Distancia social. Daniel Matamala
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A esas alturas, sin embargo, Cubillos ya enfocaba sus esfuerzos en otro tema. Ante los preocupantes casos de violencia, especialmente en colegios emblemáticos del centro de Santiago, lanzó el proyecto de ley “Aula Segura”, que permitía la expulsión inmediata de estudiantes acusados de protagonizar actos de violencia, sin esperar el resultado de una investigación interna. El gobierno “va a perseguir con toda la fuerza de la ley a aquellos delincuentes y violentistas que, disfrazados de estudiantes, sin respetar a nada ni a nadie, pretenden causar un clima de terror”, aseguró Piñera. La ley fue rápidamente aprobada en el Congreso, con algunas modificaciones para establecer un sumario exprés de quince días antes de concretar la expulsión.
Pero el clima de violencia, tensión, represión y soplonaje solo aumentó en los liceos emblemáticos. Desde junio de 2019, Fuerzas Especiales de Carabineros irrumpieron periódicamente en el Instituto Nacional, instalándose como una especie de fuerza de ocupación en sus techos. En la primera quincena de octubre, los casos de estudiantes golpeados y detenidos en los pasillos del colegio ya eran rutinarios.
La violencia en los colegios, con periódicos enfrentamientos entre carabineros y “overoles blancos”, con gaseo de estudiantes en sus salas de un lado y lanzamiento de mólotovs del otro, fue un factor fundamental para encender la chispa de los torniquetes. El nivel de virulencia que se había incubado quedó claro en los primeros días del estallido, cuando carabineros entraron disparando balines contra las alumnas del Liceo 7.
Distancia social
Sabemos lo que pasó después: el alza de 30 pesos, los torniquetes, el fuego, la pizza, la declaración de guerra, los alienígenas, las marchas, la esperanza y la violencia. El acuerdo constitucional, la pandemia y un término que adquirió el doble significado que bautiza este libro.
Distancia social.
La epidemia del Covid nos hizo hablar de la distancia social como medida sanitaria, al tiempo que los acontecimientos políticos mostraban una cara distinta de la distancia social, esa que, como escribí en octubre de 2019, da cuenta de una clase dirigente atrincherada, en oposición a la cual irrumpe “un momento populista, en la correcta definición del término: la percepción de una división de la sociedad entre una élite corrupta y un pueblo virtuoso (…) un colectivo que se define por oposición a todo lo que representa la clase dirigente”.
Esa distancia social tuvo su expresión masiva en la marcha del 25 de octubre de 2019, cuando un mar sin orillas de chilenos desbordó Santiago y otras ciudades. Y su traducción electoral exactamente un año después, en el plebiscito del 25 de octubre de 2020, cuando el Apruebo al proceso constituyente ganó con el 78% de los votos y se impuso en todas las comunas del país, con solo tres excepciones significativas: Las Condes, Vitacura y Lo Barnechea.*
Esa fractura y sus consecuencias son el núcleo de las siguientes páginas, que reflejan a una sociedad enfrentada a una paradoja: la de intentar restañar ese profundo quiebre social al tiempo que debe confinarse y guardar distancia, un retiro físico que impide el diálogo directo entre sus miembros. Una sociedad en medio de una pandemia que está produciendo una crisis de salud, económica y de empleo devastadora, y que ha puesto de relieve lo más profundo del quiebre social: que en esta tormenta no vamos todos en el mismo barco.
Las heridas ya están tan expuestas que son imposibles de disimular. Ese verano de autocomplacencia en Cachagua ha quedado atrás.
Y este reconocimiento del problema, esta evidencia inocultable de la distancia social que nos separa, es un primer paso –doloroso, pero necesario– para remediarla.
La violencia
En 1948, el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán generó el Bogotazo, uno de los estallidos paradigmáticos de las ciudades de la furia de América Latina: el Cordobazo argentino en 1969, el Caracazo venezolano de 1989, el Santiagazo chileno de 2019.
Con el Bogotazo comenzó un período histórico que los colombianos bautizaron con un nombre que lo dice todo: La Violencia. En estos días en que Colombia imita la protesta chilena, en su arista pacífica cantando «El baile de los que sobran» y también en su reguero de vandalismo contra el transporte público, conviene dar vuelta la mirada y sacar lecciones de La Violencia.
De la rabia pura del Bogotazo se pasó al enfrentamiento entre milicias liberales y conservadoras. Luego, la violencia mutó a agentes de terrorismo del Estado, guerrillas marxistas como las FARC, bandoleros rurales, delincuentes comunes, carteles de narcotráfico como los de Cali y Medellín, paramilitares de derecha como las AUC, facciones irregulares del gobierno, tropas privadas, insurgentes urbanos como el M-19… Todos estos conflictos tuvieron su origen en una sociedad que cayó en la trampa de legitimar la violencia, primero porque había un crimen que vengar y una rabia que expresar; luego, porque había un enemigo subversivo al que enfrentar o una sociedad mejor que implantar, y también porque había un jugoso negocio que aprovechar.
Chile se enfrenta a la misma trampa: creer que la violencia es una herramienta que puede utilizarse a voluntad. Una llave que se abre para alcanzar ciertos objetivos como la justicia social o la restauración del orden público, y que luego, logrados ellos, se cierra sin más.
Pero la violencia no es una llave; es una criatura de Frankenstein que toma vida propia, que deja de ser un instrumento y se convierte en un fin en sí mismo. La violencia es una forma de vida que pervive luego de que su causa original se extingue. Eso lo sabemos en América Latina, donde revolucionarios marxistas y represores de dictaduras por igual terminaron reconvertidos, e incluso aliados, como secuestradores extorsivos, asaltantes de bancos o soldados del narcotráfico.
Esta violencia, por cierto, no salió de la nada: lleva décadas de lenta cocción frente a nuestros ojos.
Hace tiempo que las barras bravas subyugan barrios completos, dominan por el terror el entorno de los estadios de fútbol, someten por el miedo a deportistas e hinchas y secuestran el transporte público. Nada de eso habría sido posible sin su relación de mutua conveniencia con actores del poder que han aprovechado a los barristas como punteros de campañas políticas y aliados comerciales. Ni hablar de los tentáculos del narcotráfico y su extendido dominio sobre zonas enteras de Santiago, donde sustituyen al Estado y al mercado como proveedores de seguridad y empleo, con soldados adiestrados desde niños en el uso de la violencia. Desde ahí construyen vínculos con el poder, como vimos en la elección interna del Partido Socialista.
Son negocios que se nutren del abandono social. De la decadencia de instituciones que proveían sentido de pertenencia, como las juventudes de partidos políticos o la iglesia católica. Y del fracaso de la sociedad en ofrecer un futuro a los adolescentes vulnerables. Esa violencia estructural, subterránea, explica los incendios y los saqueos, pero no debe disculparlos. Y esa delgada línea entre entender un fenómeno y justificarlo parece más borrosa que nunca hoy.
La barbarie policial que ha dejado a más de 200 chilenos con lesiones oculares es otra expresión de una sociedad brutalizada. Un general de Carabineros la justifica diciendo que, en la represión, como en la quimioterapia, “se matan células buenas y células malas”. Es una versión 2019 de la infame meta de “extirpar el cáncer marxista”. Cuando los agentes del Estado ven al otro como una enfermedad o un parásito, su enajenación social los convierte en un peligro.
No debemos elegir entre mano dura y mano blanda, entre tolerar el vandalismo o violar los derechos humanos. Lo que necesitamos para frenar la violencia es un Estado eficiente