Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov

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Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov Hoja de Lata

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—decía—. Hay que ayudar a Goering. Nos es demasiado querido.

      Hitler fue a Karinhalle, examinó el castillo y dijo:

      —Dejen en paz a Goering. Al fin y al cabo, solo él sabe cómo tratar a los diplomáticos de Occidente. Será una residencia para recibir a huéspedes extranjeros. ¡Que lo sea! Herman lo merece. Debemos considerar que Karinhalle pertenece al pueblo y que Goering solo vive aquí…

      Durante el día se dedicaba a cazar venados domesticados y por la noche, pasaba largas horas en la sala de proyecciones. Podía ver cinco películas de aventuras seguidas. Durante la función tranquilizaba a sus visitantes:

      —No se preocupen —les decía—. Acaba bien.

      INFORMACIÓN PARA UN ANÁLISIS. GOEBBELS

      Stirlitz echó a un lado el papel con la gruesa figura de Goering y tomó la hoja con el perfil de Goebbels. Por sus aventuras en Babelsberg, donde estaban los estudios cinematográficos del Reich y donde vivían todas las artistas, era apodado el Torito de Babelsberg. En su expediente se conservaba la grabación de la conversación entre la esposa de Goebbels y Goering a propósito de las relaciones de aquel con la actriz checa Lida Baarova.

      —¡Se echará a perder a causa de las mujeres! ¡Qué vergüenza! ¡El hombre que responde por nuestra ideología, se deshonra por aventuras casuales! —le había dicho Goering a la esposa de aquel.

      El Führer le recomendó el divorcio.

      —A usted la voy a apoyar —dijo—, pero hasta que su esposo no aprenda a comportarse como un verdadero nacionalsocialista, hombre de alta moral y estricto cumplimiento del deber sagrado ante la familia, le negaré todas las entrevistas personales.

      Ahora todo esto había sido relegado a un segundo plano. En enero de ese año, Hitler visitó la casa de Goebbels el día de su cumpleaños. Le llevó a su esposa un ramito de flores y le dijo:

      —Le pido perdón por mi retraso, pero recorrí todo Berlín buscando un ramo. El Gauleiter de Berlín, Parteigenosse Goebbels, ha cerrado todas las floristerías: la guerra total no necesita flores.

      Cuando cuarenta minutos después Hitler se hubo marchado, Magda Goebbels dijo:

      —El Führer no hubiera visitado jamás a los Goering.

      Berlín estaba en ruinas, el frente pasaba a 140 kilómetros de la capital del milenario Reich, pero la resplandeciente Magda Goebbels celebraba su victoria. Su esposo estaba junto a ella, su cara se había puesto pálida de felicidad. Tras un lapso de seis años, el Führer visitaba su casa.

      «Ahora esto carece de importancia —continuaba analizando Stirlitz—. Ahora todo esto es vanidad de vanidades.»

      Dibujó un gran círculo y comenzó a sombrearlo despacio con líneas precisas y muy rectas. Ahora recordaba todo lo relacionado con los diarios de Goebbels. Sabía que el Reichsführer se interesaba por ellos y en su momento hizo el máximo esfuerzo para leerlos de algún modo. Solo pudo ver la copia de varias páginas. La memoria de Stirlitz era fenomenal: fotografiaba visualmente el texto y lo memorizaba casi mecánicamente, sin esfuerzo alguno.

      «9 de diciembre de 1943. Epidemia de gripe en Inglaterra—había anotado Goebbels—. Hasta el rey está enfermo. Sería maravilloso que esta epidemia resultase fatal para Inglaterra, pero es demasiado bueno para ser verdad.

      »2 de marzo de 1943. No descansaré hasta que todos los judíos sean sacados de Berlín. Después de la conversación con Speer en Obersalzberg fui a visitar a Goering. Este nacionalsocialista tiene en sus bodegas 25 000 botellas de champaña. Estaba vestido con una túnica cuyo color me produjo alergia. Pero qué le vamos a hacer, hay que aceptarlo como es.»

      Stirlitz sonrió. Recordó que en 1942 Himmler había dicho lo mismo, palabra por palabra, sobre Goebbels. Este no vivía en una gran casa de campo con su familia, sino en una pequeña y modesta villa construida «para el trabajo». Estaba junto a un lago y se podía llegar a ella por el propio lago, pues el agua solo llegaba a los tobillos y el puesto de guardia de las SS se encontraba apartado. Hasta aquí venían las actrices en un tren eléctrico y después continuaban a pie a través del bosque. Goebbels consideraba un lujo excesivo e indigno de un nacionalsocialista el traer a las mujeres en automóvil. Él mismo las acompañaba a través de los juncos y al día siguiente, por la mañana, cuando los hombres de las SS aún estaban durmiendo, las sacaba de allí. Himmler lo supo enseguida, por supuesto. En aquel momento dijo: «Hay que aceptarlo como es».

      Stirlitz arrugó las hojas con los dibujos de Goering y Goebbels, las colocó sobre la llama de la vela y esperó a que la llama comenzara a quemarle los dedos para tirar las hojas a la estufa. Las removió con un bello atizador de hierro fundido, volvió a la mesa y comenzó a fumar.

      Después acercó las dos hojas restantes: Himmler y Bormann. «Excluyo a Goering y Goebbels. Nadie va a apostar por ellos. Ni por uno ni por otro. Tal vez Goering se atreva a negociar, pero ha caído en desgracia y nadie confía en él. ¿Goebbels? No. Este no lo haría. Es un fanático, luchará hasta el final, pero es imposible apoyarse en él, porque enseguida comenzará a buscar una alianza. Eso nos deja a la fuerza uno de los otros dos: Himmler o Bormann. Si puedo obtener garantías de uno de ellos para trabajar contra los demás, ganaré. Si fallo en mis cálculos, seré un cadáver. Inmediatamente. ¿Por quién apostar? Creo que por Himmler. Nunca podría decidirse a negociar. Conoce el odio que rodea a su nombre. Sí, ha de ser Himmler…».

      Precisamente en ese momento, Goering, más delgado, pálido, con un dolor que le partía la cabeza, regresaba a Karinhalle desde el búnker del Führer. Esa mañana había viajado en su automóvil al frente, hacia el lugar donde se habían abierto paso los tanques rusos. De allí corrió enseguida a ver a Hitler.

      —No hay ninguna organización en el frente —le dijo—. El caos es total. Los soldados tienen la mirada vacía. He visto a los oficiales borrachos. La ofensiva de los bolcheviques infunde espanto en el Ejército, un espanto animal. Creo…

      Hitler lo escuchaba con los ojos semicerrados y sosteniendo con la mano derecha el codo de su brazo izquierdo, que no dejaba de temblar.

      —Creo… —trató de decir, pero Hitler lo interrumpió.

      Se levantó pesadamente. Sus ojos enrojecidos se abrieron de par en par, su bigotito se estremeció con desdén.

      —¡Le prohíbo que, en lo sucesivo, vaya al frente! —exclamó con su voz de antaño, fuerte—. ¡Le prohíbo difundir el pánico!

      —No es pánico, es la verdad. —Por primera vez en su vida, Goering se oponía a su Führer y sintió que, de pronto, se le helaban los dedos de los pies y las manos—. ¡Es la verdad, mi Führer, y mi deber es decirle esta verdad!

      —¡Cállese! ¡Será mejor que se ocupe de la aviación, Goering! No se meta donde hay que tener una mente tranquila, previsión y fuerza. Veo que no es tarea para usted. Le prohíbo que vaya al frente. Ni ahora ni nunca.

      Aplastado y humillado, Goering adivinaba cómo a su espalda, detrás, sonreían los ayudantes del Führer, Schmundt y Burgdorf, dos nulidades.

      En Karinhalle lo estaban ya esperando los oficiales del estado mayor de la Luftwaffe: los había mandado llamar al salir del búnker. Pero no pudo comenzar la reunión. Su ayudante le informó de que había llegado el Reichsführer SS Himmler.

      —Quiere hablar a solas —dijo

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