Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov

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Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov Hoja de Lata

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aparece una sospecha debe analizarse en profundidad; si no, ¿para qué sirve el departamento? Podrían considerarnos unos vagos que simplemente quieren evadir el frente. ¿Tiene algunos hechos más? —preguntó Müller.

      Kaltenbrunner tosía y se tapaba la boca con la mano. El tabaco le hizo toser durante largo rato, su cara se tornó azul, y las venas del cuello se le hincharon y amorataron.

      —No sé qué decirle… —dijo, secándose las lágrimas—. Pedí que se grabaran sus conversaciones con mi gente durante varios días. Los que gozan de mi plena confianza hablan abiertamente sobre lo trágico de la situación, critican la estupidez de nuestros militares, el cretinismo de Ribbentrop, llaman idiota a Goering y maldicen la terrible suerte que nos espera a todos si los rusos entran en Berlín… En cambio, Stirlitz responde: «Tonterías, todo va bien, la situación es normal». El amor a la patria y al Führer no consiste en mentir a los compañeros de trabajo. Me pregunto si no será un idiota. Tenemos a muchos estúpidos que repiten ciegamente los galimatías de Goebbels. Pero no, no es un idiota. ¿Por qué, entonces, no es sincero? Desconfía de todos, o teme o planea algo y quiere que todos lo vean inmaculado. ¿Qué es lo que planea? Todas sus operaciones tienen una salida al extranjero, hacia los neutrales… Me pregunto: ¿regresará de allí? Y si vuelve, ¿no se habrá aliado allí con la oposición o con otros canallas? Y no soy capaz de contestarme en sentido positivo o negativo.

      Müller preguntó:

      —¿Quiere ver su expediente o me lo llevo?

      —Lléveselo —respondió Kaltenbrunner con astucia, pues ya había tenido tiempo de estudiar todos los materiales—. Tengo que ir a ver al Führer enseguida.

      Müller miró a Kaltenbrunner interrogativamente. Esperaba que le diera noticias frescas del búnker, pero Kaltenbrunner no dijo nada. Tiró de la gaveta inferior de la mesa, sacó una botella de Napoleón, acercó la copa a Müller y preguntó:

      —¿Bebió mucho anoche?

      —Nada en absoluto.

      —¿Y por qué tiene los ojos enrojecidos?

      —No he dormido. Mucho trabajo en Praga. Nuestros hombres están vigilando las organizaciones clandestinas. En las próximas semanas ocurrirán allí cosas interesantes.

      —Krüger será una gran ayuda para usted. Es magnífico, aunque de poca imaginación. Tome coñac, le levantará el ánimo.

      —Al contrario, el coñac me deprime. Me gusta el vodka.

      —Este no lo deprimirá —sonrió Kaltenbrunner—, Prosit!

      Se lo bebió de un golpe, y la nuez de Adán le subió rápidamente, como la de un alcohólico.

      «No lo hace mal —pensó Müller, bebiéndose lentamente su coñac—. Seguro que ahora se servirá la segunda copa.»

      Kaltenbrunner encendió un Karo, cigarrillo fuerte y barato, y preguntó:

      —¿Otra?

      —Gracias —dijo Müller—. Con mucho gusto. Es bueno de verdad este coñac.

      2

      «¿POR QUIÉN ME TOMAN?». LA MISIÓN

      (Del expediente del miembro del NSDAP desde 1938, Obersturmbannführer SS Holtoff, cuarta sección de la Dirección de Seguridad: «Ario genuino. Carácter cercano al nórdico, fuerte. Mantiene buenas relaciones con los compañeros. Buenos índices en el trabajo. Deportista. Implacable con los enemigos del Reich. Soltero. No ha tenido relaciones comprometedoras. Condecorado por orden del Führer y felicitado por el Reichsführer SS…»)

      Stirlitz había decidido terminar hoy más temprano, para trasladarse de Prinz-Albrecht-Strasse a Nauen. Allí, en el bosque, en la bifurcación de caminos, se encontraba el pequeño restaurante de Paul, y, lo mismo que uno o cinco años atrás, el hijo de Paul, Thomas el Cojo, conseguía milagrosamente la carne de cerdo y ofrecía a sus habituales clientes el verdadero eisbein con col o, en el peor de los casos, conejo fresco con remolacha encurtida.

      Cuando cesaban los bombardeos, era como si la guerra no existiera. Igual que antes, se oía en el tocadiscos la voz grave de Bruno Warnke, cantando: «¡Oh, qué maravilloso era estar allí, en Müggelsee…!».

      Pero Stirlitz no había logrado aún salir. Entró Holtoff y dijo:

      —Estoy confuso. O mi detenido tiene una enfermedad mental o tenemos que mandárselo a ustedes, a los del espionaje, porque habla igual que esos cerdos ingleses de la radio.

      Stirlitz fue al despacho de Holtoff y estuvo allí sentado hasta las siete, escuchando los gritos histéricos de un astrónomo detenido dos días antes en Wansee. Distribuía octavillas escritas por él mismo. El texto era distinto en cada una de ellas. Holtoff alargó a Stirlitz una carpeta. Stirlitz empezó a revisar las hojas arrancadas de una libreta escolar: «¡Alemanes, abrid los ojos! ¡Nuestros locos líderes nos llevan al desastre! ¡El mundo nos maldice! ¡Poned fin a la guerra, rendíos!». Eran de este tenor en su mayor parte. Las había más cortas: «¡Nos dirigen unos maníacos! ¡NO a Hitler! ¡SÍ a la paz!».

      Y ahora, sentado en un taburete atornillado al suelo, el astrónomo gritaba por enésima vez:

      —¡No puedo más! ¡No puedo, no puedo! ¡Quiero vivir, simplemente vivir! ¿Entiende usted esto? ¡En la monarquía, en el capitalismo, en el bolchevismo! ¡No puedo más! ¡Me ahogan su ceguera, estupidez y locura!

      —¿Quién te ordenaba escribir las proclamas? — repetía Holtoff, metódicamente, en voz baja—: Esa porquería no se te puede haber ocurrido a ti. ¿Quién te transmitía los textos? Tu mano era dirigida por una voluntad ajena, enemiga, ¿verdad? ¿Con qué enemigos te has puesto en contacto, dónde y cuándo?

      —¡Nunca me he puesto en contacto con nadie! ¡Si tengo miedo de hablar hasta conmigo mismo! ¡Tengo miedo de todo! —gritaba el astrónomo—. ¿Acaso ustedes no tienen ojos? ¿Acaso no entienden que todo está perdido? ¡Estamos perdidos! ¿Acaso no entienden que cada nueva víctima es ya un acto de auténtico sadismo? ¡Ustedes repetían constantemente que vivían en nombre de la nación! ¡Están condenando a morir a niños desgraciados!

      ¡Son

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