Congreso Internacional de Derecho Procesal. Группа авторов

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Pero la historia no es lineal: esa derrota no ha ocurrido necesariamente. Todavía hay quienes retrasan el reloj de la historia, todavía hay los que piensan que ese modelo debería mantenerse. En fin, contra eso hay que luchar y yo quisiera, en lo que viene, citar algunas propuestas de reformas desde el lado de una concepción dinámica del derecho y del proceso, ligado a qué y cómo puede el proceso instrumentar el proceso y la reforma, y la mejora de un sistema judicial. En primer lugar, la eficacia de un proceso se evalúa en tres dimensiones: la verdad y la confianza en lo que produce; el tiempo que toma producirlo y el costo público y privado de aquello que produce. Esas son las tres dimensiones de cómo evaluar un sistema judicial.

      El tiempo es un tema que compete absolutamente al procesalista, es la parte esencial de nuestro compromiso. No hay que echarse atrás: hay que asumir la responsabilidad de lo que puede estar significando tener un sistema que, además de malo, es moroso, y un tema esencial que Capelletti advirtió claramente —de repente muy radical en su posición, pero lo advirtió— tiene que ver con nuestro sistema recursal.

      Para entender nuestro sistema recursal se necesitan dos datos bien sencillos. El primero es que la impugnación no existió en Roma: no hubo impugnación en sentido doctrinal, teórico, de desarrollo jurisprudencial. Esta figura aparece en el siglo XII en Europa occidental como un medio de tener la unificación de los feudos en reinos, y entonces la apelación es un instrumento mediante el cual las cortes regionales o provinciales se someten a una corte real. Esa fue la razón por la que apareció la impugnación, y tal vez por esa misma razón, la corte real históricamente más conocida —el Parlamento de París— determinó que Francia se convirtiese en Estado o reino mucho antes que Italia o Alemania. El segundo, que a fines del siglo XVIII o comienzos del siglo XIX, para los revolucionarios franceses, el juez era un instrumento del antiguo régimen, y por lo tanto era alguien aborrecible. Por esa razón, sus decisiones debían ser revisadas y la asamblea gestó el recurso de casación y perfeccionó el doble grado de jurisdicción.

      Lo que intento decir es que estas son las dos razones por las cuales la impugnación comenzó a tener una importancia desmesurada. Pero lo peor de todo es que esta experiencia histórica que ven es nuestra, porque la Ley de Organización Judicial de 1810 —la Ley Napoleónica de Organización Judicial— es nuestra ley orgánica actual, únicamente con variantes terminológicas. En lo esencial, implica un orden judicial jerárquico. Esto, por ejemplo, en Inglaterra y muchos países es inexistente, pero para nosotros un orden judicial jerárquico es sagrado. En segundo lugar, la carrera judicial convierte al juez en enemigo del juez: esa persona con la que haces sala es la que puede ascender y cuya posibilidad de ingreso debemos dinamitar. Esto es lo que tenemos vigente desde que somos república, es decir, vamos a cumplir doscientos años.

      Estos antecedentes nos llevan a lo siguiente: en primer lugar, la impugnación no tiene antecedentes en el derecho romano y, en segundo lugar, su origen es político. Esto nos permite arribar a una conclusión: lo que queramos imaginar en materia impugnatoria es nuestro, es factible, no hay absolutamente ningún esquema al cual hay que someterse. Ahí empieza mi primera propuesta: los jueces de segundo grado.

      Algunos países de Europa, básicamente aquellos sobre los que más leemos —Alemania, Italia y Francia—, tienen un “sistema de segundo grado” que, en estricto, no es segundo grado sino “segundo proceso”: es un novum iudicium con matices. En algunos casos se puede proponer alguna otra pretensión, en otros una defensa, o reservarse acepciones que no fueron impugnadas. Es decir, es otro proceso, algo que, en nuestra mente, en este minuto es inimaginable, pero así es en la realidad. Existe, y por eso nos cuesta tanto leer a italianos en materia impugnatoria, porque el esquema con el cual desarrollan su temática es distinto del nuestro. Es esa cercanía la que nos cuesta.

      Nosotros no tenemos novum iudicium: tenemos un sistema en el cual la “sentencia apelada” sube de tal suerte que hay un control de validez del procedimiento y de la sentencia, así como un control lógico y de justicia del contenido de la sentencia. Lo nuestro es, sencillamente, revisio prioris: solo una manera más distinta y esquemática. Menciono este tema porque nosotros asumimos que los jueces de segundo grado son jueces de mayor edad, más preparados, con mejor experiencia y más conocimiento, y mi pregunta es: si eso es cierto, ¿por qué tienen que ser tres para un solo caso? Claro, es lo que dice la Ley Napoleónica de 1810, pero ese no es un argumento. Entonces, ¿por qué tienen que ser tres y no cinco o siete? ¿Cuál es la razón científica de que tres funcionen bien? Nadie lo sabe. Primero, la afirmación de que son tres, y luego, los argumentos para justificarlo. Primero, el error histórico, y luego, qué bien estamos con eso. Es como una nota mala en la música que luego se convierte en una variante o nueva onda musical. Es increíble.

      Yo creo que la causa de este suplicio de los tres jueces en segundo grado es que nosotros formamos un órgano para un segundo proceso, cuando nuestra actividad no es para un segundo proceso sino para una revisión de la sentencia en los aspectos a los cuales me he referido. Es decir, tenemos una concepción del segundo grado que no nos pertenece, pero que hemos hecho nuestra, y ahí no importan los modelos o discusiones menudas en torno a técnicas procedimentales. Eso es lo que tenemos e históricamente no nos ha interesado revisar si es correcto o no: solo lo hemos asumido y ya. Mi propuesta es convertir a cada juez superior en responsable del caso. Si tienen todos los atributos que dicen tener, entonces lo van a hacer bien, porque yo no veo la razón de que sean tres y se demoren tanto. En cualquier caso, es natural el temor, pero hay que ensayar: peor de lo que tenemos no va a ser. Si por lo menos va a ser más rápido, de algo sirve intentarlo.

      Otro tema —también referido al segundo grado— es el caso de las nulidades. Una declaración de nulidad se sustenta en que el prejuicio de causa de inobservancia de una forma consiste en que el acto no cumple su fin, y eso vale también para lo que en doctrina se llama nulidad reglada o conminada. Por ejemplo, esos artículos en que, como se dice en los códigos, “se hará tal cosa bajo sanción de nulidad”, se refieren a una nulidad conminada, y en todas vale lo mismo. Es decir, la idea está en que, si se sanciona con nulidad, es porque presume la ausencia de forma o desviación de la forma a pedido que el acto cumpla su fin. Si esto es así, ¿por qué no establecemos reglas a partir de su situación que es absolutamente formal? ¿Por qué no decimos que “si el fin del acto se cumple no hay nulidad”?

      Si quieren lo llamamos principio de instrumentalidad de las formas o “derivación del principio de economía procesal”, o como quieran: el nombre es poco importante, porque después se complementa. Lo que importa es que, si una sala superior advierte que el acto cumplió su fin, entonces no puede anularlo, porque costó nueve o diez meses subir el expediente para que lo vean. Hay costo, dolor y angustia, eso pasa. Entonces, no hay que devolverlo por devolverlo. En segundo lugar, en la hipótesis de que hubiera perjuicio, ¿por qué no intentar la subsanación o convalidación en incidentes en ese segundo grado? Para evitar el retorno. Es decir, colocar la declaración de nulidad como última opción. Esto es lo válido.

      Yo me imagino que alguien puede estar pensando que no se ha tomado en cuenta la diferencia entre nulidad relativa y absoluta. No es cierto: sí se ha tomado en cuenta. Lo que pasa es que esa diferencia es muy sofisticada y poco seria, porque nadie sabe cuál es la línea que divide una de otra. En mi opinión, esto sirve cuando el perjuicio está claro, pues las nulidades absolutas permiten que el juez actúe de oficio sin necesidad de peligro. Eso es todo y no hay que complicar el tema, porque lo estamos complicando en sede nacional, cuando para el juez superior de mi país es absolutamente natural anularlo: casi se siente feliz cuando anula, y hasta llega a ser un homenaje al enunciado normativo: “¡Qué bien! Dejo sin efecto esto porque no cumplieron con el inciso H, la regla H”, o cualquier otra tontera. Eso es un desvanecimiento de la concepción auténtica del juez militante y que debe estar a la altura de las angustias que está decidiendo y resolviendo.

      Un tema más: el tema de la oralidad. Aquí sé que va a haber discrepancias. En los tres primeros años de vigencia del código, el doctor Giusti hizo trabajos de investigación desde la OCMA para apreciar cómo se iban

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