Ontología analéptica. Fabián Ludueña Romandini
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Ontología analéptica - Fabián Ludueña Romandini страница 6
— 8 —
La obra del teólogo y catalogador de códices griegos de la Biblioteca Vaticana, León Alacio (1586-1669), de proveniencia griega ortodoxa pero luego convertido al catolicismo romano, constituye uno de los testimonios más preciosos que tenemos del pasaje de la tradición griega y medieval hacia la Modernidad en materia de vampirismo, pues sus textos recogen datos tanto del folclore como de la tradición erudita. En este sentido, Alacio defiende plenamente la existencia del vampirismo para el cual posee una oportuna explicación teológica.
Con la anuencia del poder de Dios que, de alguna manera, anticipa el castigo divino en el Juicio Final, el fenómeno vampírico es una suerte de vivencia anticipada del castigo eterno. En ese sentido, si los ángeles testimonian por Dios, los vampiros dan crédito de la existencia del Diablo y de los suplicios del Infierno. Son los mensajeros del Día final que caminan sobre una tierra suplicante. De hecho, el monje cuenta cómo se encontró, durante su juventud en Chíos, mientras estaba bajo la tutela de su maestro y tío materno Miguel Neurides, la tumba de un vampiro en la Iglesia de San Antonio. En efecto, como señala Alacio:
El Diablo (Daemon) es perfectamente capaz de hacer un cuerpo a partir de cualquier materia (corpus ex materia) y con cualquier apariencia (similitudinem) que desee (…) El Diablo puede con apenas un menor esfuerzo robar un cuerpo muerto (corpus demortui arripere), entrar en él, moverse en él como si fuese propio y hacer con él todo lo que un cuerpo puede hacer –estar vivo, aunque no puede hacer las cosas que llamamos vitales (vitalia). ¿Quién podría, entonces, ser tan obtuso como para negar que el Diablo, quien es capaz además de transformarse en el Ángel de la Luz (Angelum lucis), tiene el poder de recuperar el cuerpo hinchado (tumens) y fétido (foetidus) de un Bulcolacas (Bulcolacae) de un cementerio y deambular con él, anunciando desastres y causando sufrimiento a la Humanidad? (Alacio, 1645: 145-146).
Como puede apreciarse, una sofisticada teología política informa la tratadística de Alacio que hace del vampirismo no sólo el inverso negativo de Dios sino que discute las posibilidades de ambos contendientes, Dios y el Diablo, en la gigantomaquia en torno al problema mismo de la vida y de la muerte que es, en definitiva, lo que Alacio reconoce como el núcleo duro que afecta al fenómeno vampírico.
Esta característica es asimismo reconocida en el posterior tratado de Pohl y Hertel que designa, precisamente, bajo el nombre de “Vrovcolacas” a los “hombres difuntos (homines defunctos)” que liban la sangre de los humanos vivos (Pohl – Hertel, 1732: § xi). En este sentido, resulta igualmente sugestiva la hipótesis lingüística avanzada por Montague Summers quien, apoyándose en el Etymologisches Wörterbuch der Slavischen Sprachen de Franz Miklosich, ha sostenido un camino que debe ser sopesado con seriedad, a saber, que con la excepción del serbio, en todas las lenguas eslavas de las cuales el término griego vrykólakas deriva, posee la significación a la vez de vampiro y hombre-lobo, mostrando la profunda copertenencia de ambos fenómenos según la creencia eslava de que “un hombre que durante su vida ha sido un hombre-lobo, necesariamente se transforma en un vampiro después de su muerte” (Summers, 1933: 20-21).
Agustín Calmet (1672-1757), en una línea similar, califica a este tipo de fenómenos como de “fanatismo epidémico (fantisme épidémique)”, aunque no se priva de las siguientes afirmaciones:
Estas personas retornan en sus propios cuerpos; se los ve, se los conoce, se los exhuma, se les hace su proceso; se los empala, se les corta la cabeza, se los quema. No es, por tanto, solamente posible sino también muy cierto y muy real (très-vrai & très-réel) que aparecen con sus propios cuerpos (…) El Demonio tiene el poder de dar la vida a algunos cuerpos y conservarlos de la corrupción durante cierto tiempo, de los cuales se sirve para engañar a los hombres con ilusiones y causarles pavor (frayeur) como ocurre con los revinientes de Hungría. (Calmet, 1746: 16 y 140).
De esta forma, los seres vivientes no tienen que esperar al Día del Juicio para experimentar, ya en el siglo presente, las desventuras y tormentos del Infierno. En cierto modo, el vampirismo constituye el reservorio de las oscuras presencias del Averno entre los hombres para recordarles que el tiempo escatológico, si bien puede ser inescrutable en cuanto a su arribo, no deja de enviar señales anticipatorias del gran Apocalipsis y la posthistoria de aquella parte de la Humanidad que podría recibir la punición eterna.
— 9 —
No hay duda que la literatura gótica constituyó el afianzamiento moderno de la figura del vampiro. Sin embargo, no debe pensarse, como podría ser una tentación, que se trata meramente de una estetización y deformación de antiquísimos rituales. Al contrario, debemos tomar a la literatura moderna como una creadora co-partícipe de la mitopoiesis vampírica, vale decir, la extensión moderna y contemporánea de una mitología milenaria que contribuye a solventar. En ese sentido, la ultra-historia literaria de los vampiros modernos debe ser abordada, al menos, desde el Romanticismo alemán (Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 16-17). En un período temprano, Lord Byron podrá enunciar en The Giaour (1813) aquellos versos inmemoriales que constituyen un hito de la tradición:
But first, on earth as Vampire sent,
Thy corse shall from its tomb be rent:
Then ghastly haunt thy native place,
And suck the blood of all thy race.
(Pero antes, enviado a la tierra como Vampiro,
Tu cadáver de su sepulcro será arrancado:
Entonces, atormentará horrorosamente tu lugar natal,
Y chupará la sangre de toda tu raza).
(Byron, The Giaour, 755-758).
Puede detectarse aquí, probablemente, un conocimiento por parte de Byron del tratado de Dom Calmet, entre otras fuentes posibles que no descartan a René, la novela de Chateaubriand publicada en 1802 (Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 21). Así habrá de configurarse, progresivamente, la figura del vampiro moderno con su personalidad de la época de la decadencia europea: “un individuo que no sentía simpatía por ningún ser en la populosa tierra, excepto por aquella a quien se dirigía” (Polidori, El Vampiro (1819), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 56). Las definiciones canónicas, a su vez, no tardarán en llegar:
Los signos del vampirismo son: la conservación de un cadáver después del tiempo en lo que los otros cuerpos entran en putrefacción, la fluidez de la sangre, la flexibilidad de los miembros, etc. Se dice también que los vampiros tienen los ojos abiertos en las fosas, que las uñas y el pelo les crecen como a los vivos. Algunos se reconocen por el ruido que hacen en sus tumbas cuando mastican todo cuanto los rodea, a veces hasta su propia carne. (Prosper Mérimée, Sobre el vampirismo (1827), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 143).
Estas propiedades pueden obrar, justamente, porque “jamás Satanás ocultó mejor sus garras y sus cuernos” (Théophile Gautier, Los amores de una muerta (1836), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 182). Las mujeres, por su parte, no estarán exentas de conformar las filas del vampirismo más exótico:
En esas regiones lejanas