Los discípulos en la teosofía y otros artículos. H. P. Blavatsky
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Por otra parte, una persona puede no haber oído nunca en su vida la palabra “médium” y, sin embargo, ser un enérgico médium, aunque completamente inconsciente de ese hecho. Sus acciones pueden estar más o menos influenciadas inconscientemente por su entorno visible o invisible. Puede convertirse en víctima de los elementarios o elementales, aun sin conocer el significado de estas palabras, y, en consecuencia, puede transformarse en un ladrón, asesino, violador, borracho o estrangulador; ya ha sido suficientemente probado que los crímenes con frecuencia llegan a convertirse en epidemias; y otras veces, ciertas influencias invisibles pueden hacer que lleve a cabo actos que no concuerdan en absoluto con su carácter, tal como se lo conocía previamente. Puede ser un gran mentiroso, pero ser inducido por alguna influencia oculta a decir por una vez la verdad; puede ser normalmente muy miedoso, pero cometer en alguna gran ocasión, por el estimulo del momento, un acto de heroísmo; puede ser un ladrón y vagabundo, pero repentinamente realizar un acto de generosidad, etc.
Además, un médium puede conocer las fuentes de las que procede la influencia, —en términos más explícitos, “la naturaleza del ser, cuya acción es transmitida a través de él”—, o puede no conocerlas. Puede estar bajo la influencia de su propio séptimo principio e imaginar estar en comunicación con Jesucristo en persona o con un santo; puede estar en concordancia con el rayo “intelectual” de Shakespeare y escribir poesía shakespeariana e imaginar al mismo tiempo que el espíritu personal de Shakespeare está escribiendo a través de él, y el simple hecho de creer esto o aquello, no hará que su poesía sea ni mejor ni peor. Puede estar influenciado por algún Adepto para escribir una gran obra científica y desconocer enteramente la fuente de su inspiración, o imaginar quizás, que fue el “espíritu” de Faraday o de Lord Bacon el que escribía a través de él, mientras que todo el tiempo estuvo actuando como un Chela, aunque ignorante del hecho.
De todo esto se sigue que el ejercicio del mediumnismo consiste en la mayor o menor entrega del autocontrol, y que este ejercicio sea bueno o malo depende completamente del uso que se haga de él y del fin para el que se hace. Esto nuevamente depende del grado de conocimiento que posee la persona médium con respecto a la naturaleza del ser a cuyo cuidado abandona durante un tiempo voluntaria o involuntariamente, la custodia de sus poderes físicos o intelectuales. Una persona que confía esas facultades indiscriminadamente a la influencia de cualquier poder desconocido es, sin duda, un “chiflado”, y no puede ser considerada menos demente que la que confía su dinero y sus objetos de valor al primer extraño o vagabundo que se lo pidiera. Ocasionalmente encontramos a tales personas, aunque son comparativamente raros, y generalmente son conocidos por su mirada idiota y por el fanatismo con que se adhieren a su ignorancia. Tales personas deberían ser compadecidas en lugar de culpadas y, si fuera posible, deberían ser instruidas con respecto al peligro en que incurren; pero el que un Chela, que conscientemente y con buena voluntad entrega sus facultades mentales durante un tiempo a un ser superior, a quien él conoce y en cuya pureza de fines, honestidad de propósito, inteligencia, sabiduría y poder tiene plena confianza, pueda ser considerado un médium, en la acepción vulgar del término, es una cuestión que ha de dejarse para que el lector, después de una debida consideración de lo mencionado, decida por sí mismo.
El adepto y el médium
El adepto puede estimular en animales y plantas la acción de las fuerzas biológicas hasta más allá de los límites que ordinariamente llamamos naturales, sin por ello contrariar a la Naturaleza, sino favorecerla con la intensificación del Principio Vital.
El adepto es capaz de alterar la condicionalidad sensorial y emotiva del cuerpo astral de quien no sea adepto; puede valerse a su albedrío de las entidades elementales o espíritus de la Naturaleza; pero de ningún modo le cabe dominar al Espíritu de hombre alguno ni encarnado ni desencarnado, porque todo Espíritu es Chispa Divina no sujeta a externas influencias.
Hay dos modalidades de clarividencia: psíquica y espiritual. La clarividencia de los modernos sujetos hipnotizados difiere de las antiguas pitonisas tan sólo en los medios de producir el estado lúcido y de la mayor o menor agudeza de los sentidos astrales; pero ni unas ni otros llegan mucho a la perfecta y omnisciente clarividencia espiritual, sino que sólo pueden vislumbrar la Verdad a través del velo de la naturaleza física.
El principio mental llamado Favâtma por los yoguis indos es el medianero entre los elementos espirituales y materiales del hombre, pues por una parte domina y por otra está sujeto al cerebro físico. La claridad y exactitud de las percepciones espirituales de la mente dependen, mientras está ligada al cuerpo material, de su grado de relación con el Principio Superior, y cuando ésta relación le permite actuar independientemente de los principios inferiores y unida al Superior, entonces percibe la Verdad sin mezcla de error alguno. Este es el estado que los indos llaman Samádhi, o sea, la más elevada condición espiritual asequible para el hombre en la Tierra.
Los vocablos sánscritos Prânâyâma, Pratyâhâra y Dhâranâ expresan otros tantos estados psíquicos.
En el de Dhârânâ queda el cuerpo físico completamente cataléptico y la percepción del Alma liberada es subjetiva y clarividente; pero como no deja de funcionar el principio senciente del cerebro físico, las percepciones mentales estarán entremezcladas con las percepciones objetivas del mecanismo cerebral, y por ello se le representarán la memoria y la fantasía en vez de la visión perfecta. Pero el Adepto sabe cómo suspender el funcionalismo mecánico del cerebro y así sus visiones son claras, puras, verdaderas e inalterables. Al paso que mientras el vidente, incapaz de anular las vibraciones astrales, sólo percibe imágenes más o menos incompletas por medio del cerebro, el clarividente sujeta a su Voluntad todas sus potencias psíquicas y facultades físicas; y no puede tomar las sombras por realidades porque su percepción es directamente espiritual, sin que el Yo superior o subjetivo esté eclipsado por el Yo inferior u objetivo. Tal es la genuina clarividencia espiritual que, según dice Platón, eleva el Alma más allá de los dioses menores hasta identificarla con el simple, puro, inmutable e inmaterial Nous. Tal es el estado que Plotino y Apolonio llamaron de unión con Dios, los antiguos yoguis, Ishvara y los modernos, Samâdhi. Sin embargo, la clarividencia espiritual es tan distinta de la videncia psíquica como una estrella de una luciérnaga.
Ammonio Saccas, el Teodidaktos (enseñado por Dios), dice que la memoria es la única potencia que directamente se opone al don de profecía y previsión.
El médium no puede subyugar voluntariamente sus cuerpos mental y físico, sino que necesita para ello la ajena intervención de una entidad desencarnada, de un hipnotizador terreno, o bien, de algún medio que artificiosamente le ponga en trance, mientras que a los adeptos y fakires les basta para ello un breve rato de concentración y ensimismamiento.
Entre los medios artificiales de los que se valían los antiguos para determinar el estado de trance, citaremos las columnas de bronce del templo de Salomón, las campanillas y granadas de oro de Aarón y sumos pontífices hebreos, las sonoras campanas que pendían alrededor de la estatua de Júpiter Capitolino, las tazas de bronce que se empleaban en los Misterios durante el Kora, y las copas de bronce pendientes en círculo de un doble aro de doscientas granadas que servían de chapaletas en el hueco de las columnas. Las sacerdotisas que en el norte de la antigua Germania actuaban bajo la dirección de los Hierofantes, sólo podían profetizar entre el tumulto de las olas del mar o mirando de hito en hito la rápida corriente de un río. Las sacerdotisas de Dodona se situaban al mismo efecto bajo el roble de Zeus y quedaban hipnotizadas al murmullo de las hojas del árbol o del arroyuelo que regaba sus raíces.
Pero el adepto no necesita valerse de estos artificiosos