Ontología analéptica. Fabián Ludueña Romandini
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Se definen aquí los rasgos de la metafísica de la muerte propia del vampirismo antiguo tamizado por la teología cristiana y que se enuncia en el motto latino que pone en abismo al par conceptual vida-muerte que se corporiza en el vampiro para hacer de él una (aparente) paradoja lógico-ontológica viviente. En este aspecto, el vampiro es el representante más conspicuo de un paradigma milenario olvidado que encierra uno de los misterios estructurales del sistema de la vida que, hasta ahora, ha pasado completamente inadvertido para el escudriño filosófico.
Pocas veces las sensaciones que provoca la presencia del vampiro han sido señaladas con mayor acuidad que en el siguiente fragmento:
Entonces vino el miedo, el atroz pánico que no tiene nombre, el horror mortal que custodia los confines del mundo que no vemos ni conocemos como conocemos otras cosas, pero que sentimos cuando su gélido escalofrío congela nuestros huesos y revuelve nuestros cabellos con el toque de su fantasmal mano. (Francis Marion Crawford, Porque la sangre es la vida (1905), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 551).
La psyché es, en definitiva, junto con la sangre, el dominio del vampirismo de la mitología literaria moderna, mediada por una blasfemia amatoria. Pues antes que la toma de la sangre sacrificial en el ritual del sado-masoquismo amoroso de la muerte, resulta determinante la conquista de la psyché de la víctima seducida quien cede sus propios confines psíquicos para entrar en una suerte de universo Otro y extraño completamente a su mundo consciente. La víctima del vampiro logra hacer la experiencia del mundo fantasmal; entra paulatinamente en él para quedar cautiva del mismo. La experiencia-fantasma es equivalente a la conquista de una pysché que ahora es llevada hacia un plano superior de (in)conciencia. Al mismo tiempo, al no conocer la víctima las leyes que arbitran ese dominio, se transforma en un lugar donde tiene lugar la conquista de su Sí mismo, de su yo individual que progresivamente entra en un proceso de disolución irreversible para confundirse en una psyché común entre la víctima y el vampiro.
No cabe duda de que el más eximio catalizador de toda la tradición vampírica anterior fue la obra maestra de Bram Stoker que plasmó en la memoria de la Humanidad al máximo Vampiro de la historia:
Había un sepulcro más grande y señorial (lordly) que los demás; aunque enorme estaba noblemente proporcionado. En él no había sino una palabra: DRÁCULA. Así que esa era la morada donde reposaba como no-muerto (Un-Dead) el rey de los vampiros (King-Vampire), a quien tantos otros se debían. (Bram Stoker, 1992 (1897a): 374).
La filosofía de lo no-vivo alcanza aquí un punto culminante que concierne, desde luego, a la ontología analéptica que buscamos desarrollar en este libro. El No-muerto, la más metafísica y a la vez económica de las definiciones de un vampiro resulta ser, en el caso de Drácula, una suerte de Ur-Padre en una Horda de vampiros inmemoriales. Alfa y omega de un linaje satánico, su nombre condensa todo cuanto la Humanidad del Nuevo Mundo del Capital, alienada de su acceso a la dimensión de lo inmaterial, no podía sino vivir bajo la forma de una pesadilla que retorna en la realidad mediante la figura de un Rey ávido de sangre sacrificial y señor de la noche más oscura.
Probablemente, el tono metafísico último del vampirismo literario moderno fue enunciado en nuestra tierra por la prosa de Horacio Quiroga: “para los seres que viven en la frontera del más allá racional, la voluntad es el único sésamo que puede abrirles las puertas de lo eternamente prohibido” (Horacio Quiroga, El vampiro (1927), en: Ibarlucía – Castelló-Jourbert, 2007: 595). De hecho, resulta de la máxima relevancia el hecho de que la propiedad de la agencia que posee el sujeto en el mundo sea, desde un punto de vista biológico, normalmente asignada a los seres vivientes. El caso vampírico, en contraste, muestra que un no-vivo puede ser agente voluntario de acciones sobre el mundo de los vivos y, en cierto sentido, el paradigma de toda acción que pasa de la negatividad a la positividad de su ejercicio.
Por esta razón, lejos siempre de los convencionalismos, es el mérito de H.P. Lovecraft, quien seguramente no habrá dejado de tener en mente a la Berenice de Edgar Allan Poe, el haber celebrado lo que podríamos llamar el credo anárquico y nihilista del vampiro eternamente condenado:
Ahora cabalgo con las burlonas y amigables gulas en el viento de la noche, y de día juego entre las catacumbas de Nephren-Ka, en el sellado y desconocido valle de Hadoth, junto al Nilo. Sé que la luz no es para mí, excepto la de la luna sobre las rocosas tumbas de Neb, y que tampoco hay para mí alegría alguna, excepto los innominables festejos de Nitokris bajo la Gran Pirámide, pero en mi nuevo salvajismo y libertad casi agradezco la amargura de ser un anormal. (H.P. Lovecraft, El intruso (1921), en: Ibarlucía – Castelló-Joubert, 2007: 582-583).
No podría haberse escrito, con mayor maestría, lo que constituye la analítica existenciaria y, por ende, política del vampirismo. De esta forma, el Vampiro es la figura ontológica que representa, con mayor exactitud, al viviente humano de nuestro tiempo. El espejo invertido del muerto-vivo no debe confundirnos respecto de las simetrías invertidas puesto que la analogía opera justamente aquí mediante esas equivalencias alternas.
Así el Vampiro es el depositario del auténtico “estado de yecto” del viviente y el “ser-para-la-muerte” define su rasgo existenciario fundamental a partir del cual enlaza al tiempo con el Ser en una perspectiva que sólo para los vivientes, en su estado de vivos, puede parecer disociado. Por ello, en el Vampiro y en el viviente, como opuestos complementarios, colisionan el status corruptionis y el status integritatis hasta el punto en el que se devela que ambos se co-pertenecen desde los orígenes de la vida y se proyectan, en el novísimo despunte epocal que atravesamos, hacia una inédita forma de subversión de toda su existencia milenaria en el Ser.
En un ensayo de enorme interés, Friedrich Kittler ha analizado a Drácula a través de una suerte de Mediengeschichte y, por tanto, como el resultado del triunfo de los media tecnológicos por sobre el oscurantismo sanguinario de la vieja Europa (Kittler, 1993). Por un lado, el diagnóstico toca un punto central: las tecnologías, en cierta forma, han acorralado al vampirismo. Por otro, el limitado alcance del análisis de Kittler, concentrado sobre la figura de Drácula, le impide observar que la sombra metafísica del vampirismo se extiende mucho más allá de la condición histórica de los seres hablantes o de la historia europea para ser el emblema mismo de la condición de toda la vida sobre la Tierra.
Desde este punto de vista, el vampirismo no es un fenómeno histórico acotado al gótico y sus temores tecnológicos sino, al contrario, constituye la vía de acceso al umbral metafísico originario de todas las formas de vida en Gaia y, en ese punto, sigue siendo un determinante que, por caminos que habremos de explorar seguidamente, nos sigue determinando a todos los seres vivientes en nuestra estructura genómico-metafísica. Al contrario, lo que resulta combatido abiertamente en nuestra época no es tanto el vampirismo per se sino su influencia en la condición del Homo sapiens en cuanto tal.
Salvo que, según la tesis de este libro, el humano nunca ha existido y, por consiguiente, podemos decir que todo ser viviente, especialmente los seres hablantes, bajo una forma de analogía metafísica que habremos de precisar, son vampiros con una estructura lupina. Lo que Kittler no puede captar, entonces, es que todo combate contra el vampirismo es una guerra interna de los seres hablantes contra sí mismos y su historia metafísica que no puede sino concluir en resultados imprevisibles los cuales, como veremos, no excluyen la catástrofe.