El bosque. Харлан Кобен

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El bosque - Харлан Кобен

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niña que daba volteretas ahí dentro?

      —Sí.

      —¿Alguien más?

      —No lo creo. ¿De qué se trata?

      York era el que llevaba la voz cantante. Ignoró mi pregunta.

      —¿Conoce a un hombre llamado Manolo Santiago?

      —No.

      —¿Está seguro?

      —Bastante seguro.

      —¿Por qué sólo bastante seguro?

      —¿Sabe quién soy?

      —Sí —dijo York. Tosió tapándose la boca con el puño—. ¿Quiere que nos arrodillemos o le besemos el anillo?

      —No quería decir eso.

      —Bien, entonces estamos en la misma onda. —No me gustó su actitud, pero lo dejé pasar—. ¿Por qué está sólo bastante seguro de no conocer a Manolo Santiago?

      —El nombre no me suena. Creo que no le conozco. Pero podría ser alguien a quien he procesado o un testigo en uno de mis casos, o yo qué sé, puedo haberlo conocido en alguna asociación benéfica hace diez años.

      York asintió, animándome a seguir hablando. No lo hice.

      —¿Le importa acompañarnos?

      —¿A dónde?

      —No tardaremos mucho.

      —No tardaremos mucho —repetí—. No parece un sitio.

      Los dos policías intercambiaron una mirada. Intenté que diera la impresión de que no pensaba ceder.

      —Anoche fue asesinado un hombre llamado Manolo Santiago.

      —¿Dónde?

      —Su cadáver se encontró en Manhattan. En la zona de Washington Heights.

      —¿Y qué tiene que ver eso conmigo?

      —Creemos que puede ayudarnos.

      —¿Ayudar cómo? Ya se lo he dicho, no le conozco.

      —Ha dicho... —York llegó a consultar su cuaderno, pero era sólo teatro, porque no había escrito nada mientras yo hablaba— que estaba «bastante seguro» de no conocerle.

      —Pues estoy seguro. ¿Vale? Estoy seguro.

      Cerró de golpe el cuaderno con un gesto teatral.

      —El señor Santiago sí le conocía.

      —¿Cómo lo sabe?

      —Preferiríamos que lo viera.

      —Y yo prefiero que me lo digan.

      —El señor Santiago —York vaciló como si eligiera sus siguientes palabras— llevaba algunos objetos encima.

      —¿Objetos?

      —Sí.

      —¿Puede ser más concreto?

      —Objetos —dijo—, que lo señalan a usted.

      —¿Me señalan como qué?

      —¿Es fiscal del distrito?

      Por fin Dillon, el Ladrillo, había hablado.

      —Soy fiscal del condado —dije.

      —Lo que sea. —Adelantó el cuello y señaló mi pecho—. Empieza a tocarme las pelotas.

      —¿Disculpe?

      Dillon se acercó a mi cara.

      —¿Le parece que estamos aquí para una lección de semántica o qué?

      Creí que se trataba de una pregunta retórica, pero él esperó. Finalmente dije:

      —No.

      —Pues escuche. Tenemos un cadáver. El tipo está relacionado con usted de una forma consistente. ¿Quiere venir y ayudarnos a aclarar esto o quiere seguir con los juegos de palabras que le hacen parecer tan sospechoso?

      —¿Con quién cree que está hablando exactamente, detective?

      —Con alguien que se presenta a las elecciones y no desearía que nosotros fuéramos con esto directamente a la prensa.

      —¿Me está amenazando?

      York intervino.

      —Nadie está amenazando a nadie.

      Pero Dillon había dado en el clavo. La verdad era que mi designación en el cargo sólo era temporal. Mi amigo, el actual gobernador de Nueva Jersey, me había nombrado fiscal en funciones del condado. También se hablaba en serio de que me presentara al Congreso, tal vez incluso a un escaño vacante en el Senado. Mentiría si dijera que no tenía ambiciones políticas. Un escándalo, aunque sólo fuera la percepción de un escándalo, no me ayudaría en absoluto.

      —No sé en qué puedo ayudar —dije.

      —Tal vez no pueda o tal vez sí. —Dillon hizo rotar el ladrillo—. Pero desea ayudar si puede, ¿no?

      —Por supuesto —dije—. Vaya, no deseo tocarle las pelotas más de lo estrictamente necesario.

      Casi le hizo sonreír.

      —Pues suba al coche.

      —Esta tarde tengo una reunión importante.

      —Ya habrá vuelto para entonces.

      Esperaba encontrarme un Chevy Caprice desvencijado, pero el coche era un Ford nuevo. Me senté detrás. Mis dos nuevos amigos se sentaron delante. No hablamos en todo el trayecto. Había tráfico en el puente George Washington, pero encendimos la sirena y nos colamos entre los coches. Al cruzar al lado de Manhattan, York habló.

      —Creemos que Manolo Santiago podría ser un alias.

      —Ya —dije, porque no se me ocurrió nada mejor que decir.

      —La verdad es que no tenemos una identificación positiva de la víctima. Le encontramos anoche. En su permiso de conducir dice Manolo Santiago. Lo hemos investigado. No parece ser su nombre auténtico. Hemos buscado sus huellas dactilares. Nada. Así que no sabemos quién es.

      —¿Pero creen que yo sí?

      No se molestaron en responder.

      La voz de York era tan informal como un día de primavera.

      —¿Es usted viudo, señor Copeland?

      —Sí

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