1984. George Orwell
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Tan pronto como Winston terminó de examinar los mensajes, adjuntó las correcciones hechas por medio del hablaescribe a los ejemplares del Times y los devolvió al tubo neumático. Luego, con un movimiento poco menos que instintivo, estrujó el mensaje original y los apuntes que había tomado, y los arrojó en el agujero para la memoria, con destino a las llamas de los incineradores.
No conocía en detalle lo que pasaba en el laberinto invisible adonde conducían los tubos neumáticos, pero tenía una idea general del proceso. Tan pronto como se verificaban las correcciones en un determinado ejemplar del Times, tal número se volvía a imprimir, se destruía el original y su lugar lo ocupaba el ejemplar corregido. Este procedimiento de alteraciones constantes no se aplicaba sólo a los periódicos, sino a libros, revistas, volantes, carteles, folletos, películas, grabaciones, caricaturas, fotografías y, en suma, a todo material impreso o documental de posible trascendencia política o ideológica. Día a día, y casi decirse que minuto a minuto, se actualizaba el pasado. De esa manera se documentaba que el Partido había acertado en todas sus predicciones; tampoco se permitía que quedara registrada una información u opinión que fuera diferente de las exigencias actuales. Toda la historia era un palimpsesto, que se limpiaba y se volvía a escribir tantas veces como fuera necesario. De ningún modo era posible comprobar una adulteración deliberada de la verdad. La sección más grande del Departamento de Registros, mucho más amplia que aquella donde trabajaba Winston, era ocupada por numerosos empleados cuya misión se reducía a buscar y secuestrar todos los ejemplares de libros, periódicos y cualquier otro material de lectura que hubiese sido proscrito y condenado a las llamas.
Así, un ejemplar del Times, modificado una docena de veces, ya fuera por cambios en las condiciones políticas o para ajustar las predicciones del Gran Hermano a la realidad, pasaba al archivo con la fecha del número original, sin que existiera un ejemplar que lo contradijera. También los libros eran requisados para volver a escribirlos una y otra vez, y de nuevo se publicaban sin que se admitiera que se le habían hecho modificaciones. Incluso las instrucciones por escrito que recibía Winston, y que éste destruía tan pronto las despachaba, jamás declaraba o implicaban que se iba a cometer una falsificación; siempre se hablaba de deslices, errores, erratas o citas erróneas que era necesario corregir por precisión.
Pero en realidad, pensaba Winston mientras reajustaba las cifras del Ministerio de la Abundancia, ni siquiera era una adulteración. Era simplemente sustituir una falsedad con otra.
Casi todo el material no tenía ninguna relación con los hechos reales, ni siquiera la conexión de que fuera una mentira directa. Las estadísticas eran puras fantasías, tanto en su versión original como en la rectificada. Muchas de ellas eran producto de la inventiva de los propios funcionarios. Por ejemplo, el
Ministerio de la Abundancia predecía que se iban a producir un total trimestral de ciento cuarenta y cinco millones de pares de botas, en tanto las cifras reales de lo fabricado se referían a sesenta y dos millones. Pero Winston, al volver a escribir la predicción, fijó la cifra en cincuenta y siete millones, para más tarde poder afirmar que la cuota se había superado. De todos modos, sesenta y dos millones estaban tan lejos de la verdad como cincuenta y siete o ciento cuarenta millones. Lo probable era que no se hubiese producido un solo par de botas. Y aún era más probable que nadie tuviera la menor idea del total fabricado ni que le importara un bledo. Sólo se sabía que cada trimestre se fabricaba sobre el papel una cifra astronómica de pares de botas, aunque quizá la mitad de los habitantes de Oceanía anduvieran descalzos. Y ocurría lo mismo con los demás datos registrados, fueran importantes o no. Todo acababa por diluirse en las sombras, hasta el extremo de que se ignoraba a ciencia cierta la fecha del año en que se estaba.
Winston echó un vistazo al otro lado del salón. En el cubículo de enfrente un hombre pequeño, con una barbilla morena y aspecto preocupado, llamado Tillotson, se concentraba en su trabajo con un periódico sobre sus rodillas y acercaba mucho la boca a la bocina del hablaescribe. Parecía que intentaba mantener en secreto lo que hablaba en la telepantalla. Levantó la vista y en los cristales de sus anteojos asomó el centelleo de una mirada hostil en dirección a Winston.
Winston apenas si conocía a Tillotson y no tenía ni idea del trabajo que realizaba. El personal de la Sección de Registros no hacía comentarios de su trabajo. En aquella vasta sala sin ventanas exteriores, con su doble fila de cubículos y un incesante murmullo de voces trasmitiendo por el hablaescribe entre montañas de papeles, trabajaban muchas personas a quienes Winston no conocía ni de nombre, por más que los veía a diario yendo y viniendo de prisa por los pasillos y gesticulando durante los Dos Minutos de Odio. Sabía que en el cubículo contiguo al suyo la mujercita que era rubia un día sí y otro no, buscaba y borraba de los periódicos los nombres de quienes habían sido víctimas de la evaporación y, por lo tanto, se consideraba que no habían existido jamás. En cierto modo, tal ocupación era muy indicada para ella, pues no hacía dos años que su propio marido fue uno de los evaporados. En otro cubículo laboraba un sujeto inofensivo y gris, un tanto soñador, que se llamaba Ampleforth, de orejas velludas y una prodigiosa facilidad para manipular las rimas y la métrica, que se ocupaba de confeccionar versiones depuradas —textos definitivos, les llamaban— de poemas que se habían vuelto ideológicamente inconvenientes, pero que por una razón u otra, iban a conservarse en las antologías. Y esta sala, con sus cincuenta o más empleados sólo era una subsección, una célula apenas, en la gigantesca y compleja estructura de la Sección de Registros.
En el mismo piso, así como en los de arriba y en los de abajo, trabajaba un enjambre de empleados en ocupaciones tan variadas como inconcebibles. Había amplios talleres de impresión, con sus directores, técnicos, tipógrafos y laboratorios especialmente equipados para componer trucos fotográficos. Estaba la sección de teleprogramas, con sus ingenieros, productores y elencos de actores especializados en imitar voces ajenas. Y ejércitos de oficinistas cuya misión se reducía a confeccionar listas de publicaciones y libros que iban a ser retirados de la circulación. También había enormes depósitos donde se archivaba la documentación ya rectificada e incineradores donde se destruían los originales. Y en algún sitio recóndito estaban las eminencias grises, que coordinaban el esfuerzo total y fijaban las políticas que indicaban que este fragmento del pasado debía preservarse, aquel falsificarse y el otro borrarse por completo.
La Sección de Registros, después de todo, sólo era una dependencia del Ministerio de la Verdad, cuya misión principal no radicaba en reconstruir el pasado, sino en proporcionar a los ciudadanos de Oceanía periódicos, películas, libros de texto, programas de telepantalla y novelas, y todo cuanto se relacionara con informaciones, instrucción y esparcimiento en sus más variados aspectos, desde una estatua hasta un lema, desde un poema lírico hasta un tratado de biología, desde un libro de ortografía para alumnos de primer grado hasta un diccionario de Neolengua. Y el Ministerio no sólo debía satisfacer las múltiples exigencias del Partido, sino también reproducir toda la operación en una escala menor para beneficio del proletariado. Por su parte, una cadena de departamentos completa se ocupaba de literatura, música, teatro y esparcimientos en general para el proletariado. En esta sección se editaban periódicos de pacotilla, que contenían casi exclusivamente deportes, crimen y astrología, novelitas sentimentales, películas que rezumaban sexualidad, canciones sentimentales producidas por medios enteramente mecánicos con un calidoscopio especial llamado versificador. Incluso había una subsección completa —denominada Pornosec en Neolengua— dedicada a producir pornografía ínfima, material que era distribuido en paquetes sellados y lacrados y el cual ningún afiliado al Partido podía