El invencible. Stanislaw Lem
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Lo que habían denominado ciudad en realidad no se parecía en lo más mínimo a los asentamientos de la Tierra. Oscuras moles de superficies erizadas como las púas de un cepillo, no semejantes a nada que hubieran visto ojos humanos, se erguían hundidas a una profundidad desconocida en las dunas móviles. Sus formas, que resultaban imposibles nombrar, alcanzaban varias plantas de altura. No tenían ni ventanas ni puertas, ni siquiera paredes; unas parecían entretejidas redes onduladas en un sinfín de direcciones, muy tupidas, con nudosidades gruesas en el lugar de las junturas; otras se asemejaban a los complicados arabescos tridimensionales que habrían formado panales o cedazos de orificios triangulares o pentagonales mutuamente superpuestos. En todas y cada una de las estructuras de mayor tamaño y de las superficies visibles se podía detectar algún tipo de regularidad, no tan homogénea como en un cristal, pero indudable, repetida con una cadencia determinada, a pesar de estar bastamente interrumpida por un rastro de destrucción. Algunas construcciones, que sobresalían verticalmente de la arena, estaban formadas —aunque no como las de los árboles o los arbustos: libres— por una especie de ramas que parecían haber sido cortadas a toscos hachazos, unidas estrechamente entre sí en forma de medio arco o de dos espirales girando en direcciones opuestas, otras de las que encontraron estaban, en cambio, inclinadas como la plataforma de un puente levadizo. Los vientos, que por regla general soplaban del norte, acumularon en todas las superficies horizontales o ligeramente ladeadas una arena ligera y volátil, de manera que desde lejos, los vértices superiores de las ruinas parecían pirámides achaparradas y truncadas. Pero cuando te acercabas, su lisa superficie revelaba un sistema de varillas y listones breñosos y afilados, enredados aquí y allá de tal manera que incluso la arena quedaba presa en la espesura. A Rohan le pareció que eran restos cúbicos y piramidales de rocas cubiertas por una vegetación apergaminada y reseca. Pero esa sensación volvía a cambiar a pocos pasos de distancia, porque la regularidad ajena a las formas vivas revelaba su presencia a través del caos de la destrucción. En realidad, las ruinas no eran compactas, se podía echar un vistazo a su interior entre las rendijas de la maraña metálica, tampoco estaban huecas, ya que dicha maraña las rellenaba por completo. Reinaba por todas partes el marasmo del abandono. Rohan pensó en el lanzador de antimateria, pero era absurdo el uso de la fuerza si se tenía en cuenta la inexistencia de interiores a los que entrar. El vendaval acorralaba a los torbellinos de polvo corrosivo entre los altos bastiones. La arena, que no cesaba de caer a chorros por aquel mosaico regular de orificios negruzcos, formaba en su base unos conos puntiagudos a modo de aludes en miniatura. Un susurro constante y desatado los acompañó durante todo el recorrido. Las antenas giratorias, los cañones pendulares de los Geiger en funcionamiento, los micrófonos ultrasónicos y los detectores de radiación estaban en silencio. Solo se oía el crepitar de la arena bajo las ruedas y el rugir entrecortado de los motores al acelerar, cuando la columna cambiaba de formación y cuando giraba, y de repente el sonido desaparecía en la sombra profunda y fría que arrojaban los colosos dejados atrás y que emergían de nuevo en la arena iluminada por una luz escarlata.
Al final llegaron a una fisura tectónica. Era una grieta de cien metros de ancho que formaba un abismo sin fondo en apariencia; en todo caso, seguro que era muy profundo porque no lo pudieron llenar las cascadas de arena que los golpes de viento barrían sin cesar de sus bordes. Pararon y Rohan envió al otro lado un robot aéreo de reconocimiento. Observó en la pantalla lo que el robot veía con los objetivos de su cámara de televisión, pero la imagen era la misma que ya conocían. Al cabo de una hora, el explorador recibió la orden de volver y al reunirse con el grupo Rohan, tras consultarlo con Ballmin y el físico Gralev, que lo acompañaban en el vehículo, decidió inspeccionar algunas ruinas con mayor detalle.
Primero intentó averiguar con sondas ultrasónicas el grosor de la capa de arena que cubría las «calles» de la ciudad muerta. Se trataba de una labor bastante ardua. Los resultados de los sucesivos sondeos no coincidían, probablemente porque la roca base había sufrido una descristalización interna durante el seísmo que provocó su gran fisura. Aquella enorme depresión del terreno parecía estar cubierta por una capa de arena de entre siete y doce metros de espesor. Se dirigieron al este, hacia el océano, y tras haber recorrido once kilómetros de un camino tortuoso, entre ruinas negruzcas que se hacían cada vez más bajas y que emergían cada vez menos de las arenas hasta desaparecer por completo, llegaron a unas rocas desnudas. Se detuvieron al borde de un acantilado, tan alto que el ruido de las olas que rompían en su base les llegaba como un susurro apenas audible. La línea quebrada estaba marcada por una franja de roca desnuda, desprovista de arena, extrañamente lisa, se elevaba hacia el norte como una hilera de cumbres montañosas precipitándose hacia el espejo del océano en saltos petrificados.
Dejaron atrás la ciudad, convertida ya en una línea negra de contornos regulares, inmersa en una niebla rojiza. Rohan se comunicó con El Invencible y le transmitió al astronavegador los datos obtenidos, prácticamente nulos; la columna entera, que en ningún momento había dejado de guardar todo tipo de medidas de seguridad, se adentró de nuevo en las ruinas.
Por el camino hubo un pequeño accidente. El energobot del extremo izquierdo amplió demasiado su campo de fuerza, probablemente a causa de un pequeño error de trayectoria, y rozó el borde de una de aquellas construcciones puntiagudas con forma de panal inclinadas hacia ellos. Alguien había programado el lanzador de antimateria, conectado con los indicadores de consumo de energía, en modo automático en caso de ataque y el repentino salto en el consumo de potencia fue interpretado como una clara señal de un intento de traspasar el campo de fuerza, y el lanzador le disparó a la ruina inofensiva. Toda la parte superior de aquella retorcida construcción del tamaño de un rascacielos terrestre perdió su sucio color negruzco, se puso al rojo vivo, resplandeció con un brillo cegador y acto seguido se desintegró en un chaparrón de metal incandescente. Ni un solo fragmento alcanzó a la columna, los restos en llamas se deslizaron por la superficie de la invisible cúpula del campo de fuerza. Antes de llegar al suelo se habían evaporado a causa del golpe térmico. La aniquilación, sin embargo, provocó un aumento repentino de radiación, los Geiger dispararon automáticamente la alarma y Rohan, sin parar de maldecir y prometer romperle los huesos a quien hubiera programado los dichosos aparatos, tardó un buen rato en desactivarla y en responder a El Invencible, que había visto el brillo y había preguntado inmediatamente las causas del mismo.
—De momento, solo sabemos que se trata de un metal. Es probable que su composición sea una aleación de acero, volframio y níquel —dijo Ballmin que, sin preocuparse por el alboroto, aprovechó para hacer un análisis espectroscópico de las llamas que envolvían las ruinas.
—¿Es usted capaz de establecer su edad? —preguntó Rohan limpiándose la fina arena que se había posado tanto en sus brazos como en su cara. Dejaron atrás lo que había quedado de las ruinas, retorcidas ahora a causa del calor y que colgaban como un ala rota sobre el camino por el que acababan de pasar.
—No. Pero puedo decir que es algo endemoniadamente antiguo. Endemoniadamente antiguo —repitió.
—Tenemos que analizarlo con mayor detalle… Y no voy a pedirle permiso al viejo —añadió Rohan con repentina determinación.
Pararon junto a un complicado objeto formado por una serie de brazos que confluían en un mismo punto. Se abrió una portezuela en el campo de fuerza, señalizada por dos bengalas. De cerca predominaba una sensación de caos. La fachada de la construcción estaba