El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp
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Una maestra de escuela envuelta en un impermeable, que buscaba un rincón resguardado, se acercó y se detuvo junto a ella.
—Parece que aquí no dará el aire —conjeturó.
Julia inclinó la cabeza.
—Me temo —continuó la otra, aunque en un tono más formal— que nos espera una travesía con mucho viento.
Julia volvió a inclinar la cabeza. La maestra pasó de largo. Luego (tras un breve intervalo en el que observó cómo embarcaban un Daimler) Julia se leyó tres capítulos de El propietario de una tacada. Si bien se le estaba haciendo un poquito difícil, eso mismo la complacía más que otra cosa, pues confirmaba su opinión de que era un libro muy bueno y, además, nadie podía ser más dama que su heroína. ¡Tener tanto atractivo y no aprovecharlo nunca para divertirse! ¿Qué podía ser más propio de una dama que eso? Así leía y así cavilaba Julia, una dama ella misma para cualquiera que la viese, y apenas levantaba la vista entre párrafo y párrafo.
No pudo evitar fijarse, sin embargo, en cierto grupo formado por una mujer y cinco hombres que estaban de pie junto a la barandilla casi frente a su asiento. Fue la proporción de los sexos lo que le llamó la atención. ¡Una mujer con cinco hombres! Julia volvió a mirarla y no vio nada que mereciese tan buena fortuna. Era bajita, regordeta, cincuentona por lo menos, con el pelo de un dorado tan feroz y los labios de un rojo tan agresivo, y tal montonera de polvos malva claro en la nariz, que ni siquiera el conjunto que llevaba, todo negro, podía disimular su parecido con un guacamayo. Julia no pudo por menos que enarcar las cejas, pero también —antes de volver al libro— echó un vistazo a los cinco tipos. Variaban en estatura desde uno muy alto hasta uno muy bajo, pero eran todos de hombros anchos, espalda recta y caderas estrechas e incluso había una vaga semejanza en sus rasgos, si bien el más alto (al que llamaban Fred) era también, con mucho, el más guapo. Uno de los hombres más guapos que Julia había visto.
«Gente de teatro», pensó, y en ese momento su mirada se cruzó con la de Fred. Tenía los ojos castaños, audaces y atentos, el tipo de mirada que le gustaba. Pero no respondió a ella. «¡Olvídate de eso ahora!», se conminó a sí misma, y empezó con tenacidad el capítulo ocho.
La literatura aún mantenía un precario control sobre su atención cuando el barco, que hasta entonces había avanzado con razonable decoro, empezó a acusar y a transmitir el creciente ajetreo del mar. Las rachas del Canal hacían honor a su nombre y más de un pasajero se fue a toda prisa y dando traspiés para lidiar con ellas abajo. Julia, además de tener muchas otras cualidades útiles, era una excelente marinera y aquello le causaba tan pocas molestias que decidió dar un paseo. Se le habían quedado los pies fríos y las cubiertas vacías le ofrecían espacio suficiente para moverse con energía. Con paso algo inestable (a pesar de su buen equilibrio), recorrió uno de los laterales dos veces en ambas direcciones y luego se dio cuenta de que al otro lado estaría más resguardada y continuó hasta dar la vuelta. Tan lejos de su intención estaba buscar compañía que ver allí a un grupo de cinco hombres la habría hecho retroceder de inmediato, pero su actitud —de desconcierto y consternación— enseguida la atrajo. Se habían arremolinado, por lo que podía distinguir, alrededor de una tumbona y, según se acercaba, una serie de sonoros quejidos femeninos le decían que la víctima, ya fuese de un accidente o del «mal de mar», era la mujer que los acompañaba. Estaba allí tendida, inmóvil, hecha un cuatro, y por un instante Julia pensó que el Daimler se habría soltado y la había atropellado. Solo era mareo, no obstante, como demostró entonces una repentina convulsión, y en cuanto un camarero llegó corriendo hasta ellos, el grupito se deshizo y Fred se apartó un poco. Las adamadas inhibiciones de Julia se derritieron como la nieve.
—Si quiere un poco de brandi —le dijo sin rodeos—, llevo una petaca en el bolso.
Pero Fred negó con la cabeza.
—Ya ha bebido demasiado. Es el cerdo.
—Tiene mala cara —murmuró Julia compasiva. El alivio de abrir la boca, de volver a situarse entre el común de los mortales, fue tan grande que trajo consigo un torrente de auténtico interés y preocupación. En ese momento no solo le habría ofrecido a la enferma su brandi, le habría sostenido la cabeza entre sus manos. Ya había dos hombres sujetándola, sin embargo, y solo se requería compasión.
—Está mal —asintió Fred—. Ma siempre es así: alegre y animada hasta el último momento y, de repente, cree que se va a morir. —Entonces hizo un gesto con la cabeza para señalar a los cuatro plañideros—. Quieren aflojarle el corsé, pero no les deja.
—Y con toda la razón —dijo Julia sin reservas—. El estómago necesita sujeción, no soltarse. Deberían apretárselo más.
—Imposible, no sin matarla. No sé cómo puede respirar llevándolo como lo lleva ya.
Se quedaron escuchando un momento en respetuoso silencio; los quejidos de la doliente señora habían subido de pronto una octava más.
—Buenos pulmones, ¿verdad? —observó Fred con lúgubre orgullo—. Antes podía cantar El acorde perdido desde arriba.
—¿Artistas? —preguntó Julia complacida por su acertada intuición.
Con la destreza de un prestidigitador, el otro sacó su tarjeta. Era bastante más grande de lo normal, pero tenía que serlo a la fuerza. «LOS SEIS GENOCCHIO VOLADORES», anunciaba: «TRAPECIO Y CUERDA FLOJA. Arriesgado, emocionante, increíble. El Koh-i-Noor del espectáculo de acrobacias aéreas». La primera línea estaba impresa en rojo, la segunda en plata y la tercera en azul, de modo que el conjunto era bastante imponente.
Julia apenas había tenido tiempo de admirarla cuando una segunda tarjeta se deslizó sobre la primera. En un cartoncito más pequeño, grabados con recato, leyó el nombre y la dirección del señor Fred Genocchio, Connaught Villas 5, Maida Vale.
—Esta es la personal —dijo Fred—. Quédesela.
Julia se la guardó en el bolso. La mortificaba un poco no tener tarjeta propia para ofrecerle a cambio y, como Fred aguardaba expectante, tuvo que presentarse de palabra.
—Soy la señora Macdermot. Voy a reunirme con mi hija.
—¿En París?
—No, en la Alta Saboya. —Eso le gustó: «Alta Saboya» sonaba muchísimo mejor… Más viajado, más distinguido. En realidad, tendría que haber dicho Ain, por supuesto, pero no sabía cómo pronunciarlo.
—Queda bastante lejos de nuestra ruta —admitió el señor Genocchio—, pero claro, nosotros solo actuamos en las grandes salas. Estrenamos esta noche en el Casino Bleu.
—Hay unos paisajes preciosos —añadió Julia, que creyó que la Alta Saboya no había recibido el crédito que merecía—. Montañas y todo eso. Me encantan los paisajes.
—Igual que a Ma —dijo el señor Genocchio—. Es llevarla a Richmond y ya está como unas pascuas.
Luego miró de nuevo a su espalda, volviendo a los problemas del presente, y enseguida le hicieron señas para que se reuniera con el grupo. Ni siquiera la angustiosa imagen que se le presentó, sin embargo, pudo destruir su sentido de la cortesía.
—Te