El bosque. Харлан Кобен

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El bosque - Харлан Кобен

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en Irvington y después caminé.

      —Y cuando llegó a la fraternidad, ¿el señor Flynn estaba allí?

      —Sí.

      —¿Seguía mostrándose amable?

      —Al principio sí. —Se le escapó una lágrima—. Estuvo muy amable. Fue...

      Calló.

      —¿Fue qué, Chamique?

      —Al principio —le resbaló otra lágrima por la mejilla— fue la mejor noche de mi vida.

      Dejé que las palabras calaran. Se le escapó otra lágrima.

      —¿Se encuentra bien? —pregunté.

      Chamique se secó la lágrima.

      —Estoy bien.

      —¿Seguro?

      Su voz volvía a ser dura.

      —Formule su pregunta, señor Copeland —dijo.

      Lo hacía estupendamente. El jurado estaba atento, pendiente de todas sus palabras, y le creía.

      —¿Hubo un momento en el que el comportamiento del señor Flynn hacia usted cambió?

      —Sí.

      —¿Cuándo?

      —Le vi susurrar algo a ese otro de allí. —Señaló a Edward Jenrette.

      —¿El señor Jenrette?

      —Sí, él.

      Jenrette intentó encogerse ante la mirada de Chamique. Lo consiguió a medias.

      —¿Vio que el señor Jenrette susurraba algo al señor Flynn?

      —Sí.

      —¿Y qué pasó a continuación?

      —Jerry me preguntó si quería dar un paseo.

      —¿Se refiere a Jerry Flynn?

      —Sí.

      —De acuerdo. Cuente lo que sucedió.

      —Salimos. Tenían un barril de cerveza. Me preguntaron si quería una. Dije que no. Se comportaba de una forma nerviosa.

      Mort Pubin se levantó.

      —Protesto.

      Hice un gesto de exasperación.

      —Señoría.

      —Lo permitiré —dijo el juez.

      —Adelante —dije.

      —Jerry sirvió una cerveza del barril y se quedó mirándola fijamente.

      —¿Mirando la cerveza?

      —Sí, algo así. Ya no me miraba. Algo había cambiado. Le pregunté si estaba bien. Dijo que sí, que todo iba de maravilla. Y entonces —no se le quebró la voz, pero estuvo a punto— me dijo que estaba muy buena y que le gustaba ver cómo me quitaba la ropa.

      —¿Eso la sorprendió?

      —Sí, nunca me había hablado así antes. Hablaba con voz ronca. —Tragó saliva—. Como los otros.

      —Continúe.

      —Dijo: «¿Quieres subir a ver mi habitación?»

      —¿Qué contestó usted?

      —Dije que bueno.

      —¿Quería ir a su habitación?

      Chamique cerró los ojos. Le cayó otra lágrima. Negó con la cabeza.

      —Debe responder en voz alta.

      —No —dijo ella.

      —¿Por qué subió?

      —Quería gustarle.

      —¿Y creía que le gustaría si subía con él a su habitación?

      —Sabía que no le gustaría si le decía que no —dijo Chamique en voz baja.

      Me volví y me acerqué a la mesa. Fingí que consultaba mis notas. Sólo quería que el jurado tuviera tiempo de asumirlo todo. Chamique tenía la espalda recta, la barbilla alta. Intentaba que no se le notara, pero toda ella emanaba dolor.

      —¿Qué pasó cuando subió?

      —Crucé una puerta. —Volvió a mirar a Jenrette—. Y él me agarró.

      De nuevo le hice señalar a Edward Jenrette e identificarle por el nombre.

      —¿Había alguien más en la habitación?

      —Sí. Él.

      Señaló a Barry Marantz. Me fijé en las dos familias detrás de los acusados. Los padres tenían esas expresiones mortuorias en las que parece que les tiran la piel desde atrás, los pómulos parecen demasiado prominentes, los ojos hundidos y rotos. Eran los centinelas, a punto para refugiar a sus vástagos. Estaban destrozados. Me sentí mal por ellos. Lástima. Edward Jenrette y Barry Marantz tenían personas que les protegían.

      Chamique Johnson no tenía a nadie.

      Parte de mí entendía lo que había sucedido. Empiezas a beber, pierdes el control, olvidas que habrá consecuencias. Tal vez no volverían a hacerlo nunca más. Tal vez ya habían aprendido la lección. Pero, de nuevo, lástima.

      Había personas que eran malas hasta el meollo, que siempre serían crueles y desagradables y harían daño a otros. Había otras, tal vez la mayoría de los que pasaban por mi oficina, que sólo metían la pata. Mi trabajo no es diferenciarlo. Eso lo dejaba para el juez cuando dictara la sentencia.

      —Bien —dije—, ¿qué sucedió entonces?

      —Él cerró la puerta.

      —¿Cuál de los dos?

      Señaló a Marantz.

      —Chamique, para facilitar las cosas, ¿podría llamarle señor Marantz y al otro señor Jenrette?

      Ella asintió.

      —Así que el señor Marantz cerró la puerta. ¿Qué sucedió entonces?

      —El señor Jenrette me dijo que me pusiera de rodillas.

      —¿Dónde estaba el señor Flynn en ese momento?

      —No lo sé.

      —¿No lo sabe? —Fingí sorpresa—.

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