Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel
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Pese a esa diferencia, Román Gubern subraya que el cine se emparenta con el sueño por la común incapacidad del durmiente y del espectador de modificar o determinar el curso de la historia, cuya precipitación alcanza paroxismos semejantes en las pesadillas y en el cine de terror cuando se ciernen grandes amenazas o peligros.13 Igualmente, el inconsciente no da parámetros a lo verosímil en el sueño como ocurre en el estado de vigilia, lo cual pone al realizador cinematográfico en la libertad de manipular imágenes y sonidos con efectos de sentido semejantes a los de los sueños. Pero lo más interesante de esta última constatación es la independencia de cualquier historia soñada con respecto a sus referentes reales, puesto que los símbolos metonímicos y metafóricos que aparecen en el estado onírico gozan de una autonomía relativa en lo “cultural”, para decir lo menos, lo que nos lleva a otro tema.
En un sueño paso súbita e inexplicablemente del Perú a Afganistán, de la calle en que hoy vivo retrocedo a como esta era hace veinticinco años, pero nada de ello me asombra, como si en el inconsciente no hubiese ni espacio ni tiempo. Claude Lévi-Strauss ha dedicado la mayor parte de su obra a explicar cómo los mitos revelan los diversos sentidos estructurados en lo profundo de una cultura.14 Estos sentidos emergerían hasta en nuestros sueños, estructuralmente determinados por nuestra experiencia cultural y nuestras condiciones de vida. ¿Pero qué ocurre cuando salimos de esas etnias relativamente aisladas que tan prolijamente estudió este antropólogo e ingresamos a las sociedades urbanas de ayer y de hoy, con toda su diversidad de referentes simbólicos, modalidades de modernización y condiciones de vida? Seguramente sus mitos no dejan de estar estructurados, aunque modificándose y admitiendo una miríada de variantes y tensiones, expresión de nuevos miedos y deseos aparecidos por el encuentro intercultural. Gubern observa un vínculo circular entre sueño, cine y mito. Así como el sueño recordado y contado (“editado”) pasa por una elaboración (el Traumarbeit de Freud), la creación del cineasta se genera desde su inconsciente y hace un recorrido de lo latente (la “inspiración”) a lo manifiesto (la obra terminada) que a su vez pasa al inconsciente de cada espectador, que lo integra emocionalmente a sí o no, y eventualmente lo sueña, cerrando el círculo).15 Por ello, la mitogenia del cine (de la ficción audiovisual en general) a menudo retoma, mezcla y difunde elementos provenientes de mitologías y narrativas anteriores (provenientes de la tradición oral, de la literatura o de expresiones iconográficas) que son reelaboradas y difundidas en ámbitos muchísimo mayores.16
Nada de esto ocurre sin conflictos. Hibridarse con lo que seduce y al mismo tiempo se detesta y en todo caso se conoce poco y mal, o identificarse con lo nuevo, que resulta ser más bien su apropiación debido al sesgo impreso por el etnocentrismo perceptivo son algunas modalidades propias de los encuentros interculturales modernos. Puede afirmarse genéricamente que la historia cultural de la humanidad –tomada en su largo desarrollo– comenzó bajo el signo de la inmensa fragmentación que acompañaba a su precariedad material, y que el desarrollo de la técnica en el curso de milenios (agricultura, condiciones, sanitarias, lecto-escritura, transportes, etcétera) disminuyó progresivamente el aislamiento entre los pueblos, cuyas particularidades fueron afirmándose, disipándose o mezclándose según la posición dominante o subordinada que ocupasen unos respecto de los otros. Así, la nutrida migración internacional y los crecientes intercambios desde los años setenta no son más que la última y más intensa etapa de un antiquísimo proceso cuya actual percepción es la de un cambio cualitativo que llamamos globalización o mundialización. No se trata simplemente, según propone Warnier, de una influencia imperialista occidental, sino de cambios más básicos en los estilos de vida inducidos por la irradiación de la industrialización en sus sucesivas etapas, directa o indirectamente, y casi siempre en condiciones de desigualdad y redistribución regresiva.17 La expresión misma “estilos de vida” estaría designando la vecindad y la mutabilidad de las prácticas simbólicas, como si las sensibilidades estuviesen interconectadas entre sí por corrientes subterráneas. Y esto último es sobremanera importante aquí por cuanto atañe al desarrollo histórico del cine, que se extendió muy rápidamente a inicios del siglo XX. Mientras en las pantallas norteamericanas triunfaban los rostros de Mary Pickford o Theda Bara, sus imágenes atraían ya al público popular de las carpas de proyección limeñas, trujillanas o arequipeñas. De modo equivalente al que en lugares tan remotos como Calcuta, San Petersburgo o Tokio llegaban las mismas películas u otras equivalentes. O bien empezaba la producción local, influida menos por la estética del filme foráneo que por sus dispositivos de producción y comercialización. Áreas culturales ajenas, con poco contacto entre sí –acaso apenas entre sus élites– y muy alejadas geográficamente unas de otras sucumbían rápidamente a la novedad absoluta de la narración visual, tanto mayor en cuanto la electricidad era una innovación relativamente reciente. Esta veloz difusión del cine es indisociable de la predisposición común de la mente humana al pensamiento mítico, debajo de la cual se halla la inmensa diver-sidad señeramente estudiada por Lévi-Strauss, debiendo agregarse, como lo observa Gubern, que “[…] el mito es un síntoma elocuente de necesidades sociales, psicológicas o científicas mal resueltas en el plano de la realidad y revela la subordinación de lo real a lo fantástico”.18
En esa medida, la constitución de las culturas populares desde inicios de la industrialización –en las que fue predominando lo urbano y semi-urbano– les dio un común tamiz que las distinguía de aquellas basadas en la tradición oral, carentes de técnicas de reproducción masiva. Esto se hace más evidente si, al margen de la nacionalidad de la producción y de los públicos, constatamos que cada cinematografía trabajaba sus propias leyendas o relatos locales, respetando (y reproduciendo) su contenido mítico, pero dándoles inevitablemente mayor inteligibilidad y comunicabilidad intercultural gracias al lenguaje de las imágenes en movimiento. Esto hacía cualquier relato ajeno más accesible al público, sin discriminación de clase o país. Por cierto, esto pudo haber ocurrido antes con el medio impreso (folletín, novela, historias sacras), pero estos soportes tenían las barreras del signo lingüístico: era necesario saber leer, y leer obras en la propia lengua o traducidas. Fuera de no requerir lectura de signos lingüísticos, las imágenes en movimiento desencadenan identificaciones y proyecciones que por su iconicidad y referencialidad alcanzan potenciales previamente desconocidos en las artes narrativas (sin que esto signifique necesariamente una mayor intensidad en el sujeto espectador).
Pero es crucial sobre todo la especularidad de las imágenes en movimiento, en su acepción lacaniana. Si el cine funciona como espejo es porque el espectador ya pasó por la identificación primaria (el “estadio del espejo”), experiencia fundante que le permitirá posteriormente identificarse sin ver su propio reflejo