Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov

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Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov Hoja de Lata

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la puerta:

      —Si herr Stirlitz lo desea, puedo quedarme también por la noche.

      «Es la primera vez que ve tanta comida junta—pensó—. Pobre.»

      Stirlitz se estiró de nuevo y contestó:

      —No hace falta. Puedes coger la mitad del salchichón y el queso sin necesidad de eso.

      —Oh, no, herr Stirlitz —contestó ella—. No es por la comida…

      —¿Estás enamorada, estás loca por mí? Sueñas con mi pelo canoso, ¿verdad?

      —Los hombres canosos son los que más me gustan en el mundo.

      —Está bien, niña, seguiremos hablando de las canas. Después de que te cases. ¿Cómo te llamas?

      —Marie. Ya le dije: Marie.

      —Sí, sí, perdóname, Marie. María Magdalena. Todas vosotras, las pequeñas Marie, sois pecadoras, ¿no? Coge el salchichón y deja de coquetear. ¿Qué edad tienes?

      —Diecinueve.

      —Oh, una muchacha ya adulta. ¿Hace mucho que llegaste de Sajonia?

      —Sí. Desde que mis padres se mudaron para aquí.

      —Bien, Marie, vete a descansar. Temo que empezará el bombardeo y tendrás miedo de caminar cuando comience.

      La muchacha se fue. Stirlitz cubrió las ventanas con pesadas cortinas para que no se vieran las luces y encendió la lámpara de la mesa. Se agachó junto a la chimenea y notó de repente que los leños habían sido colocados precisamente como a él le gustaba: formando un pocito, y la corteza de abedul estaba lista en un rústico platillo azul.

      «No le hablé nunca de esto… O sí… Se lo dije. De todos modos, la niña tiene memoria —pensó encendiendo la corteza—. Pensamos en los jóvenes como lo hacían los maestros viejos. Visto desde fuera, debe de ser muy ridículo. Yo mismo me he acostumbrado a considerarme un viejo: cuarenta y cinco años…»

      Esperó a que el fuego empezara a lamer con avidez los leños de abedul, se acercó a la radio y la encendió. Una emisora de Moscú: estaban transmitiendo viejas novelas. Stirlitz recordó la vez que Goering dijo a sus hombres: «No es patriótico escuchar la radio enemiga, pero a veces me gustaría tanto oír las tonterías que dicen de nosotros». Fue entonces cuando Stirlitz comprendió que Goering era un cobarde estúpido: la información de que él escuchaba la radio enemiga llegaba de sus criados y de su chófer, reclutados por Müller. Si el «Nazi número 2» trataba de excusarse de esta manera, evidenciaba con ello su cobardía y la total inseguridad en el día de mañana. Stirlitz, en cambio, pensaba que no valía la pena ocultar que oía la radio enemiga. Al contrario, debería simplemente comentar del modo más adecuado las transmisiones del enemigo, ridiculizarlas y hacer bromas groseras. A buen seguro esto impresionaría a Himmler, quien no se distinguía por ninguna excesiva sutileza de razonamiento.

      La novela terminó con una suave música de piano. La voz lejana del locutor moscovita (por lo visto, un alemán) comenzó a decir las frecuencias en que se transmitía los miércoles y los viernes. Stirlitz anotó las cifras: era una clave para él. Lo había esperado ya durante seis días. Apuntaba las cifras en una columna alineada. Eran muchas, y el locutor, tal vez temiendo que no tuviera tiempo de anotarlas, las leyó nuevamente.

      Y otra vez volvieron a escucharse las maravillosas novelas rusas.

      Stirlitz sacó del armario un tomito de Montaigne, tradujo las cifras en palabras y las relacionó con el código oculto entre las sabias verdades del grande y sereno pensador francés.

      Después de descifrar el radiograma, quemó la hojita llena de cifras y palabras, mezcló la ceniza con la de la chimenea y bebió un poco más de coñac.

      «¿Por quién me toman? —pensó—. ¿Por un genio o por el Todopoderoso? Es imposible…»

      Le sobraban razones para pensar así. La orden que le habían transmitido a través de la radio moscovita decía:

       De Álex a Justas:

       De acuerdo con nuestros datos, en Suecia y Suiza fueron vistos altos oficiales del SD y de las SS que trataron de entrar en contacto con agentes de los aliados. En Berna, los hombres del SD trataron de establecer contacto con la gente de Allen Dulles. Debe usted averiguar lo siguiente: qué significan estos esfuerzos, 1) una desinformación, 2) una iniciativa personal de los altos jefes del SD, 3) el cumplimiento de una misión del Centro.

       En el caso de que estos funcionarios del SD y de las SS estén cumpliendo una misión de Berlín, es necesario aclarar quién les encomendó esta misión. Más concretamente: quién, de entre los dirigentes máximos del Reich, busca contactos con Occidente.

       ÁLEX

      «Justas» era el nombre en clave del Standartenführer Stirlitz, conocido en Moscú como el coronel Maxim Maximóvich Isaiev estrictamente por los tres jefes de la seguridad del Kremlin.

      Seis días antes de que Stirlitz recibiera este mensaje cifrado, Stalin había leído los últimos informes de los agentes soviéticos. Llamó a su dacha al jefe de la inteligencia y le dijo:

      —Solamente los principiantes en política pueden considerar que Alemania está definitivamente agotada y que, por lo tanto, no es peligrosa. Alemania es un resorte contraído hasta el límite que debe y solo puede ser vencida aplicando por ambos lados esfuerzos igual de poderosos. En caso contrario, si la presión por un lado se convierte en apoyo, el resorte, al liberarse, puede asestar un golpe en dirección contraria. Será un golpe fuerte: primero, porque el fanatismo de los hitlerianos continúa siendo enorme; y segundo, porque el potencial militar de Alemania está lejos de agotarse. Por esta razón, todos los esfuerzos de un acuerdo entre los fascistas con los posibles antisoviéticos de Occidente deben ser analizados por usted como tarea número uno. Naturalmente —continuó Stalin—, debe usted darse cuenta de que las figuras principales en estas posibles negociaciones por separado serán, lo más probable, los más cercanos colaboradores de Hitler que tengan autoridad en el aparato del partido y frente al pueblo. Estos colaboradores cercanos deben convertirse en el objetivo de su observación más atenta. Sin duda alguna, los colaboradores del tirano, que está al borde de la derrota, van a traicionarlo para salvar sus vidas. Es un axioma en cualquier juego político. Si usted pierde de vista estos eventuales procesos, cargará con la culpa. La Checa es implacable —agregó Stalin, empezando a fumar sin prisa—. No solo con los enemigos, sino también con quienes ofrecen a los enemigos una oportunidad para la victoria, con intención o sin ella.

      En algún sitio lejano comenzaron los aullidos de las sirenas de alarma aérea y enseguida los ladridos de los cañones. La planta eléctrica interrumpió el suministro de luz. Stirlitz permaneció durante largo rato junto a la chimenea, observando cómo serpenteaban las llamitas azules sobre los tizones negros y rojos.

      «Si cierro la chimenea —pensó perezosamente—, dentro de tres horas estaré dormido para siempre. Expiraré, por así decirlo, en paz…»

      Esperó hasta que los tizones se pusieron totalmente negros, sin las serpenteantes llamitas azules. Después, cerró el tiro de la chimenea, encendió la gran vela colocada en el cuello de una botella de champán y le maravilló el dibujo extraño de la cera en torno a la botella. Había encendido tantas velas allí que la botella era un recipiente raro,

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