El árbol de la nuez moscada. Margery Sharp
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El árbol de la nuez moscada - Margery Sharp страница 8
—Voy demasiado emperifollada —afirmó mirándose de nuevo en el espejo.
Fred se quedó desconcertado.
—Está imponente. ¿Qué es lo que no le gusta?
—Todo esto. —Julia se quitó el bolero y el tocado y los sostuvo a su espalda—. Es precioso, Fred, pero creo que debería llevar algo más sencillo…
Uno junto a la otra, examinaron ambos su reflejo, pero sin el contrapunto de las plumas, las caderas de Julia, acentuadas por la faldita plateada, parecían ahora desproporcionadamente grandes. Ella misma hizo un gesto de rechazo con la cabeza.
—No tengo tipo para esto —admitió apenada—. Mejor lo dejo estar.
—Tiene una figura espléndida —dijo Fred. Y lo decía en serio. La miraba con auténtica admiración. Mientras Julia volvía a colocarse el tocado, le preguntó de pronto—: Ese sitio al que va… ¿La espera también allí el señor Packett?
—Murió —contestó ella—. Lo mataron en la guerra.
—Tenía que ser usted una chiquilla para casarse.
—Dieciséis. Él era un chiquillo para que lo matasen.
—Pero un héroe, sin duda.
Julia asintió sin decir nada. Su compasión le agradaba, pero tenía la sospecha de que el espíritu de su difunto marido no lo apreciaría de igual modo. A Sylvester nunca le habían caído bien sus amistades: cuando intentaban decirle lo valiente que era, solía morderse el nudillo del pulgar y se marchaba. Era probable que su fantasma estuviese haciendo lo mismo en ese momento y Julia, para aplacarlo, se apresuró a cambiar de tema.
—¿No estamos ya a punto de salir, Fred?
—Quedan cuatro minutos. ¿Nerviosa?
—Un poco. ¿Es en cuanto los vea saludar?
—En cuanto nos vea saludar, sale y cambia la pizarra, solo tiene que quitar la que hay encima. No puede equivocarse ni aunque lo intente adrede.
Le sonrió para darle ánimos y ella, de pronto, se echó a reír. Al menos durante la próxima hora sus destinos estaban unidos, eran camaradas, compañeros de una troupe que era también una familia.
Durante la próxima hora, Julia no sería la señora de Sylvester Packett, sino la sexta Genocchio voladora…
—¡Alehop! —exclamó, y el traspunte llamó a la puerta.
2
Aunque las piernas de Julia pudieran no ajustarse a los patrones modernos de las modelos, eran muy del gusto de los parroquianos del Casino Bleu. Su segunda entrada fue recibida con vítores y aplausos y, pese a todos sus propósitos en sentido contrario, no pudo evitar hacer ojitos a la concurrida sala. Después de todo, le debía a Fred dar lo mejor de sí misma y lo mejor de sí misma era de hecho muy bueno. Tenía un encanto, una disposición para el disfrute y para hacer disfrutar que le permitía conectar con el público de inmediato y, según avanzaba el número, ese vínculo se hacía más estrecho. Algunos caballeros aquí y allá le gritaban comentarios elogiosos y el francés de Julia, aunque limitado, era suficiente para no defraudarlos.
—Vive la France! —contestaba a voz en cuello—. Vive l’amour! Cherchez la femme! ¡Y a muchas!
No era ingenio, por supuesto, en el sentido tradicional, pero pasaba como tal para sus ahora numerosos admiradores y cada vez que salía los cambios se hacían más largos y clamorosos. En cuanto a ella, el tacto de las tablas bajo los pies, el olor del teatro y el sonido de los aplausos, todo se combinaba para embriagarla. Como toda buena actriz, era un poquito vanidosa; su personalidad se había crecido y solo una sana conciencia profesional le impedía acaparar el espectáculo entero. En cuanto veía al grupo en posición, volvía corriendo entre bastidores y no reaparecía hasta que flaqueaba la última salva de aplausos. Aun así, tenía remordimientos.
—No puedo evitarlo —le susurró a Fred en un momento en el que este no estaba actuando—. Sé que no debería haber respondido, pero lo he hecho sin pensar.
A él le faltaba el aliento para contestar —como era evidente por la soberbia expansión y contracción de su pecho—, pero su sonrisa lo decía todo. Estaba bien, no le importaba; y cuando al final salieron a saludar todos juntos, la cogió del brazo y la sujetó con firmeza a su lado.
—¡Has estado magnífica! —musitó mientras el telón subía y bajaba; y al contacto con su mejilla, pues le había hablado al oído, Julia sintió un delicioso escalofrío que le recorría todo el cuerpo como un trago de vino.
¡Eso, eso era vida! El aire viciado era para ella como una cálida brisa, las personas del público —buenas y malas, limpias y mugrientas— eran sus amigos, su familia, los partícipes de su alegría. Si alguna vez se sintió Julia en comunión con la naturaleza, fue en ese momento. Y si la naturaleza con la que así comulgaba era exclusivamente humana, y por tanto (como se suele creer) menos pura, menos elevada que la inanimada, era culpa de las circunstancias. Los árboles y las montañas la esperaban en Saboya.
3
A unos quinientos kilómetros de allí, la anciana señora Packett se incorporó en la cama y miró la hora. Eran las diez y media; se había acostado demasiado temprano. Susan siempre insistía en que su abuela se fuera pronto a la cama cuando el día siguiente tenía algo de especial y luego, por la mañana, la hacía levantarse tarde.
—¡Pamplinas! —dijo en voz alta.
Se estiró entre las frescas sábanas perfumadas de lavanda: aún sentía aquel viejo cuerpo resistente y vigoroso, con las articulaciones algo agarrotadas, pero muy capaz de permanecer levantado hasta una hora razonable. Esa tarde había estado un poco nerviosa, desde luego, pero quién no lo estaría con una nuera resucitada cerniéndose sobre ti. ¿Acaso no tenía ya a un extraño prácticamente viviendo con ellas? «No he venido aquí para organizar fines de semana campestres —pensó molesta la señora Packett—, sino para descansar y para que Susan perfeccione el francés». Pero Susan, por una vez, estaba siendo poco razonable: en lugar de dedicarse en paz a su Molière, había tenido que enamorarse y adoptar una ridícula actitud de mártir ¡y escribir una absurda carta a una madre a la que apenas conocía! La señora Packett ya no temía la influencia de Julia —Susan (como sabía su abuela mejor que nadie) había pasado la etapa de la juventud maleable—, sino una invitación más de las que cualquier mujer normal podría soportar…
«Dejo que me domine —pensó—. Es una mala costumbre para las dos». Luego, sin querer, sonrió; la tiranía de Susan era muy agradable. Hacía que una se sintiese… preciada. Te mantenía a la altura. Susan era muy exigente, por ejemplo, con los sombreros de su abuela: siempre iba directa a la sección de modelos exclusivos y no miraba nada por debajo de las dos guineas. Una vez, por uno de paja negro con fruncido de terciopelo, le hizo pagar cinco. «Es la forma —le había explicado—. Con él pareces una Romney». La señora Packett siempre cedía. Aún era muy dada a las chaquetas de lana y a las pecheras bordadas, pero sus sombreros eran dignos de admiración…
«Julia nunca se preocupaba», pensó de pronto. Julia nunca se había