El bosque. Харлан Кобен
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¿Había sobrevivido también mi hermana?
—¿Cope?
Era Muse.
—¿Qué pasa?
Quería contárselo. Pero no era un buen momento. Primero tenía que aclararme yo. Entender qué era qué. Asegurarme de que ese cadáver era realmente el de Gil Pérez. Me levanté y me acerqué a ella.
—Cal y Jim —dije—. Debemos descubrir de qué va esto y rápidamente.
La hermana de mi esposa, Greta, y su marido, Bob, vivían en una mansión como tantas de una rotonda nueva sin salida que era exactamente igual a cualquier otra rotonda sin salida de Estados Unidos. Las parcelas son demasiado pequeñas para los enormes edificios de ladrillo que les han colocado encima. Las casas tienen una variedad de formas y contornos y aun así parecen iguales. Todo está demasiado limpio, intenta parecer antiguo y sólo parece falso.
Antes que a mi esposa, conocí a Greta. Mi madre se marchó antes de que yo cumpliera los veinte, pero recuerdo algo que me contó unos meses antes de que Camille se adentrara en ese bosque. Nosotros éramos los más pobres de aquella ciudad más bien variopinta. Éramos inmigrantes llegados de la antigua Unión Soviética cuando yo tenía cuatro años. Empezamos bien, porque llegamos a Estados Unidos como héroes, pero las cosas se pusieron feas muy rápidamente.
Vivíamos en el piso más alto de una finca de tres plantas de Newark, aunque íbamos a la escuela en Columbia High, en West Orange. Mi padre, Vladimir Copinsky (lo adaptó al inglés y se puso Copeland), que era médico en Leningrado, no pudo obtener la licencia para ejercer en el país. Acabó trabajando de pintor de casas. Mi madre, una belleza frágil llamada Natasha, antes la hija bien educada de un aristocrático profesor de universidad, cogió varios trabajos de asistenta para las familias ricas de Short Hills y Livingston, pero nunca le duraron mucho tiempo.
Ese día en particular, mi hermana Camille volvió de la escuela y dijo, en su tono burlón habitual, que la chica rica de la ciudad estaba loca por mí. A mi madre le emocionó la noticia.
—Deberías invitarla a salir —me dijo mi madre.
Hice una mueca.
—¿Que no la has visto?
—La he visto.
—Pues ya sabes que no la invitaré —dije, con todo el orgullo de mis diecisiete años—. Es una bruta.
—En Rusia tenemos un dicho —contraatacó mi madre, levantando un dedo para apoyar su postura—: Una chica rica es bonita cuando está sobre su dinero.
Eso fue lo primero que me vino a la cabeza cuando conocí a Greta. Sus padres —mis ex suegros, supongo, y todavía abuelos de Cara— están forrados. La familia de mi esposa era rica. Todo está puesto en una cuenta para Cara. Yo soy el albacea. Jane y yo discutimos mucho a qué edad debía poder cobrar su herencia. Por un lado no es deseable que una persona muy joven herede tanto dinero, pero por otro es su dinero.
Mi Jane se volvió muy práctica cuando los médicos le comunicaron su sentencia de muerte. Yo no podía escucharla. Aprendes mucho cuando alguien a quien amas empieza su cuenta atrás. Aprendí que mi esposa tenía una fuerza y un valor asombrosos que no habría podido imaginar antes de su enfermedad. Y descubrí que yo también.
Cara y Madison, mi sobrina, estaban jugando en el jardín. Los días empezaban a alargarse. Madison estaba sentada en el asfalto y dibujaba con pedazos de tiza que parecían puros. Mi hija jugaba con uno de esos minicoches lentos que están tan de moda últimamente entre los menores de seis años. Los niños que los tienen nunca juegan con ellos. Sólo juegan las visitas en las Citas de Juegos. Citas de Juegos. Qué espanto de término.
Bajé del coche y grité:
—¡Hola, niñas!
Esperé a que las dos niñas de seis años dejaran lo que estaban haciendo y se lanzaran sobre mí para comerme a besos. Sí, y qué más. Madison miró de soslayo, pero no habría parecido menos interesada si le hubieran practicado cirugía de desconexión cerebral. Mi propia hija fingió que no me oía. Cara conducía el Jeep de Barbie en círculos. La batería se estaba gastando rápidamente, y el vehículo eléctrico avanzaba a menos velocidad que mi tío Morris para ir a cobrar su talón.
Greta abrió la puerta mosquitera.
—¡Eh!
—Eo —dije—. ¿Cómo ha ido el resto de la función?
—No te preocupes —dijo Greta, haciendo visera con la mano a modo de saludo—. Lo tengo todo en vídeo.
—Qué bien.
—¿Qué querían esos dos polis?
Me encogí de hombros.
—Trabajo.
No se lo tragó, pero no insistió.
—Tengo la mochila de Cara dentro.
Dejó que se cerrara la puerta. Había obreros por todas partes. Bob y Greta estaban instalando una piscina y arreglando el jardín. Llevaban años pensándolo, pero querían esperar a que Madison y Cara fueran mayores para saber nadar.
—Venga —dije a mi hija—, tenemos que irnos.
Cara volvió a ignorarme, fingiendo que el zumbido del Jeep Barbie rosa le obstaculizaba las facultades auditivas. Fruncí el ceño y me dirigí hacia ella. Cara era ridículamente terca. Ojalá hubiera podido decir «como su madre», pero mi Jane era la mujer más paciente y comprensiva que se pueda imaginar. Era asombroso. Uno ve cualidades buenas y malas en los hijos. En el caso de Cara, todas las cualidades negativas parecían proceder de su padre.
Madison dejó la tiza.
—Venga, Cara.
Cara también la ignoró a ella. Madison se encogió de hombros y suspiró como una niña de mundo.
—Hola, tío Cope.
—Hola, cariño. ¿Has disfrutado de la cita de juegos?
—No —dijo Madison en jarras—. Cara nunca juega conmigo. Sólo juega con mis juguetes.
Intenté parecer comprensivo.
Salió Greta con la mochila.
—Ya hemos hecho los deberes.
—Gracias.
Hizo un gesto tranquilizador.
—Cara, cielo. Tu padre está aquí.
Cara la ignoró también a ella. Supe que se avecinaba una pataleta. Eso también le viene por parte de padre, supongo. En nuestro mundo inspirado por Disney, la relación de un padre viudo con su hijo es mágica. Sólo hace falta ver películas infantiles —La sirenita, La bella y la bestia, La princesita,