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del entorno que las moldean. Revisemos dos situaciones.

      En medio de las flaquezas de los sistemas sanitarios en el mundo, consistentes en la escasez de profesionales de la salud, de medicamentos y de instrumentos para atender la pandemia del SARS-CoV-2, no resultó sorprendente que ante la avalancha de urgencias los facultativos se enfrentaran a la elección de a quién dedicar esas capacidades. Las salas de urgencias se tornaron en la aduana para ingresar a las unidades de cuidado intensivo. Allí llegaron los que a juicio de los galenos tenían más posibilidades de sobrevivir, y los demás terminaron más temprano que tarde en los tanatorios. Los médicos tomaron esa decisión, pero hubieran preferido no hacerlo, y entre algunos de ellos comenzó a experimentarse de manera temprana el estrés que se agudizará en el futuro por la convicción de haber tomado una decisión injusta. Este ejemplo ilustra lo que es una libertad formal que, en la práctica, es una no-libertad.

      Otro ejemplo es el del conjunto de habitantes de un lugar que es objetivo militar en el fragor de alguna guerra que, sabiendo que ello les significa pérdidas de bienestar, e incluso de la vida, deciden no abandonarlo (Sen, 1998 citado por Jiménez, 2016, p. 7). Esas personas tienen la posibilidad de emigrar en busca de amparo y, sin embargo, no lo hacen a pesar de que tienen las facultades para juzgar lo que ponen juego en términos de bienestar. Si se abstienen de huir a pesar de que preferirían hacerlo, es porque debe haber una metapreferencia como la de ser patriota. “Hubiera preferido huir, pero no lo hago porque soy patriota”, plantea la cuestión de si esa conducta perdurará aun cuando cese el conflicto bélico. La ausencia de conflicto sería el ideal óptimo individual, salvo que es un estado que se alcanza a una escala diferente a la de aquella en donde se realizan las elecciones individuales.

      Las libertades formales se tornan conflictivas cuando los entornos sociales, además de obstaculizarlas, refuerzan las inclinaciones de las personas a prescindir de aquello que a su juicio tiene valor, y a tomar decisiones privativas de su bienestar, tanto en el tiempo presente como en el venidero. Es decir que las instituciones que limitan la libertad real, aquellas que constriñen el acto libre, son de superior jerarquía porque moldean las conductas individuales.

      ¿Es factible que alguna persona valore positivamente la habitanza de la calle? Así como los médicos decidieron dedicar su atención a ciertas personas y a otras no, pero hubieran preferido no hacerlo, o como los patriotas que decidieron no huir, aunque habrían preferido no hacerlo, los habitantes de la calle optan por esa circunstancia extrema, a pesar de que prefieran el amparo de la familia en lugar de la desesperanza de vivir a la intemperie, de soportar hambre y de convivir con el estrés resultante de las amenazas de muerte. Las causas de la habitanza de la calle deben buscarse, como se mostrará a lo largo de este libro, en el entorno social.

      En la segunda parte se presentan los resultados de la investigación con un énfasis espacial: el centro tradicional de Bogotá. Preciso que es un énfasis, y no un estudio de caso, pues en sus resultados están considerados los habitantes de la calle de esta metrópoli, y los resultados atañen a tal universo. La congregación de la mayor proporción de habitantes de la calle en el centro tradicional –el 57,9%–, y la existencia de lugares emblemáticos, tales como El Cartucho, El Bronx y Cinco Huecos, entre otras razones, alentaron los esfuerzos para indagar por sus particularidades. El desplazamiento reciente hacia Puente Aranda, en especial hacia el canal Comuneros, exigió una mirada complementaria a lo que ocurre en La Candelaria, Santa Fe y Los Mártires.

      Los determinantes de la habitanza de la calle en el centro tradicional se presentan en perspectiva histórica como contexto, pero, también, como evidencia de su perennidad. La proliferación de los inquilinatos, de las “ollas” y del genocidio de los habitantes de la calle son fenómenos que se imbrican como en ningún otro lugar de la metrópoli para desencadenar dinámicas de realimentación positiva, esto es, de crecimiento del fenómeno.

      Detrás del síndrome de Diógenes, de esa apariencia demacrada y descuidada de los habitantes de la calle, se esconde su envejecimiento temprano. La dureza del asfalto y de la intemperie alteran el ciclo vital. La pérdida de las facultades físicas y mentales, que normalmente sobrevienen hacia los 80 años de edad, entre los habitantes de la calle aparecen a los pocos meses de practicar la habitanza, dependiendo del sexo de la persona y de la etapa del ciclo de vida por la que atravesaban cuando llegaron a la calle. La demanda de cuidados se anticipa años, quizás décadas, y ello exige que la política pública preste especial atención al tratamiento.

      El asesinato de los habitantes de la calle en razón del odio que les profesan los aporocidas ocupa un lugar neurálgico de esta exposición. Al considerar a los habitantes de la calle como un grupo social específico, sus tasas de homicidio equivalentes por 100.000 habitantes son brutalmente más elevadas que las de Bogotá, y que las de Colombia. Esa brutalidad no es, ni mucho menos, una expresión grandilocuente; por el contrario, señala la existencia del genocidio como práctica regular. La escala adquirida por el aporocidio de los habitantes de la calle, así como el uso indiscriminado del peyorativo término de la “limpieza social”, son las evidencias más conspicuas de un fenómeno societal; esto es que, a pesar de sus magnitudes y trascendencia social, no ha adquirido la connotación política necesaria para ser enfrentado colectivamente.

      Pregúntese ahora por la habitanza de la calle para las mujeres, por la manera como enfrentan la llegada de menarca y, de allí en adelante, cómo gestionan su menstruación. La higiene no está a su alcance. ¿Y la llegada de la menopausia en la calle? No es arbitrario que estas situaciones, inmanentes al sexo femenino, se hayan estudiado desde una perspectiva tan pertinente y provocadora como la de la infranqueabilidad histórica de la sociedad patriarcal pues, de otra forma, no se podría dar cuenta del feminicidio, desenlace fatal de las omisiones en una sociedad permisiva y tolerante con el abuso y el desprecio a las mujeres.

      Como ya se advirtió, sobre la toxicomanía de los habitantes de la calle se han elaborado los preconceptos y generalizaciones más perniciosas y, por tanto, menos esclarecedoras del fenómeno. Muchos de los habitantes de la calle conocieron los efectos de su consumo en su habitanza de la calle, sin experiencia previa, y son cientos de ellos los que por más años de habitanza en la calle no las consumen. De nuevo, el tratamiento diferenciado es ineludible para cualquier política pública sobre habitanza de la calle. Pero existen particularidades, y no son pocas ni de menor calado social. Los alucinógenos que consumen para engatusar el hipotálamo ante las señales de frío, hambre, dolor, angustia y temor sobrevinientes a la vida a la intemperie, son de mala calidad. Es un mercado de tóxicos para pobres y, por tanto, más peligroso para la salud de quien los consume. Al no poder comprar las 20 o más papeletas de basuco, está el chámber, por ejemplo, y con esa sustitución el riesgo de la ceguera. Hay una decena de sustitutos semejantes, lo que torna impensable por más alteridad que queramos, un síndrome de abstinencia tan doloroso y desesperante.

      La tercera parte es propositiva y reúne tres aproximaciones complementarias. La primera es la de las experiencias internacionales, parcialmente introducidas en el primer capítulo, pero desarrolladas con mayor profundidad con la idea de propiciar un aprendizaje sobre las innovaciones, obstáculos y alcances de las intervenciones en ciudades centrales y del subcontinente latinoamericano.

      En el tratamiento jurídico a la habitanza de la calle, su aproximación histórica, más allá de perseguir la identificación de alguna línea jurisprudencial, pone en cuestión varios preceptos que, en su momento, asumieron los jueces constitucionales como regla de decisión. La “sociedad protectora”, por ejemplo, persistió por mucho tiempo, quizá demasiado, entronizada en la visión peligrosista del habitante de la calle, hasta que la consagración del Estado Social de Derecho en la Constitución Política de 1991 instauró un nuevo lenguaje sobre la dignidad, el libre desarrollo de la personalidad y la garantía del Estado a los derechos fundamentales de los colombianos, desarrollándose el criterio del conocimiento informado como fundamente de sentencias de trascendencia socio-jurídica y política.

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