cómo posaba la mano con mucha delicadeza sobre su barriga, que no era tan plana como él recordaba. Expulsó suficiente humo para ocultar su rostro y volvió a la fábrica. El olor a madera, el sonido chirriante de la sierra y el polvillo que inundaba el aire como constelaciones de estrellas no hicieron más que retrotraerlo a aquel momento en el cementerio. Se acordó de la lluvia y de cómo caía entre las ramas del árbol y salpicaba las pupilas de la chica, para luego acumularse en el rabillo de sus ojos y correr por sus mejillas.

      Cuando la sirena que anunciaba el final de la jornada sonó horas más tarde, él salió delante de los demás hombres. Vio que ella no se había ido. Estaba sentada en el suelo enfrente de la verja de hierro de la fábrica. Tenía cara de cansancio, como si hubiese estado en un millón de funerales y en todos hubiese sido la única portadora del féretro. Se levantó a medida que él se acercaba.

      —Tengo que hablar con usted.

      A ella le tembló la voz mientras se limpiaba el polvo de la parte trasera de la falda.

      —¿Es mío?

      Él señaló su barriga antes de empezar a liar otro cigarrillo.

      —Sí —se apresuró a responder ella.

      Él siguió un pájaro con la vista por el cielo y luego volvió a ella y dijo:

      —No es lo peor que he hecho en mi vida. ¿Tiene una cerilla por casualidad?

      —No fumo.

      Terminó de liar el cigarrillo y se lo puso detrás de la oreja.

      —Trabajo hasta las cinco todos los días —dijo—. Pero me dan una hora para comer. Iremos al juzgado. Es lo máximo que puedo hacer. ¿Le parece bien?

      —Sí.

      Ella hundió el dedo gordo del pie descalzo en la tierra entre los dos.

      Él empezó a contar sus morados en silencio.

      —¿Quién se los ha hecho? —preguntó.

      —Mi padre.

      —¿Desde cuándo vive el diablo en el corazón de su padre?

      —Toda mi vida —contestó ella.

      —Pues un hombre que pega a una mujer solo me despierta rabia. La rabia que deja un sabor en el fondo de la garganta. Y no vea lo mal que sabe. —Escupió al suelo—. Perdone el gesto, pero no puedo guardarme algo así. Mi madre siempre decía que un hombre que maltrata a una mujer camina torcido, y un hombre que camina torcido deja una huella torcida. ¿Sabe qué vive en una huella torcida? Solo cosas que prenden fuego a los ojos de Dios. A mí no se me dan bien muchas cosas, pero sí sé descargar mi rabia. Como es su padre, no lo mataré si usted no quiere. Respetaré sus deseos, de verdad. Pero pronto será mi esposa, y no valdría un comino como marido si no le pusiera la mano encima al hombre que se la puso a usted.

      —¿Qué

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