¡La calle para siempre!. oscar a alfonso r

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son hombres. Algunos psicólogos ecuatorianos sostienen que tal proporción bordea el 70% y que ello se debe, en especial, a cierto rasgo de la cultura patriarcal en la que los vínculos afectivos de los hijos se establecen con la madre, porque el padre proveedor del ingreso familiar siempre estará ocupado o cansado para afianzarlos (Mosquera, 2012). Una relación tiránica entre padres e hijos incrementa la posibilidad del abandono y hasta el desahucio en la vejez, ante la ausencia de sentimientos como el del respeto ganado o la solidaridad, aflorando en cambio el odio y la venganza. El desahucio ocurre en ocasiones con el despojo subrepticio de los bienes del adulto mayor, orquestado generalmente por los hijos con el auxilio de otros familiares quienes, recurriendo al engaño y a la suplantación, usurpan su propiedad, a sabiendas de que incurren en el delito de abandono agravado con el de defraudación mediante el abuso del adulto mayor en condiciones de inferioridad, prescritos en el capítulo sexto del título primero, y sexto y séptimo del título segundo del Código Penal.

      En los Estados que han perdido el monopolio en el uso de la fuerza, así como aquellos que abusan de ella, el propósito fundante de la preservación del imperio de la ley es relegado a un segundo plano ante el embate de los que imponen sus criterios a sangre y fuego. El desarraigo que sobreviene a fin de preservar la vida es un determinante de la habitanza de la calle cuando las víctimas del conflicto no encuentran el amparo en los lugares de destino.

      Interno. La exagerada prolongación temporal del conflicto interno armado ocasiona la ampliación de su cobertura territorial y, además, su degradación. El mayor contingente de víctimas es la población que, en evidente estado de indefensión, es objeto de los grupos violentos armados. Siendo el propósito estratégico de tales grupos el ensanchamiento de su dominio territorial que facilite su accionar y, a la vez, el desplazamiento del enemigo, la propiedad de los habitantes de las zonas rurales de las regiones desarticuladas de los procesos de desarrollo se configura como el principal botín de una gesta desigual, cuyo fragor llama la atención de testigos que los violentos procurarán silenciar. El despojo ilegal de la propiedad bajo amenaza de muerte, y la persecución de los testigos de los crímenes de los violentos, producen el desplazamiento forzado que, con el paso del tiempo y el recrudecimiento de ese accionar, involucra al resto del país (Alfonso, 2014, pp. 243-325).

      El cruce de fuego entre facciones en combate ocasiona el desplazamiento masivo de la población residente en esas zonas que por lo general se agrupan para emprender el éxodo hacia la cabecera municipal más próxima en busca de resguardo y protección temporal. La amenaza selectiva ocasiona el desplazamiento de personas y sus hogares de manera aislada, optando el grupo familiar por la cabecera más próxima cuando, de forma similar a los hogares víctimas del desplazamiento masivo, abrigan la esperanza del retorno a su parcela. Por el contrario, entre los que deciden desplazarse hacia las metrópolis prevalece la idea del cambio de residencia permanente, contándose dentro de ellos un amplio número de hogares cuyos miembros han sido testigos de los crímenes de los violentos y, por ello, víctimas de sus afrentas (Alfonso, 2015, pp. 36-58). Las metrópolis son las principales receptoras de esta última modalidad de desplazamiento, pues allí es posible reconstruir un proyecto de vida, pero en un hábitat diferente. Al interior de las metrópolis también ocurren procesos violentos de desplazamiento originados en el desarrollo de economías ilegales, como también en prácticas predatorias asociadas a la renovación del acervo inmobiliario en el que grupos criminales coluden con políticos, funcionarios de la administración local y de la policía (Pérez y Velásquez, 2013 pp. 463 y ss.; Galindo, 2018).

      La informalidad urbana cumple la función social de acogida habitacional a la población desplazada no cubierta por los programas nacionales y distritales, entablándose relaciones de reciprocidad, positiva o negativa, en el submercado de alquiler (Sáenz, 2015: 289) a partir de vínculos de amistad, parentesco o de garantía de un tercero. En ausencia de tales vínculos, o debido a los conflictos intra e interfamiliares al interior de los inquilinatos, sobreviene un segundo desplazamiento forzado que remite al afectado a la habitanza de la calle.

      Externo. Fenómenos como la inexistencia de la garantía del Estado a los derechos civiles de las personas, la inestabilidad económica y la amenaza de grupos armados paraestatales a etnias y comunidades frágiles, ocasionan el miedo, el hambre y el desarraigo de amplios contingentes de población que engrosan una diáspora a la espera de refugio en alguna nación amistosa que los reciba con los brazos abiertos. La estrechez del mercado de trabajo local y la aversión a las sociedades multiculturales se evidencian a los ojos de los refugiados como las principales barreras para insertarse amigablemente en la sociedad receptora. La discriminación laboral torna a los menos calificados en objetos de explotación, mientras que la xenofobia y el racismo los confina a los extramuros de las metrópolis, y la ausencia de vínculos de amistad y de parentesco los fragiliza a diario, contexto de vida dura que pone en duda aquel propósito fundante de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, según el cual se promete a todas las personas unos derechos económicos, sociales, políticos, culturales y cívicos que sustenten una vida sin miseria y sin temor (Naciones Unidas, 2015, p. vii).

      La segregación residencial confina al grueso de las diásporas a lugares inhóspitos, en los que el miedo latente ocasionado por la posibilidad de la extradición es atenuado por la solidaridad entre personas que afrontan la misma situación de ilegalidad, tal como ocurre en Lavapiés, barrio de Madrid de acogida a la diáspora senegalesa (Barroso, 2018). En la isla de Lampedusa el riesgo de deportación por parte de las autoridades italianas es mayor para los africanos que para los provenientes del Medio Oriente (Oller, 2017), por ejemplo. Los tratos crueles, inhumanos y degradantes que se prescriben en el artículo 5º de la Declaración desde 1948, son los que afloran a diario, quedando la vida en la calle como la alternativa de sobrevivencia de quienes buscan refugio y no gozan de amparo estatal, como tampoco de vínculos amistosos que hagan más llevadera su vida.

      El sentido común sugiere que los habitantes de la calle lo son por ser drogadictos, puesto que allí el acceso y el consumo a los fármacos es tolerado. El uso y el abuso de los psicoactivos que, inevitablemente deteriora su semblante y su conducta, ha reforzado esta idea hasta degradarla en el uso corriente del calificativo “desechable” o “marginal”. Sin embargo, cuando se indaga por las razones de la adicción a las drogas, es una idea surgida de un mal sentido común. Habitar en la calle implica la exposición al hambre, a los vaivenes del clima por estar a la intemperie, especialmente al frío, y a los avatares de la llegada del día y de la noche, además del miedo resultado de las amenazas de muerte provenientes de las “manos negras” de los promotores de la mal llamada “limpieza social”, o de sus compañeros de desgracia.

      Nieto (2011) procuró identificar los principales predictores del nivel de consumo de drogas en el ciclo vital de habitantes de calle de Bogotá, así como las posibles diferencias de consumo entre niños y adolescentes en situación de calle de Bogotá y algunas ciudades de Brasil. Los habitantes de calle tienen características que varían significativamente a través del tiempo y, por ello, la identificación de

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