El invencible. Stanislaw Lem
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«Una ciudad…», pensó Rohan exaltado, pero no lo dijo en voz alta. Todo el mundo seguía callado. El técnico que manejaba el episcopio intentó en vano aumentar la nitidez de la imagen.
—¿Hubo interferencias en la recepción? —La tranquila voz del astronavegador interrumpió el silencio general.
—No —contestó Ballmin desde la oscuridad—. La recepción era buena, pero es una de las últimas fotografías del tercer satélite. Ocho minutos después de que fuera enviada dejó de responder a las señales. Es probable que la foto fuese sacada con los objetivos que ya estaban dañados por la creciente temperatura.
—La cámara se encontraba a no más de setenta kilómetros del epicentro —añadió otra voz que a Rohan le pareció que era la de Malte, uno de los planetólogos con más talento—. Yo diría que entre cincuenta y cinco y sesenta kilómetros, la verdad… Miren… —Su silueta ocultaba parcialmente la pantalla. Acercó una plantilla de plástico transparente con círculos recortados y se la aplicó, uno por uno, a más de una decena de cráteres en la otra mitad de la imagen.
—Son claramente más profundos que en las fotografías anteriores. Aunque en realidad —añadió—, no tiene mayor importancia. Sea como sea…
No acabó la frase, pero todos entendieron lo que quería decir: que pronto comprobarían la exactitud de la foto porque examinarían in situ esa zona del planeta. Siguieron observando la imagen en la pantalla durante unos instantes más. Rohan ya no estaba tan seguro de que se tratara de una ciudad, si no de sus ruinas. Las sombras onduladas de las dunas demostraban que aquella formación geométricamente regular llevaba tiempo abandonada: unos finos trazos rodeaban por todas partes las complicadas estructuras, si bien algunas de ellas habían quedado prácticamente sumergidas por el arenoso tsunami del desierto. Además, aquella constelación geométrica estaba dividida en dos partes desiguales por una línea negra, zigzagueante, que se ensanchaba a medida que se adentraba en el continente, una fractura sísmica que había partido en dos algunas de las enormes «construcciones». Una de ellas, que parecía haberse caído, había formado una especie de puente cuyo extremo descansaba en la orilla opuesta de la grieta.
—Luz, por favor —sonó la voz del astronavegador. Cuando la sala se iluminó, miró el reloj de pared.
—En dos horas despegamos.
Sonó un coro de voces entremezcladas; los que más protestaban eran los hombres del biólogo jefe, que con sus perforaciones de prueba habían alcanzado los doscientos metros de profundidad. Horpach, con un gesto, dejó claro que no había nada que discutir.
—Todas las máquinas regresan a bordo. Aseguren adecuadamente los materiales recogidos. La revisión de fotografías y los demás análisis deben seguir su curso. ¿Dónde está Rohan? ¡Ah, aquí está! Bien. ¿Ha oído lo que he dicho? En dos horas todo el mundo tiene que estar en los puestos de despegue.
La operación de carga de las máquinas se desarrollaba con prisas, pero sistemáticamente. Rohan hizo oídos sordos a los ruegos de Ballmin, que pedía un cuarto de hora más para continuar las perforaciones.
—Ya ha oído lo que ha dicho el comandante —repetía a diestra y siniestra mientras apremiaba a los montadores que se acercaban con enormes grúas a las zanjas excavadas. Las máquinas perforadoras, los provisionales puentes de rejilla metálica, los contenedores de combustible… Uno a uno acabaron en las bodegas de carga; cuando ya solo el suelo socavado daba cuenta de los trabajos allí realizados, Rohan y Westergard, ingeniero jefe adjunto, revisaron por si acaso el recinto de las obras recién abandonadas. Después, la gente desapareció en el interior de la nave. Solo entonces se agitaron las arenas en el perímetro lejano, los energobots, convocados por radio, regresaron en fila india y subieron a bordo; la nave metió en el interior, bajo las acorazadas placas, la rampa y la caja vertical del ascensor y permaneció inmóvil durante un instante, acto seguido, el monótono aullido del viento fue mitigado por el silbido metálico del aire comprimido que limpiaba a chorro las toberas. Unos remolinos de polvo envolvieron la popa y un resplandor verde que se mezclaba con la luz roja del sol trepó por ellos, en la incesante estampida de truenos que sacudían el desierto y reverberaban con un múltiple eco entre las paredes rocosas, la nave se fue elevando lentamente en el aire, dejando tras de sí un abrasado círculo de roca, unas dunas cristalizadas y unos jirones de condensación. Acto seguido El Invencible desapareció veloz en un cielo violeta. Mucho más tarde, cuando el último rastro de su trayectoria, señalada por una blanquecina línea de vapor, se disipó en la atmósfera, y las arenas móviles empezaron a cubrir la roca desnuda y a llenar las excavaciones abandonadas, apareció, por el oeste, una nube oscura. Fue avanzando muy baja, empezó a desplegar un extendido y arremolinado tentáculo que rodeó el lugar de aterrizaje y quedó suspendida, inmóvil, sobre él. Permaneció así cierto tiempo. Cuando el sol se hubo esquinado claramente hacia el oeste, de la nube empezó a caer sobre el desierto una lluvia negra.
Entre ruinas
El Invencible se posó en un lugar cuidadosamente elegido, a unos seis kilómetros al norte del límite exterior de la llamada «ciudad», que desde el puente de mando se veía francamente bien. Parecían construcciones artificiales, y era algo que ahora se podía apreciar con mayor claridad que en las fotografías hechas por el satélite de observación. Angulosas, negruzcas y de formas desiguales, con brillos metálicos aquí y allá, por regla general más anchas en su base, se extendían a lo largo de muchos kilómetros. Pero ni el más potente telescopio permitía distinguir los detalles, sin embargo parecía que la mayoría de esas construcciones tenía más agujeros que un colador.
No había cesado aún el retumbar metálico que producían las toberas al enfriarse cuando la nave extrajo de su interior la rampa y el andamio de la grúa y se rodeó de un círculo de energobots. Esta vez, sin embargo, se implementaron mayores medidas: frente a la ciudad (imposible de ver desde el nivel del suelo porque quedaba oculta tras unas pequeñas colinas) se agruparon dentro de un escudo energético cinco vehículos todoterreno, a los que se uniría un lanzador móvil de antimateria, que los doblaba con creces en tamaño, parecido a un escarabajo apocalíptico de azulado caparazón.
El comandante del grupo opertivo era Rohan. Estaba de pie, erguido en la torreta abierta del primero de los todoterrenos, esperando a que se abriese un paso en el campo de fuerza en respuesta a la orden que llegaría desde El Invencible. Dos inforrobots situados en las colinas más próximas lanzaron una serie de bengalas verdes incombustibles para señalar el camino, y la pequeña caravana en formación doble, con el vehículo de Rohan al frente, se puso en marcha.
Los motores de los vehículos entonaban notas graves, penachos de arena salían despedidos de por debajo de los neumáticos de balón de aquellos gigantes, un robot de reconocimiento volaba a ras del suelo doscientos metros por delante del primer todoterreno. Se parecía a un plato llano con antenas que vibraban con gran rapidez, cuyos chorros de aire inferiores revolvían las cimas de las dunas, como si avivase un invisible fuego a su paso. La polvareda levantada por el convoy en aquella tranquila atmósfera tardaba bastante en posarse, y marcaba el paso de la columna con una estela rojiza y alborotada.