La Exforma. Nicolas Bourriaud
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Pertenezco a una generación que, al iniciarse en la vida intelectual durante los años ochenta, descubrió a Althusser a través de sus textos póstumos. La opinión que tenía entonces de él era tan poco favorable como mal documentada: un burócrata dogmático, un vestigio de la era de Brezhnev... Gilles Deleuze y Félix Guattari, Michel Foucault, Roland Barthes, Jean Baudrillard, Jean-François Lyotard o Jacques Lacan nos resultaban, al contrario, contemporáneos y parecían darnos las herramientas conceptuales para decodificar nuestra época. Al lado de Mil mesetas o de Vigilar y castigar, qué podían aportarnos esas interminables exégesis de Marx, producidas, peor aún, por un filósofo en entredicho con los últimos acontecimientos: estructuralista hardcore en tiempos del posmodernismo, leninista de estricta obediencia en la era de la Perestroika. Aquello que en sus tiempos de gloria se llamaba “el pensamiento Althusser” había ido a parar al sótano de la historia con los abrigos de piel, los pantalones acampanados y los discos de Jefferson Airplane... Representante oficial de un inmenso continente a punto de hundirse, Althusser resultaba entonces, en plenos años ochenta, totalmente inaudible. Máxime porque mi generación había sucumbido a una pasión por lo menor que continuaba, en otro nivel de ondas, con la “contracultura” de los años sesenta y setenta. Indiquemos, sin embargo, que este conjunto de disidencias frente a la cultura “oficial” que más tarde se llamaría mainstream preparó ampliamente el desarrollo de la teoría poscolonial y de los cultural studies, por entonces balbucientes. Al teorizar acerca de la “literatura menor”, Gilles Deleuze y Félix Guattari habían iniciado una pesquisa de las singularidades y de las insularidades claramente incompatible con los monumentos de la historia del pensamiento, entre los cuales el marxismo ortodoxo figuraba en un lugar destacado... El underground cultural representaba nuestro medio natural; los más oscuros autores de fin de siglo o los outsiders de la historia del arte eran nuestro breviario estético. De manera bastante sistemática, se redescubría entonces a artistas en disidencia, a filósofos mantenidos al margen de los grandes senderos del pensamiento: mavericks de la cultura. Se le daba prioridad a todo lo que había sido aplastado, justamente, por la inmensa placa del continente marxista y modernista: se revisitaba Trieste, Lisboa, Praga o Buenos Aires, convertidas en ciudades literarias por excelencia; se rescataba a individuos cuya excentricidad en la forma de pensar los había alejado de los manifiestos estéticos, de Fernando Pessoa a Jorge Luis Borges, de Eva Hesse a Gordon Matta-Clark, pensadores demasiado delicados o demasiado irredentos para los colectivos radicales del siglo XX. Hace falta recordar, para entender la naturaleza de dicho momento intelectual, que la debacle del modernismo había dejado un paisaje hecho añicos. Para todos los que vivieron su adolescencia en los años ochenta, nada resultaba más excitante que el “pensamiento débil” postulado por Gianni Vattimo, los “simulacros” baudrillardianos o la estética de la desaparición de Paul Virilio; nada nos parecía más productivo que colocar en un plano horizontal, de puro presente, lo que hasta entonces tenía que ver con la verticalidad de la historia. Esa desconfianza global con respecto a las teorías y a los manifiestos de las décadas precedentes impactó de lleno en el marxismo “clásico”. Y alcanzó su punto culminante en 1989, cuando la cortina de hierro se desplomó sobre el “pequeño siglo XX” e inauguró la era de la mundialización o globalización.
Lo que entonces no entendimos fue que el motivo seductor de lo menor, el principio de pulverización que este introducía en la filosofía, su apertura a los relatos disidentes o mantenidos a la sombra, llegaba en forma oportuna para camuflar una empresa de desmantelamiento de envergadura mucho mayor. Lo que habíamos interpretado como el derretimiento de los hielos ideológicos, como el estallido de las placas continentales que atascaban el pensamiento, en realidad venía a cubrir muy discretamente un operativo de liquidación política: el inmenso derrumbe que vino a continuación arrastró consigo múltiples bloques de resistencia, cuya desaparición facilitó sobremanera el avance de la amnesia, la resignación y la impotencia. La lucha de clases fue reemplazada por los combates sectoriales y los compromisos sociales, el famoso principio de realidad ocupó el lugar de la utopía económica, la vanguardia se eclipsó ante una multiplicidad de propuestas sincrónicas, y nosotros nos vimos obligados a aprender todo de nuevo, desde cero. Este libro pretende ser parte de ese volver a empezar, pero sin rechazar la idea de regresar a alguna cosa.
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