El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp

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El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp Hoja de Lata Editorial

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ella buscaba en la ciudad. Aún no tenía planes muy precisos, pero esperaba y confiaba en que, de hecho, sería muy inapropiada.

      —Bueno, si no es mucho estorbo…

      —¡Estorbo! —exclamó jovial la señora Packett—. ¿Acaso no es este su hogar? Igual que es el tuyo, querida, siempre que quieras volver.

      Después, todo fue como la seda. No lo aprobaban, lo lamentaban, pero se mantuvieron firmes en su bondad. Su patriotismo no había consentido que Julia cobrase la pensión; había vivido en Barton como una hija, con la asignación de una hija, y en ese momento ascendía a trescientas libras al año. Julia, con cierto remordimiento, lo consideraba demasiado, pero los Packett fueron inflexibles. Al parecer no tenían muy buen concepto de su capacidad para obtener ingresos y la viuda de su hijo no podía vivir con menos. Era su herencia, debía aceptarla, y cuando quisiera podía volver a casa.

      5

      Durante el año siguiente, fue cinco veces. Al otro, volvió para el cumpleaños de su hija, pero no se quedó a dormir. En los siguientes cumpleaños, solo le escribió. Sin embargo, cuando Susan cumplió los nueve, Julia sufrió un repentino arrebato maternal e invitó a la niña a pasar una semana con ella para que conociese la ciudad. La ocasión era propicia, pues el señor Macdermot, cuyo piso ya compartía entonces, había tenido que ir a Menton requerido por su esposa inválida, pero Susan no fue y, en respuesta a su invitación, Julia recibió una contraoferta de suma trascendencia. Los Packett estaban dispuestos, le escribieron, a asumir por completo la tutela de la niña en el presente, y a hacerla su heredera en el futuro, si Julia por su parte renunciaba a cualquier reclamación legal. Si lo hacía, podría ver a Susan cuando quisiera, por supuesto, bien en Barton o allí donde sus abuelos decidiesen, pero no podría llevársela a ningún sitio sin su permiso. Esa última píldora iba dorada por una cordial invitación de la señora Packett para visitarlos y quedarse con ellos durante un mes.

      Julia consideró con calma las dos propuestas, aceptó la primera y rechazó la segunda. Se alegraba de que el futuro de su hija estuviera tan bien asegurado, pero no quería ninguna escena de renuncia. Además, estaba muy ocupada, pues se había involucrado, con cierta nobleza de mecenas, en una nueva compañía itinerante que estaba montando por entonces uno de sus amigos del teatro. Iría pronto, les dijo a los Packett, pero no en ese momento.

      Dos meses después, volvió a tener noticias suyas. Tras ese decoroso intervalo, la obsequiaron con una única suma de siete mil libras en bonos del Estado para sustituir su asignación. Aquella sorprendente generosidad, Julia la interpretó sin resentimiento como el deseo de deshacerse de ella de una vez por todas, pero solo tenía razón a medias. También era un bálsamo para la conciencia de la señora Packett.

      —Con algo de dinero propio —decía esta (que tenía un punto de vista llano y anticuado)—, podrá conseguir marido.

      Julia no consiguió marido, pero se embarcó en la gestión teatral. Puso en escena dos obras en seis meses y, cuando la segunda desapareció de la cartelera, de las siete mil libras le quedaban exactamente diecinueve y seis chelines.

      6

      El fallecimiento del señor Macdermot, unos tres años después, dejó por tanto a Julia en una situación muy precaria. Tenía treinta y un años, demasiado mayor (y también demasiado rolliza) para volver a los coros, había adquirido gustos acomodados, si no lujosos, y no estaba en absoluto capacitada para ningún empleo remunerado respetable. Pero se las arreglaba. Era una persona muy versátil. Seguía haciendo de figurante y en una ocasión (en un espectáculo de un club nocturno) fue «la dama que se cae en la fuente». De vez en cuando, en algún desfile, presentaba los modelos de talla grande. Su alegre sonrisa publicitó una nueva levadura y un tónico para mujeres mayores de cuarenta años. Además, por supuesto, tomaba dinero prestado de algunos caballeros amigos suyos, de los cuales tenía muchos, y esporádicamente aceptaba su hospitalidad. Lo único que Julia jamás se planteó fue volver a Barton con los Packett.

      Se había distanciado de ellos para siempre. Con auténtica humildad, se examinó a sí misma y reconoció que no era lo bastante buena. Y desde luego no era lo bastante buena para una hija que (como le informó en su día la señora Packett) iba al colegio en Wycombe Abbey y daba clases de equitación y tenía como mejor amiga a la hija de un lord…

      De modo que Julia dio por concluido el asunto y, durante meses y meses (y al estar tan ocupada y siempre sin blanca), casi olvidó su existencia.

      Solo entonces, cuando Susan tenía problemas, el instinto maternal de Julia revivió de pronto, pero no sin un propósito. El efecto inmediato, como se ha visto, fue el desconcierto de dos cobradores y la estafa al señor Lewis.

      CAPÍTULO 3

      1

      La dirección desde la que había escrito Susan era «Les Sapins, Muzin, près de Belley, Ain» y, tan pronto como tuvo una vez más el piso a su disposición, Julia revisó toda su ropa para ver qué, si es que había algo, se adecuaba a un destino así. Estaba en el campo, por supuesto, como Barton, y probablemente sería del mismo estilo, solo que más alegre, sin duda, al tratarse de Francia. Extendió sus tres vestidos de fiesta y los miró pensativa: tenía uno de tafetán azul medianoche —con ballenas en el corpiño para prescindir de los tirantes— que un pañuelo o una chaquetilla podrían arreglar, pero al ver los otros dos —uno blanco cuya parte de arriba era en esencia una amapola negra de terciopelo; otro verde con lentejuelas— negó con la cabeza; ni siquiera en Francia los Packett serían tan alegres.

      «Tengo que parecer una dama —pensó—. Tengo que ser una dama…».

      Aquella idea la inquietó y la reafirmó al mismo tiempo. Sería difícil, pero podía hacerlo. Y en un aspecto, de hecho, Julia tenía más suerte de lo que creía: su concepto de lo que implicaba «ser una dama» era preciso, tan carente de matices ambiguos o pequeñas sutilezas como el boceto de una modista y, al igual que el boceto de una modista, solo tenía en cuenta la apariencia exterior. Las damas por naturaleza no eran damas para Julia. Eran mujeres de buena pasta, que era algo muy distinto. Si le hubieran pedido a bote pronto una definición, probablemente habría dicho: «Las damas nunca beben con la boca llena y jamás coquetean». De preguntarle por qué, habría contestado: «Porque son damas». Si entonces, con descortés insistencia, alguien quisiera saber si había que esperar a ver a una mujer comiendo y bebiendo o a que le hicieran ojitos para distinguirla, Julia habría ampliado la definición. Siempre se podía distinguir a una dama por su ropa. Por muy elegante que fuera, la ropa de una auténtica dama nunca llamaba la atención y, si de pronto quería cambiarse las prendas interiores —esto, por supuesto, tendrían que habérselo sacado antes de que la propia Julia se convirtiera en una dama—, siempre podía hacerlo.

      Al final, decidió coger un billete solo de ida y comprarse un vestido nuevo con el dinero que le sobrara. Se compró también un conjunto de lino, un sombrero modelo matrona y tres combinaciones de camisola con calzón. De estas ya tenía de sobra, en realidad, pero todas llevaban policías bordados en las perneras. Y en el andén de Victoria, casi por primera vez en su vida, compró un libro.

      Era La saga de los Forsyte y Julia lo eligió en parte porque parecía muy gordo para lo que costaba y en parte porque a menudo había oído hablar de Galsworthy como un buen escritor. Se imaginó que era el tipo de libro que a Susan le gustaría ver leer a su madre y el afecto maternal de Julia era tan fuerte (aunque ciertamente errático) que se leyó tres capítulos enteros entre Londres y Dover.

      2

      Las

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