El bosque. Харлан Кобен

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу El bosque - Харлан Кобен страница 5

El bosque - Харлан Кобен

Скачать книгу

      —Sabemos que su esposa murió de cáncer y que usted ha creado una fundación para promover la investigación de esa enfermedad.

      —Ajá.

      —Admirable.

      Como si pudieran saberlo.

      —¿Debe sentirse raro? —dijo York.

      —¿Por qué?

      —Por lo de estar al otro lado. Normalmente es usted el que hace las preguntas, no el que las responde. Tiene que parecerle raro.

      Me sonrió por el retrovisor.

      —¿Eh, York? —dije.

      —¿Qué?

      —¿Tiene un cartel o un programa? —pregunté.

      —¿Un qué?

      —Un cartel —dije—. Para que vea sus anteriores papeles, sabe, antes de que le tocara el codiciado papel de «poli bueno».

      York soltó una risita.

      —Sólo digo que es raro. ¿Le ha interrogado alguna vez la policía?

      Era una pregunta con trampa. Debían saberlo. Cuando tenía dieciocho años, trabajé como monitor en un campamento de verano. Cuatro campistas —Gil Pérez y su novia, Margot Green, Doug Billingham y su novia, Camille Copeland (es decir, mi hermana)— se adentraron en el bosque una noche.

      Nunca volvieron a verles.

      Sólo se hallaron dos de los cuatro cadáveres. Margot Green, de diecisiete años, fue hallada degollada a cien metros del campamento. Doug Billingham, también de diecisiete, apareció a un kilómetro de distancia. Tenía varias puñaladas, pero la causa de la muerte era el degollamiento. Los cadáveres de los otros dos —Gil Pérez y mi hermana, Camille— nunca aparecieron.

      El caso salió en los titulares. Wayne Steubens, un monitor de buena familia del campamento, fue arrestado dos años más tarde —tras su tercer verano de terror—, pero no hasta que hubo asesinado a cuatro adolescentes más. Le bautizaron como «Monitor Degollador» y otras tonterías por el estilo. Las siguientes dos víctimas de Wayne fueron halladas cerca de un campamento de exploradores en Muncie, Indiana. Otra de las víctimas estaba en uno de esos campamentos omnipresentes cerca de Vienna, Virginia. Su última víctima había estado en un campo de deportes de Poconos. Casi todas las víctimas fueron degolladas. A todas las habían enterrado en el bosque, a algunas antes de morir. Sí, enterradas vivas. Se tardó mucho en localizar los cadáveres. Al chico de Poconos, por ejemplo, tardaron seis meses en encontrarlo. Los expertos creen que en las profundidades del bosque pueden haber todavía más enterrados.

      Como mi hermana.

      Wayne no ha confesado nunca, y a pesar de estar en una cárcel de máxima seguridad desde hace dieciocho años, insiste en que no tuvo nada que ver con los cuatro asesinatos que fueron el principio de todo.

      Yo no le creo. El que todavía quedaran dos cadáveres por descubrir daba pie a especulaciones y a un halo de misterio. Daba más protagonismo a Wayne. Creo que le gusta. Pero esa incertidumbre, ese atisbo de esperanza, duele una barbaridad.

      Quería a mi hermana. Todos la queríamos. La gente suele pensar que la muerte es lo más cruel. Pero no lo es. Al cabo de un tiempo, la esperanza es un sentimiento mucho más doloroso. Cuando se lleva tanto tiempo conviviendo con ella, con el cuello todo el tiempo en la tabla de cortar, con el hacha levantada sobre ti desde hace días, después meses, y luego años, anhelas que caiga y te seccione la cabeza. Todos creen que mi madre se marchó porque mi hermana fue asesinada. Pero la verdad es precisamente lo contrario. Mi madre nos dejó porque nunca pudimos probarlo.

      Deseaba que Wayne Steubens nos dijera qué había hecho con ella. No sólo para darle sepultura como es debido y todo eso. Estaría bien, pero aparte de esto, la muerte es una pura y destructiva bola de demolición. Te golpea, te aplasta y empiezas a reconstruir.Pero no saber —esa duda, ese rayo de esperanza— convierte a la muerte en algo parecido a las termitas o a alguna clase de germen implacable. Te devora desde dentro. No puedes detener la podredumbre. No puedes reconstruir porque la duda sigue consumiéndote.

      Creo que a mí todavía me consume.

      Esa parte de mi vida, por mucho que quiera mantenerla en privado, siempre ha sido tema para los medios. Incluso una somera búsqueda en Google haría figurar mi nombre en relación con «el misterio de los campistas desaparecidos», como lo bautizaron inmediatamente. Vaya, la historia todavía aparecía en esos programas de «crímenes reales» del Discovery o de la Court TV. Yo estaba aquella noche en ese bosque. Mi nombre estaba allí, a la vista de todos. Fui interrogado por la policía. Incluso fui sospechoso.

      Así que tenían que saberlo.

      Decidí no contestar. York y Dillon no insistieron.

      Cuando llegamos al depósito, me guiaron por un largo pasillo. Nadie habló. No sabía qué conclusión sacar de eso. Ahora cobraba sentido lo que había dicho York. Yo estaba en el otro lado. Había observado a muchos testigos haciendo este recorrido. Había visto toda clase de reacciones en el depósito. Normalmente los identificadores se muestran estoicos. No sé exactamente por qué. ¿Se están preparando para lo peor? O todavía existe una pizca de esperanza, otra vez esa palabra. En todo caso, la esperanza se desvanece enseguida. No nos equivocamos jamás con las identificaciones. Si creemos que es su ser querido, lo es. El depósito no es lugar para milagros de última hora. Nunca.

      Sabía que me estaban observando, que estudiaban mi reacción. Tomé conciencia de mis pasos, mi postura, mi expresión facial. Me esforcé por parecer neutral y después me pregunté porqué.

      Me acercaron a una ventana. No se entra en la habitación. Se ve desde detrás de un cristal. La sala estaba embaldosada para poder limpiarla a manguerazos; no había necesidad de gastar en decoración o servicios de limpieza. Todas las camillas estaban vacías, menos una. El cadáver estaba tapado con una sábana, pero se veía la etiqueta colgada del dedo del pie. Es verdad que las usan. Miré el gran dedo gordo asomando por debajo de la sábana, totalmente desconocido. Eso es lo que pensé. No reconozco el dedo gordo de este hombre.

      Con la tensión la mente te juega malas pasadas.

      Una mujer con mascarilla empujó la camilla acercándola a la ventana. Entonces me acordé del día que mi hermana nació. Recordé la maternidad del hospital. La vidriera era más o menos igual, con tiras finas de hojas en forma de diamante. La enfermera, una mujer con una constitución parecida a la mujer del depósito, empujó el carrito con mi hermanita hacia la ventana. Igual que ahora. Es de suponer que en circunstancias normales habría pensado en algo conmovedor como el principio y el final de la vida, pero no pensé nada de eso.

      La mujer levantó el extremo de la sábana. Miré la cara. Todos los ojos estaban posados en mí. Lo sabía. El difunto tenía más o menos mi edad, treinta y tantos. Llevaba barba. La cabeza afeitada. Tenía puesto un gorro de ducha que me pareció un poco grotesco, pero sabía para qué lo llevaba.

      —¿Un disparo en la cabeza? —pregunté.

      —Sí.

      —¿Cuántas veces?

      —Dos.

      —¿Calibre?

      York

Скачать книгу