Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel

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Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos - Javier Protzel

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el cine peruano, al cual prefiero no llamar ‘nacional’, pues ese calificativo le conferiría, de modo implícito, una representatividad que lamentablemente apenas tiene. Al respecto, abordo la relación del cine con la variedad de repertorios simbólicos de un país tan diverso como el Perú, y de un acceso tan desigual. El cine es una práctica simbólica relacionada tanto con algunas performances, sobre todo populares, en las que prima lo presencial y colectivo de lo tradicional y local, así como con la producción mundial contemporánea. De esta localización histórica y social tan lábil, me ha resultado útil la idea de la coexistencia de culturas (y dentro de ellas de las imágenes en movimiento) en el “tiempo he te ro gé neo” del Perú, contrapuesta a las del “tiempo homogéneo y vacío” de los Estados-nación a la europea, cuyas ciudadanías e identidades son herederas directas de la Ilustración, y sus repertorios simbólicos han sido más estandardizados por sus industrias culturales. Me ha interesado también destacar, a falta de políticas culturales vigorosas, el poco apoyo del Estado peruano a la cinematografía en comparación con lo que ocurre en Argentina, Colombia o Chile, que explica en parte su escasa con-vocatoria al público nacional. Las razones deben ser vistas en el hecho más amplio de la falta de centralidad del cine dentro de la producción cultural del país. Prima el material importado y el local es a menudo mimético. En general, se adolece de una disociación entre imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos, a diferencia de México y Argentina en sus grandes épocas, y más limitadamente, del Brasil. El Perú no cuenta con grandes héroes fílmicos aunque sí con algunos televisivos. No ha habido quienes como Pedro Infante, Libertad Lamarque o Alfredo Alcón encarnasen personajes que quedarían inscriptos en las memorias colectivas mexicana y argentina.

      Tras esa puesta en perspectiva pasaré al meollo de mi exposición, el análisis de un corpus de unos veinte largometrajes cuyas fechas de estreno se remontan a 1961 y llegan hasta el 2008. El criterio de selección ha sido amplio, cuidando incluir obras que puestas unas al lado de otras reflejen la heterogeneidad de la producción, incluyendo desde cintas mimetizadas en la producción importada hasta las notables, de textura y motivos propios. Dividí la materia en cinco secciones, siguiendo un procedimiento semejante al de la segunda parte, manteniendo también mi empeño narrativo, de “contar” con placer las películas, pues creo que el trabajo intelectual debe transmitir, en casos como este, las emociones del autor. Por ello, debo dejar constancia de que la elección de las películas analizadas en este libro dependió no solo de su pertinencia y su disponibilidad, sino de mi propio gusto.

      Acompaña al texto una selección de fotografías de la mayor parte de los largometrajes estudiados. Aunque algunas de esas imágenes no tengan la calidad que hubiésemos deseado, consideré necesario incluirlas por expresarse en ellas experiencias estéticas y sentidos particulares, irreductibles a la palabra escrita.

      No puedo dejar de agradecer a todos aquellos colegas que con sus sugerencias y críticas me ayudaron, ni a los cineastas amigos que me dieron luces sobre sus propias películas. Escribo pensando en ellos y en quienes como yo nos sentimos comprometidos con el desarrollo de un cine nacional que guste a audiencias amplias.

      Primera parte

      Notas sobre la constitución

      de las narrativas fílmicas y la

      diversidad de las culturas

      En las sociedades urbanas de casi todas las latitudes lo humanamente deseable o aborrecible tiende a cristalizarse en formas arquetípicas, que desde hace cuando menos nueve décadas, y de manera variable según la región o la colectividad de pertenencia, se interrelacionan con las imágenes en movimiento. No obstante, esa gran diversidad es recorrida transversalmente por los invariantes comunes del relato de ficción, que sin ser signo de universalidad alguna, obligan a admitir que la mayor parte de la humanidad –no toda, es cierto– usa la pantalla como una ventana que se le abre como a otra vida, a una en que durante dos horas goza reencontrán-dose con sus pulsiones, trascendiendo la grisura cotidiana para obtener satisfacciones que esta constitutivamente no puede darle. En este capítulo me propongo reflexionar acerca de los vínculos del relato cinematográfico con sus públicos en sus complejas determinaciones mutuas. Los encuentros de la idealidad del referente fílmico con la realidad de su lectura ocurren siguiendo líneas de continuidad o bien de fractura, puesto que película y espectadores pueden perfectamente pertenecer a horizontes culturales distintos, fenómeno generalizado que sin embargo adquiere un perfil propio según el país. Y esto, a la inversa, es indisociable de la producción local, que pese a buscar sus propias miradas no se libra de construir su punto de vista inspirándose en la mirada extraña. Ese contrapunto especular entre lo propio y lo extraño es substancial para comprender la cultura cinematográfica. Por ello, me parece interesante referirme someramente al cine en otros bloques civilizatorios y poder comparar los procesos de formación de los imaginarios fílmicos en países más o menos lejanos y en el nuestro.

      Capítulo 1

      Cine y ensoñación a la luz del psicoanálisis

      El uso indiscriminado de la palabra “imaginario”, concepto clave en este asunto, merece, sin embargo, ser aclarado antes de aterrizar en el Perú y comentar algunos largometrajes. Al haberse convertido casi en un lugar común para designar simplemente el conjunto de significaciones de las que un individuo dispone mentalmente para comprender y valorar una realidad determinada el término ha sido alejado de su base conceptual. Así, un imaginario político incluiría creencias más o menos estereotipadas (o precisamente imaginadas), por ejemplo, sobre el ejercicio del poder y el carácter de los líderes. En esas significaciones hay al menos fragmentos de un implícito relato (corrupción o laboriosidad palaciega, mala o buena fama del líder) cuya figuración mental tiene inevitablemente elementos sensoriales de contornos más o menos borrosos, los visuales y auditivos sobre todo. Sin que nada de esto sea falso, debe precisarse que esas figuraciones mentales resultan de una elaboración muy compleja, tanto en el plano psíquico personal como en el de la cultura, lo cual es pertinente para comprender el funcionamiento social del cine en países heterogéneos como los latinoamericanos. En uno de sus ensayos tempranos, Freud afirmó que los deseos insatisfechos son las fuerzas motrices de las fantasías, las cuales a su vez “corrigen” esas insatisfacciones. En la ensoñación diurna (phantasierend) del adulto o del joven se accede imaginariamente a lo inalcanzable o a lo prohibido. Sacia los impulsos inconfesables con disimulo en el fuero íntimo, a diferencia del niño, que materializa sus fantasías inventándose un mundo propio en sus juegos, libres y abiertamente exhibidos.1 Más que imitar al adulto, el juego le permite a la niña o niño asumir momentánea pero intensamente algunos de sus roles, en particular aquellos en los que más aparecen aversiones o afectos originados en las figuras paterna o materna, y sin dejar de distinguir entre la realidad y lo lúdico, los niños virtualmente se transforman en lo que quisieran ser pero aún no son. Las ensoñaciones diurnas del adulto continúan o substituyen al juego infantil, inscribiéndose en formas comunes pautadas, por cuanto las afinidades culturales también se expresan en las fantasías. Por ello, Freud se refiere a las narrativas más populares, cuyos héroes son omnipotentes y protectores –sal vadores de los débiles en el último instante o destructores de los monstruos más amenazantes– como si mientras más enraizadas y directamente conectadas estén las narraciones en fantasías infantiles (y por cierto, en sueños nocturnos, en los que también se cumplen las fantasías reprimidas, como veremos más adelante) mayor acogida del público tendrán. En esa medida, el narrador de éxito es una especie de soñador profesional, cuyo oficio legitima sus inmersiones en la propia fantasía de la que extrae lo que sus lectores o espectadores van a disfrutar. Pero siempre y cuando no sean simples transcripciones del deseo desnudo e individual, que serían rechazadas, sino una elaboración mediada por la técnica creativa (ars poetica) que atenúe su carácter egoísta. El principio de la estetización le da a la catarsis destructora una tonalidad justiciera, o bien sublima lo doloroso para convertirlo en placentero.2 Sin embargo, y por

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