El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp страница 6
—La señora Packett, Ma. —Fred aceptó la rectificación sin dar muestra alguna de sorpresa—. Quiere saber si puede ayudar de algún modo.
—Nadie puede ayudarme —gimoteó Ma en medio de su tormento—. Ojalá os fuerais todos. Me estoy muriendo, lo sé, y lo único que quieren es aflojarme el corsé.
Los cinco hombres se miraron primero entre ellos y luego a Julia. «¡Mujeres!», parecía decir esa mirada. «¡Mujeres!».
—Pues no van a hacerlo —le aseguró Julia—. Cuanto más ajustado esté, mejor, y así se lo estaba diciendo al señor Genocchio.
La madre del señor Genocchio —pues tal era aquella mujer— se limitó a gimotear de nuevo. No había forma de reconfortarla, ni siquiera dejarla morir con el corsé puesto.
—¡Marchaos! —sollozó—. ¡Marchaos y dejadme!
Era evidente que nada podían hacer. Durante unos minutos, se quedaron allí de pie, en actitud compasiva pero impotentes, como espectadores alrededor de un caballo caído. Luego Fred cogió a Julia del brazo y la alejó en silencio de allí.
—Tiene razón —le dijo—. No podemos hacer nada. Será mejor que vayamos a tomar una copa.
3
Mientras se acomodaban en el bar, Julia, aún compadecida de tanta aflicción, preguntó si la sexta de los «Genocchio voladores» era la propia Ma.
Fred negó con la cabeza.
—No. Ma no vuela: mi padre era el sexto y aún lo mantenemos así en las tarjetas. Ma cambia las pizarras, ya sabe, en mallas. Y entre usted y yo, ya no está para eso.
—No me parece una prenda lo que se dice favorecedora en ningún caso —repuso Julia con tacto—. Al menos para una mujer. Un hombre con buena figura es otra cosa.
—Debería ver nuestro espectáculo —dijo el señor Genocchio.
Con su hábil gesto de ilusionista, sacó de la nada un abanico de fotografías tamaño postal. Todas, salvo una, mostraban a los «Seis Genocchio voladores» en distintas y asombrosas posturas: lanzándose al vacío, colgados de los dientes… La primera estaba dedicada solo a Fred. Se veía magnífico: en mallas negras, contra un fondo iluminado, parecía un esbelto triángulo equilibrado a la perfección, impecablemente ahusado desde los anchos hombros a los pies estrechos. Julia lo contempló admirada; sobraban las palabras, sus ojos eran lo bastante elocuentes.
—Podría venir esta noche —insistió Fred—. ¿A qué hora sale su tren?
—A las 23:40 h —dijo Julia, pero dudaba.
Ese intervalo de cinco horas en París ya estaba consagrado, en su pensamiento, a la Saga: tenía intención de sentarse en la sala de espera de primera clase, absorta en el mundo de la literatura, mientras los franceses, intrigados e intrigantes, trataban en vano de entablar relaciones con ella. Así era como debía empezar su viaje, pensó, ya que había cambiado el punto de partida a la estación de Lyon. Si iba a un espectáculo de variedades con los Genocchio, ese punto de partida tendría que retrasarse aún más, hasta las mismas 23:40 h, de hecho, lo que significaba tener mucho menos tiempo para ensayar su nuevo papel. Descuidada en todo lo demás —y sobre todo en asuntos del corazón—, Julia se preciaba sin embargo de ser una artista concienzuda, y ahora esas dos caras de su personalidad tiraban otra vez en sentidos opuestos, como el diablo y el panadero de la fábula. Volvió a mirar la postal y ganó el diablo.
—De acuerdo —accedió—. Pero no puedo perder el tren. Mi hija me estará esperando.
La gratitud de Fred se vio interrumpida por la entrada de los otros cuatro Genocchio —tres hermanos y un primo—, que habían seguido el ejemplo de su primera figura, y en compañía de tantos varones Julia volvió a animarse de inmediato. Pasados cinco minutos, ya era el alma de la fiesta. La simpatía, el alborozo, la presión de la rodilla de Fred contra la suya… Todo le resultaba igual de agradable y solo cuando este deslizó también la mano por debajo de la mesa recordó de pronto lo de ser una dama. Fue difícil, pues aquellos dedos musculosos hablaban un idioma familiar y excitante al que su propia carne estaba más que dispuesta a responder, pero triunfó el espíritu y Julia se levantó.
—Voy a ver cómo está Ma —dijo—. Es una vergüenza haberla dejado sola.
Sin embargo, solo consiguió empeorar las cosas. Según subía la escalerilla, un movimiento del barco, que ahora cabeceaba, estuvo a punto de tirarla al suelo. Julia se tambaleó hacia atrás y, de no ser por el fuerte brazo del trapecista, habría perdido el equilibrio. Fred la había seguido y estaba sosteniéndola en un abrazo tan innecesariamente cálido que no dejaba duda alguna sobre sus sentimientos. Se había prendado de ella, por completo, y Julia, siempre sincera consigo misma, sabía que no le habría costado mucho prendarse de él. Pero se contuvo con gran nobleza. Tal vez La saga de los Forsyte, que aún llevaba bajo el brazo y que ahora se le clavaba en las costillas, le dio fuerza moral. En cualquier caso, en vez de estrecharse contra el cuerpo de Fred, se separó un poco.
—Si no se comporta —le advirtió con voz ahogada (en verdad había mucho bullicio en el barco)—, no iré esta noche. Ya se lo he dicho, voy a reunirme con mi hija.
—Está bien —se lamentó él.
Lo entendía. Era un perfecto caballero. Le soltó la cintura y no le dio más apoyo (con una mano bajo el codo) que el que requería estrictamente el balanceo del barco. Y así, muy decorosos, subieron a cubierta para que Ma hiciese de carabina.
Julia estaba triste. Tenía la impresión de que, si las circunstancias hubieran sido distintas, podrían habérselo pasado muy bien.
4
En el tren de París, vacío en tres cuartas partes, los Genocchio, junto con Julia, ocupaban dos compartimentos contiguos. En el primero iba Ma, que después de haber pasado a duras penas la aduana había vuelto a desplomarse de inmediato y seguía atendida por Joe, Jack, Bob y Willie; el otro lo tenían Julia y Fred para ellos solos. La situación era menos peligrosa de lo que parecía, pues cada dos por tres uno de los Genocchio menores entraba a informarlos del progreso de Ma o para fumarse un cigarrillo, pero incluso en los intervalos en los que estaban a solas, el comportamiento de Fred era ahora impecable. Hablaba tranquilo y serio, sobre todo de dinero, y exhibía un orgullo familiar de lo más apropiado. Los Genocchio, le hizo saber, no eran unos simples saltimbanquis; de orígenes italianos, habían llegado a Inglaterra si no exactamente con Guillermo el Conquistador, al menos durante el reinado de Carlos II. Tenían carteles para demostrarlo. Había uno con su nombre en el Museo Victoria y Alberto. Él mismo había ido a verlo de pequeño con su padre y su tío, ambos grandes artistas, y fue su abuelo el que lo donó. No había ninguna otra familia en la profesión —salvo, por supuesto, los magníficos Lupino— que se les pudiera igualar. Julia lo escuchaba embelesada y su interés no decayó cuando Fred fue preparando el terreno para hablar del presente. Mencionó el dinero en el banco y una casa en propiedad en Maida Vale, pues además de artistas, los Genocchio eran también astutos. Ni uno solo, en doscientos años, había tenido que ser enterrado de limosna. Tenían sus altibajos, por supuesto (¿y qué familia no?, ¡fíjese en los Borbones!), pero durante el último siglo no les había faltado ni techo propio ni dinero en el banco…
—Deben de ser unos maridos