El invencible. Stanislaw Lem
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—A unos doscientos kilómetros… —dijo el navegador, nada sorprendido de que el comandante fuese consciente de su presencia, a pesar de no estar viéndolo: Rohan estaba unos pasos detrás de él, junto a la puerta.
—Un poco lejos. Pero ya no vamos a mover El Invencible. Le acompañarán tantos hombres como considere oportuno. También Fitzpatrik y algún oceanógrafo más, y seis energobots de reserva. Irá hasta la costa. Podrán trabajar solo bajo la protección del campo de fuerza; nada de excursiones marítimas, ni inmersiones. Y no abuse de los autómatas, no tenemos demasiados. ¿Está claro? Bien, ya puede empezar. Ah, y una cosa más. ¿Es posible respirar en la atmósfera local?
Los médicos cuchichearon entre sí.
—En principio, sí —dijo finalmente Stormont, pero no parecía muy convencido.
—¿Qué significa «en principio»? ¿Se puede respirar o no?
—Esa cantidad de metano no es inocua. Al cabo de un tiempo la sangre se saturará y podrían producirse leves alteraciones cerebrales. Aturdimiento…, pero no antes de una hora, quizá más.
—¿Y no sería suficiente un filtro de metano?
—No. O sea, no compensa producir filtros de metano porque habría que cambiarlos con mucha frecuencia, además, el porcentaje de oxígeno es bastante bajo. Personalmente, optaría por los aparatos de oxígeno.
—Hmmm. ¿Ustedes piensan lo mismo? —Witte y Eldjarn asintieron. Horpach se levantó—. Empecemos, pues. ¡Rohan! ¿Qué pasa con las sondas?
—Ahora mismo las lanzamos. ¿Puedo controlar las órbitas antes de irme?
—Puede.
Rohan salió dejando atrás el bullicio del laboratorio. Cuando entró en el puente de mando, el sol se estaba poniendo. Una parte púrpura oscuro, casi violeta, del disco solar delineaba en el horizonte con una nitidez asombrosa el contorno dentado del cráter. El cielo, que en esa zona de la Galaxia estaba repleto de estrellas, parecía dilatado. Inmensas constelaciones brillaban cada vez más abajo, absorbiendo el desierto que se desvanecía en las tinieblas. Rohan se comunicó con el lanzasatélites de proa. Acababan de ordenar el lanzamiento del primer par de fotosatélites. Una hora más tarde tenía que salir la segunda tanda. Al día siguiente, las fotografías diurnas y nocturnas de ambos hemisferios del planeta deberían proporcionar una imagen de toda la franja ecuatorial.
—Un minuto y treinta y un… acimut siete. Orientando… —repetía una voz cantarina en el altavoz. Rohan redujo el volumen con el regulador y giró la silla hacia el panel de mandos. Nunca se lo confesaría a nadie, pero el juego de luces que acompañaba al lanzamiento de una sonda hacia una órbita planetaria siempre le había divertido. Primero, se encendieron las luces piloto del booster: escarlatas, blancas y azules. Después ronroneó el mecanismo automático de despegue. Cuando el tictac se cortó de repente, todo el casco del crucero fue atravesado por una leve vibración. Al mismo tiempo, el desierto que aparecía en los monitores se encendió con un brillo fosforescente. El minúsculo proyectil se precipitó desde el lanzador de proa con un finísimo y punzante estruendo, inundando la nave nodriza con un torrente de llamas. Mientras se alejaba, el destello del booster, cada vez más débil, aleteó en las laderas de las dunas hasta que al final se extinguió. Ya no se oía aquel pequeño cohete, en cambio, todo el panel de mandos estalló en un impetuoso fervor lumínico. Con una febril precipitación emergieron de la oscuridad las alargadas luces del control balístico, coreadas por las de tono nacarado del mando a distancia, después apareció una especie de árbol navideño multicolor: eran las señales que avisaban del desprendimiento de las protecciones externas, finalmente, encima de todo aquel irisado hormiguero, se encendió un rectángulo blanco e impoluto que indicaba que el satélite había entrado en órbita. En el centro de su nívea y brillante superficie se vislumbró un islote gris que, entre vibraciones, formó el número 67, lo que indicaba la altura a la que volaban. Rohan comprobó todavía los parámetros de la órbita: tanto el perigeo como el apogeo estaban dentro de los límites establecidos. Ya no pintaba nada en aquel lugar. Echó un vistazo al reloj de a bordo, que marcaba las dieciocho horas, después al reloj que marcaba la hora local, la vigente en ese momento: eran las once de la noche. Cerró los ojos un momento. Estaba contento con aquella escapada al océano. Le gustaba actuar solo. Tenía sueño y hambre. Y se planteó tomar una pastilla estimulante. Pero decidió que con la cena sería suficiente. Al levantarse se dio cuenta de lo muy cansado que estaba; se sorprendió para bien y la propia sorpresa le reconfortó un poco. Bajó al comedor. Su nuevo equipo ya estaba allí: dos conductores de transportadores aerodeslizantes, entre ellos Jarg, que por su permanente buen humor le caía bien. También se encontraba allí Fitzpatrik con dos compañeros, Broza y Koechlin. Estaban terminando de cenar cuando Rohan acababa de pedirse una sopa caliente y había sacado pan y unas botellas de cerveza sin alcohol de un distribuidor de pared. Mientras se dirigía a la mesa con su bandeja llena de comida el suelo tembló ligeramente. El Invencible acababa de lanzar el siguiente satélite.
El comandante no les había permitido viajar de noche. Se pusieron en camino a las cinco, hora local, antes de que amaneciera. El necesario orden de la columna y la molesta lentitud de su avance hacían que la formación fuera conocida con el nombre de «cortejo fúnebre». La abrían y la cerraban los energobots, que con su campo de fuerza elipsoidal protegían todas las máquinas en el interior: aerodeslizadores universales, astromóviles con radioemisoras y radar, una cocina, un transportador con un barracón hermético automontable destinado a vivienda, y un pequeño láser de destrucción directa sobre orugas, al que la tripulación llamaba «lezna». En el energobot delantero iban Rohan y tres científicos, era una situación bastante incómoda, ya que apenas cabían sentados uno al lado del otro, pero al menos les daba una sensación de normalidad. Había que ajustar la velocidad a la de las máquinas más lentas del cortejo, los energobots. Ir a bordo de uno no era precisamente un placer. Las orugas aullaban y relinchaban en la arena, los turbomotores zumbaban como mosquitos del tamaño de un elefante, el aire de refrigeración se precipitaba por las rejillas justo detrás de los pasajeros y todo el energobot se bamboleaba como una pesada chalupa entre las olas. Pronto, la aguja negra de El Invencible desapareció tras el horizonte. Durante un tiempo, avanzaron por el monótono desierto bajo los horizontales rayos de un sol frío y rojo como la sangre; había cada vez menos arena, y de ella sobresalían oblicuas placas rocosas que había que sortear. Las máscaras de oxígeno y el aullido de los motores no invitaban a entablar una conversación. Observaban el horizonte con atención, pero el paisaje era siempre el mismo: rocas amontonadas, grandes peñascos erosionados… La llanura empezó a descender en pendiente y en el fondo de una suave hondonada apareció un arroyo estrecho, sin apenas agua, donde se reflejaba la luz del rojo amanecer. Los cantos rodados se extendían como en manadas a ambos lados, lo que indicaba que el caudal a veces era mucho mayor. Hicieron un alto para analizar el agua. Era muy limpia, bastante dura, con cierta cantidad de óxidos de hierro y una testimonial presencia de sulfuros. Reanudaron la marcha, ahora más rápida, ya que las orugas se arrastraban con mayor facilidad sobre el suelo pedregoso. Por el oeste se levantaban unos pequeños acantilados. La última máquina mantenía una comunicación ininterrumpida con El Invencible. Las antenas de los radares giraban y sus técnicos, ajustándose los auriculares a la cabeza, se inclinaban sobre sus pantallas sin dejar de mordisquear barras de concentrado alimenticio, a veces, desde debajo de alguno de los aerodeslizadores saltaba con ímpetu una piedra, como lanzada por una pequeña tromba de aire, y brincaba, repentinamente avivada, pedregal arriba. Más tarde se encontraron con unas suaves colinas, calvas y desnudas. Recogieron unas muestras sin detenerse, y Fitzpatrick le gritó a Rohan que la sílice era de origen orgánico. Finalmente, cuando apareció ante ellos la amoratada línea del agua, hallaron también rocas calizas. Bajaron hasta la orilla traqueteando por unas piedras pequeñas y planas. El cálido aliento de la máquina, el rechinar de las orugas, el aullido