Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov

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Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov Hoja de Lata

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oyeron cerca dos fuertes estampidos continuos.

      Una vez, en una recepción de la Embajada soviética, en Unter den Linden, él y Schellenberg conversaron con un joven diplomático soviético. Sombríamente, según su manera habitual, escuchaba la discusión del ruso con el jefe de los servicios secretos políticos sobre el derecho del hombre a creer en amuletos, palabras mágicas u otras supercherías, lo cual, según la expresión del secretario de la Embajada eran «necedades de los salvajes». En esta alegre discusión, Schellenberg, como siempre, obraba con tacto, inteligencia y suavidad. Stirlitz se enfureció viéndolo arrastrar al ruso a la disputa.

      «Lo ha provocado —pensó—. Quiere conocer al enemigo. Donde mejor se conoce el carácter de un hombre es en la discusión y Schellenberg sabe hacerlo como nadie.»

      —Si en este mundo todo está claro para usted —continuó Schellenberg—, entonces, por supuesto, tiene derecho a rechazar la fe del hombre en la fuerza de un amuleto. Pero, ¿resulta todo tan claro para usted? No es cuestión de ideología, sino de física, de química, de matemática…

      —¿Qué físicos y qué matemáticos comienzan a solucionar un problema colgándose un amuleto en el cuello? —se acaloraba el secretario de la Embajada—. Eso no tiene sentido.

      «Debió de terminar con la pregunta —se dijo Stirlitz— pero no resistió y se contestó a sí mismo. En la discusión es importante preguntar; es ahí donde se ve al contraagente. Además, siempre es más complicado responder que preguntar.»

      —¿Y si el físico o el matemático se ponen el amuleto, pero no lo dicen? —preguntó Schellenberg—. ¿O rechaza usted esa posibilidad?

      —Sería ingenuo rechazarla. La categoría de posibilidad es la paráfrasis de la noción de perspectiva.

      «Bien contestado —se dijo Stirlitz—. Ahora debería responder al golpe. Preguntar, por ejemplo: ¿no está usted de acuerdo? Pero no preguntó y otra vez ofreció la posibilidad de ser golpeado.»

      —¿Entonces es probable que el amuleto entre también en la categoría de la posibilidad? ¿O está usted en contra?—sonrió Schellenberg.

      Stirlitz acudió en su ayuda.

      —La parte alemana ha vencido en la discusión —afirmó—. Sin embargo, en aras de la verdad, debo decir que a las preguntas brillantes de Alemania, Rusia daba respuestas no menos brillantes. Hemos agotado el tema, pero no sé lo que hubiéramos hecho si la parte rusa hubiese tomado la iniciativa en el ataque, haciendo preguntas…

      «¿Has entendido, hermanito?», preguntaban los ojos de Stirlitz y, al ver cómo se tensaban de repente los músculos faciales del diplomático ruso, se percató de que su lección había sido comprendida. «No te irrites, querido amigo —pensaba, mirando al muchacho que se alejaba—. Mejor que lo hiciera yo y no otro. Pero tienes razón al hablar así de los amuletos. Cuando estoy muy mal y me lanzo al riesgo con ojos abiertos, y mis riesgos siempre son mortales, me pongo en el pecho un amuleto: el medallón donde guardo un mechón de pelo de Sashenka. Tuve que tirarlo porque era demasiado ruso y compré uno alemán, pesado, intencionalmente ostentoso, pero el mechón de pelo dorado y blanco de Sashenka está conmigo y es mi amuleto».

      Hacía veintitrés años, en Vladivostok, había visto a Sashenka por última vez, antes de partir a cumplir una misión encomendada por Yerzinski entre los rusos blancos exiliados, primero a Shanghái y después, a París. Pero, desde aquel día terrible, lejano y ventoso, su imagen vivía en él; ya convertida en parte de sí mismo, se había disuelto en él, era una parte de su propio yo.

      Se acordó del inesperado encuentro con su hijo en Cracovia, ya casi de noche. Se acordó de la llegada de Grishanchikov a su hotel y de cómo hablaban en un susurro, con la radio puesta, y de lo atormentador que había sido alejarse del lado de su hijo que, por la voluntad del destino, había escogido también su camino. Stirlitz sabía que su hijo estaba ahora en Praga y que debía salvar esta ciudad de la aniquilación de la misma forma en que él y el mayor Torbellino habían salvado Cracovia. Sabía lo sumamente difícil que le era ahora llevar a cabo su tarea, pero comprendía también que cualquier esfuerzo por ver a su hijo —el viaje de Berlín a Praga solo duraba seis horas— podía exponerlo al peligro.

      Se levantó y, cogiendo la vela, se acercó a la mesa. Sacó varias hojas de papel y las extendió como los naipes de un solitario. En una de ellas dibujó un hombre alto y gordo. Deseó escribir abajo

      «Goering», pero no lo hizo. En la segunda hoja dibujó la cara de Goebbels, en la tercera, un rostro duro con una cicatriz: Bormann. Después de reflexionar unos instantes, escribió en la cuarta hoja «Reichsführer SS». Era el cargo de su jefe, Heinrich Himmler.

      Apartando las otras, Stirlitz acercó la hoja en la que había dibujado a Goering y comenzó a trazar círculos y cuadrados solo comprensibles para él. Los unió con líneas: dos gruesas, una fina y otra intermitente apenas visible.

      Si un agente se encuentra en el Centro de acontecimientos importantísimos, debe ser un hombre infinitamente emocional, hasta sensitivo como un actor; pero tiene que cubrir por completo esta desnudez emocional con sangre fría y una lógica implacable.

      En las noches en que, muy raras veces, Stirlitz se permitía sentirse como Isaiev, se hacía estos razonamientos: ¿qué significa ser un verdadero agente? ¿Reunir la información, procesar los datos objetivos y transmitirlos al Centro para que se saquen conclusiones generales y se tomen decisiones? ¿O sacar sus propias conclusiones, ofrecer sus puntos de vista y exponer sus previsiones?

      «Considerando que eres precisamente tú, tú el que siente exactamente lo que hay que esperar en el futuro; ¿tienes derecho tú, Maxim Isaiev, a influir en este futuro? La desgracia de la inteligencia —pensaba Isaiev—, consiste en que la excesiva abundancia de información corriente oculta la perspectiva, la encubre, obliga a las decisiones a ser subjetivas y no objetivas consecuencias del análisis de la verdad, sea esta siniestra o satisfactoria». Isaiev pensaba que si se permitiera a la inteligencia ocuparse de la planificación de la política, podría resultar entonces que hubiese muchas recomendaciones y pocos datos. Isaiev creía que él, el agente, debía de ser, ante todo, objetivo. Da malos resultados cuando la inteligencia está totalmente subordinada a la línea política trazada de antemano: así le pasó a Hitler. Creía que la Unión Soviética era débil y no prestaba atención a las cautelosas opiniones de los militares: «Rusia no es tan débil como parece». Del mismo modo, está mal que la inteligencia se esfuerce en dominar la política. Lo ideal es que el agente entienda la perspectiva del desarrollo de los acontecimientos y ofrezca a los políticos varias soluciones posibles y, desde su punto de vista, razonables.

      «Un agente —pensaba Isaiev—, tiene derecho a dudar de la infalibilidad de sus predicciones, pero no tiene derecho a una sola cosa: a alejarse del método objetivo de investigación de la realidad.»

      Comenzando

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