Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel
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Bresson debió recorrer un largo trecho en el cine francés convencional antes de llegar a sus concepciones. Sus primeras películas abundan en diálogos literarios de autores reconocidos, como Giraudoux en Les anges du péché (Los ángeles del pecado, 1943) y Cocteau en Les dames du Bois de Boulogne (Las damas del Bosque de Boloña, 1945) e iluminación dramatizada. Estos rasgos aparecen ya atenuados en el Journal d’un curé de campagne (Diario de un cura rural, 1950), adaptación de la novela de Georges Bernanos. No es casualidad que su concepción de la cinematografía y el espíritu cristiano del novelista converjan en esta película. Un joven cura ha llegado al pueblo de Ambricourt. Cuenta en su diario íntimo sus desventuras para ser aceptado en la parroquia del pueblo que le ha sido asignado y su afán por cumplir su misión. Desnutrido e hijo de padres alcohólicos, su presencia encarna el sufrimiento: por su salud siempre quebrantada, su extrema frugalidad, el menosprecio de la gente y la indiferencia hacia la religión que profesan. Contrasta el soliloquio que escuchamos mientras escribe su diario con la opulencia de la arrogante familia del conde. La condesa, la única persona en apreciarlo, muere de un infarto horas después de la intensa conversación en que él logró devolverle la fe. Se le incrimina al cura un crimen que no cometió. Pronto se le diagnostica un cáncer al estómago, resultado de su permanente mortificación y ayuno de pan y vino. Finalmente, al morir en el refugio de Dufréty, un ex sacerdote que lo acoge, expira diciendo “qué más da, todo es Gracia”. Pese a su tono depurado es aún una puesta en escena convencional de climas dramáticos con fondo musical y abundante diálogo, pese a lo cual consigue un retrato distanciado de la santidad. La oposición entre mundanidad y santidad valoriza el sufrimiento, haciendo del perdedor, del pobre y humillado, un héroe. Si el cura de Ambricourt termina ofreciendo su vida por los otros, inmune al pecado que lo rodea, los héroes de otras películas sí sucumben; se entregan al mal y a la crueldad, sin que empero de ellos desaparezcan cierta inocencia e indefensión esenciales en todo ser vivo. Para Bresson esas marcas simples de humanidad quizá la expresan mejor las parcas presencias de los actores no profesionales. Después de la experiencia del Diario… optó por “modelos” con poca o ninguna experiencia actoral, convirtiéndose en una regla escasamente trasgredida.11
A partir de Pickpocket (El carterista, 1959), inspirada, más que adaptada libremente de Crimen y castigo de Fedor Dostoievski, su obra alcanza un grado mayor de depuración formal. Michel es un joven carterista dedicado obsesivamente a la técnica y a la disciplina del uso de las manos para robar billeteras. Pese a haber sido detenido y liberado, y sin prestar atención a la enfermedad mortal de su madre y a la preocupación de Jeanne, la única persona que lo quiere, persiste en su oficio, afirmando sus sentimientos nietzcheanos de superioridad. La preparación minuciosa del robo, los ruidos mínimos del momento en que ocurre, las manos que extraen, los brazos que se extienden, las miradas inocentes, el paso desenvuelto del carterista alejándose con disimulo de su presa son los referentes de una estrategia de montaje de fragmentos para observar lo no visto y prestar oídos a lo subrepticio, como si detrás de las tramas de héroes y bandidos hubiese un subtexto opaco de vida interior. Para Bresson lo sórdido del carterista no consiste en sus robos como tales, sino en la soledad que lo envuelve, de la que nace una entrega casi ascética al delito, en que los billetes reemplazan a los sentimientos y la omnipotencia a la moral. Michel termina entre rejas, y desde ahí tiene –como Raskolnikov– la oportunidad de arrepentirse al descubrir su amor por Jeanne cuando esta lo visita. Por el lugar que asigna al cristianismo, el cine de Bresson se aleja de las narraciones occidentales más convencionales. Y no se trata de tramas o “mensajes” religiosos. Es la radical humanización de las ocurrencias y de los personajes, precisamente exonerados del afán de seducir (o del glamour) artificioso de las puestas en escena pensadas en función del éxito. Tal como en El diario de un cura rural, en Pickpocket subsisten algunos elementos de cine “literario”, como los soliloquios, la escritura del diario y el recogimiento cristiano connotado por la música de Jean-Baptiste Lully, a diferencia de su última película, L’argent (El dinero, 1983).
Amparado por el reconocimiento de la crítica y del público pero inmune a la vanidad del gran espectáculo, Bresson adapta esta vez otro texto ruso, El billete falso, un cuento de Tolstói. Como en Pickpocket, Bresson se refiere a la mediación del dinero entre los hombres, pero aquí no se trata de su apropiación sino de su circulación como vehículo de difusión del mal. Dos adolescentes ricos inician una cadena de pagos con dinero falso que pronto culmina en la detención de un inocente estafado, Yvon Targe, modesto trabajador y padre de familia. Yvon es juzgado y absuelto por carecer de antecedentes, pero el germen del mal queda sembrado en él. Se integra a una banda de asaltantes para ser nuevamente atrapado y esta vez sí encarcelado. El universo de la prisión es de un intenso sufrimiento sin redención. Yvon no tiene a una Jeanne como Michel en Pickpocket; su esposa Elise lo abandona y lo deja sumido en la soledad absoluta en medio de la burla de los otros presos. Por un arrebato contenido de violencia en el refectorio es sometido a confinamiento, donde intenta suicidarse. Al cumplir su condena sale ya encaminado hacia el mal. Asesina a los administradores del hotelucho en el que pasa su primera noche de libertad. Encuentra a una mujer mayor que lo alberga generosamente en su casa. Ella y su padre, un pianista alcohólico, son muertos a hachazos. En un brevísimo desenlace, Yvon entra a un café y al ver a unos policías les confiesa su crimen y se entrega.
Tal como el cura de Ambricourt y Michel, Yvon es, para la observación de Bresson, víctima de un mundo trágico en que el egoísmo y el dinero, su emblema, están en alza ante el deterioro de la espiritualidad. El bien y el mal no existen separados, pues la furia del crimen se aloja inevitablemente en el alma de los desamparados. Hay una honda religiosidad en la mirada de Bresson; no apunta ni a la crítica social ni a maniqueísmos simplistas. La po-seen la compasión crística hacia los pecadores y la necesidad del perdón. Al ser L’argent su película más extrema y acabada, requiere de formas impecablemente simples, opuestas a la seducción del espectáculo. No es una película antidiegética pero sí definitivamente ascética. La cámara se dirige a tomar detalles usualmente inadvertidos (las togas de los jueces, el lavado de sangre de las manos, cuerpos caminando, fragmentados por el encuadre, el humilde frasco de licor escondido por el compañero de celda bajo la almohada tras el brindis casi silencioso, pero lleno de afecto), personajes de gestos y réplicas frías, inánimes, ahí donde podría haber dramatización intensa (la separación de los esposos, el careo policial de Yvon con sus estafadores, la crisis en la cárcel), provocando un cortocircuito en la retórica de la metáfora y la metonimia del relato cinematográfico. La economía de la importancia correlativa de