El círculo de los blasfemos. Alberto Prunetti
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Alberto (lo trato por el nombre de pila porque después de leerlo me di cuenta de que somos parientes de clase, una especie de primos working class) no nos lleva al cielo ni al olimpo ni al paraíso en El círculo de los blasfemos (Hoja de Lata, 2022). El viaje que nos ocupa en este tercer libro de la trilogía del chaval de Piombino (que todavía alguna tarde se hace cruces por no haber optado por el fútbol o la Formación Profesional) nos traslada directamente al infierno de Dante. Aunque en realidad el camino de Prunetti nos lleva al backstage de la Divina Comedia. Donde se mueve de verdad el mecano que supone un averno, que no es cosa baladí.
Ahí, en la parte de atrás, donde nadie los ve, porque todo el mundo sabe que en este mundo de locos los obreros son invisibles, están los que hacen que funcione la fábrica de los calvarios. Entre todos los curritos está el padre del autor, Renato Prunetti, o Steve McQueen, y también nuestra salvación, como lectores (no como herederos) a través de la risa y el humor. Lo que tiene haber vivido el infierno de la asfixia en vida es que el más allá, por mucha llamarada que conlleve, se te hace algo liviano, hasta «blandengue»; no hay como crear callo en el más acá. Así que el paseo por las cloacas del báratro, lejos de incomodar, causa alegría, sensación de hogar, como los montes verdes y las ruinas industriales. Al fin y al cabo, los que nos pasean por él son de los nuestros.
El acercamiento a la redención que (spoiler) no llegará nunca ni falta que hace; la comprensión de la verdad absoluta de que los jefes (sean estos el mismísimo dios o un simple CEO) mandan pero las manos que hacen que todo funcione son únicas e imprescindibles, o la carcajada que soltarás de vez en cuando, cuando Renato se cabree, se lo deberemos los hispanohablantes, en una parte enorme, a Paco Álvarez, el traductor de Alberto Prunetti, que convierte en esperanto el italiano rudo de la Toscana, y a la editorial Hoja de Lata, culpable de esta hermandad.
Y por si aún faltara algo para unirnos más, El círculo de los blasfemos aporta una prueba definitiva (que ya nos dejaron ver Amianto y 108 metros) y es que cada lugar obrero del mundo tiene su propia blasfemia. En mi pueblo se dice «Me cago en mi madre», en el de Prunetti: «Maremma marrana!». Y por todas las veces que la decimos o la pensamos, será por lo que acabaremos en el infierno. Pero ya os digo que ni tan mal…
Todos los lectores working class de pensamiento, palabra, obra e incluso omisión, hablen el idioma que hablen, tendremos una deuda eterna con mi primo el de Piombino por haber escrito esta memoria obrera que es la suya y la de todos, que es radiografía y a la vez redención. Como le deberemos a Francesca, su madre, la generosidad y la altura de miras. Ella, como muchas mujeres de clase trabajadora, tuvo que dejar su oficio para cuidar a los suyos. El abandono de Francesca fue a su máquina de escribir. Por todas las teclas que su compromiso con la familia le impidió pulsar, el destino le ha dado un hijo escritor. Eso sí que es un final para sonreír. ¡Gracias, Francesca! A ti y a todas las mujeres que nos cuidan, nos alientan y nos llevan hasta el cielo o, ¡qué demonios!, mejor al infierno, para ver a Renato…
Aitana Castaño Díaz
Langreo, enero del 2022
Featuring:
Renato
&
Steve McQueen
Special guest: Dante Alighieri
Soundtrack: la armónica de Hasta que llegó su hora
EN MEDIO DEL CAMINO DE MI VIDA
Una multitud se precipitaba hacia las orillas, mujeres y hombres, y cuerpos de héroes magnánimos en los que se había apagado la vida.
Virgilio, Eneida VI, 305-307
En medio del camino de mi vida me vi en un oscuro sueño.1 Estaba soñando y sudando, como un condenado del trabajo. Estaba atravesando una ciénaga en una barca en la que Caronte, el barquero, de antiguo y blanco pelo, tenía los rasgos del conserje cojo de los campos de fútbol de mi infancia. Me observaba con mirada ardiente, recordándome un penalti que fallé frente al Venturina hacía muchos años.
Con temor e incredulidad, comienzo a caminar por un sendero lleno de polvo rojo, apuntalado con arbustos carbonizados. Voy a parar a una parcela de tierra quemada, similar a una carbonera de los bosques de Maremma. Hay un tipo que viste una funda azul y lleva una máscara de pantalla oscurecida. Sostiene en la mano un soplete. Apoya los electrodos y la pinza en el suelo, seguidamente se pone a cantar.
Me he encontrado
con un barco que zarpaba
y he preguntado dónde iba.
Al puerto de las ilusiones,
me ha dicho aquel capitán.
Tierra, tierra,
tal vez busco una quimera,
esta tarde, tarde eterna.
Una canción de Piero Ciampi dedicada a Livorno. La canción que él solía cantar…
Levanta la máscara de soldador.
—¡Hola, blandengue!
—¡Papá!
—¿Qué haces por aquí? ¿Te han entrado ganas de trabajar? Ya era hora…
Está ahí realmente. Es él.
Me acerco a Renato lleno de orgullo, ansioso por el encuentro, con ambos brazos extendidos. Y le digo:
—¿Sabes qué, papá? Escribí tu historia y ahora todo el mundo la conoce.
Y él comenta:
—Bien, hijo, me alegro de que nunca te metas en tus asuntos. ¿Te han dado muchas palmaditas en el hombro esos que tienen estudios? A lo mejor hasta te llamaron señor, ¿eh? Así que en vez de trabajar te has puesto a escribir sobre el trabajo… ¡Eres un artista! Pero ahora, antes que nada, tienes que ponerte eso que va en la cabeza.
Y yo, complacido, imaginando su orgullo por tener un hijo escritorzuelo, le digo:
—Ah, sí, claro…
Y él repite:
—Sí, debes ponerte eso en la cabeza. De lo contrario no seguimos, no vas a ninguna parte.
Y yo le pregunto:
—Papá, ¿te refieres a la corona?
Y él:
—¿Pero qué corona?
Y yo:
—¿Te refieres…