Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Diecisiete instantes de una primavera - Yulián Semiónov страница 5
—Qué raro. «¿Cómo estás?», ¿por qué me lo preguntas, Maxim?
—Siempre me pareció que tenías los ojos grises y ahora veo que son azules.
—¿Por qué no me besas?
«¡Qué labios tan suaves y tiernos tiene…!»
Seguramente, solo las mujeres que aman tienen esos labios, dóciles, que se esfuerzan en callar y no pueden callar, ni tampoco hablar; por eso tiemblan todo el tiempo y tienes miedo de que digan lo que tanto temes oír; por eso, bésalos, Maxim, besa esos labios secos, suaves, y no mires su cara, ni trates de comprender por qué cierra los ojos y tiene lágrimas en las mejillas. ¿Tal vez con ellas se vaya la desgracia? ¿Quién es el culpable de su desgracia? ¿Tú? Tú. ¿Quién más? Tú la dejaste durante estos cinco largos años; no la pudiste encontrar, aunque la buscaste; no le escribiste ni una sola vez una sola palabra. ¿Quién más puede ser el culpable de su desgracia? Su desgracia… Nuestra desgracia, o, más exactamente aún, mi desgracia. Porque yo puedo perdonar, pero nunca olvidar…
—¿No ha tenido sífilis? —le preguntó el doctor—. Entonces le tranquilizaremos la «cabeza» con mercurio. Durante una epidemia de tifus, muchos contrajeron sífilis y no lo sospecharon. Hace poco hicimos una autopsia curiosa; destripamos al coronel Rosenkranz. Pensamos que se trataba de una apoplejía; bebía mucho, pero en la «cabeza» le encontramos un tumor sifilítico de tercer grado. Sus hijas están en edad de casarse. Y aquí viene un problema para una mente ágil: ¿dónde está la frontera entre la moral y el deber? Tenemos que obrar de manera inmoral: llamar a las muchachas para hacerles un reconocimiento. Los chinos y los ingleses insisten. Shanghái —dicen— es el puerto más limpio de China. Rosenkranz, antes de morir, no pegó ojo durante tres semanas; se desgañitaba. Pensábamos que tenía el síndrome de la resaca y que le había subido la presión. Pero no… no le hablo de sífilis por casualidad.
—¿Cuánto le debo, doctor?
—Veinticinco dólares. Para la leche de los pequeños y la avena, que acaba de subir de precio. Hace un año cobraba quince, pero ahora estoy acumulando papelitos verdes. Quiero irme a Australia, allí no hay tanto amarillo, casi no hay ningún compatriota, tampoco muchos médicos… Entonces, ¿qué pildoritas vamos a tomar? ¿Las inglesas de Cantón o las de Israel Mijailovich? ¿O prefiere la miel con agua por la noche y un paseo hasta que le brote el sudor en la espalda?
—Deme las píldoras.
Tacataca, tacataca. El golpear de los cascos como una música. La mata de pelo del cochero es ondulada, color trigo.
—Ahora empezará a cantar —susurró Sashenka—; cuando venía para aquí, cantaba muy bien.
—«¿A lo largo del río, a lo largo de Kazanka?».
—No: «¿Por qué estás sentada hasta la medianoche en la ventana abierta…?».
—«¿Por qué estás sentada, por qué te angustias? ¿A quién, bella, esperas?». Ni un solo transeúnte en la calle. ¡Qué raro!
—No, Maximushka, allí hay gente. ¿Ves cuántos son?
—No veo a nadie, ni oigo nada…
—¿Oyes el tacataca, tacataca?
—Dame tu mano. No, la palma. Las tienes más suave que antes… Me gustan mucho tus manos, ¿sabes? Me despertaba por la noche, sentía tus manos en mi espalda y tenía miedo de abrir los ojos, aunque sabía que no estabas a mi lado. Fue terrible. A veces veía a mi padre vivo, alegre, y de repente me abrazabas y sentía las líneas que tienes en las palmas y tus dedos tiernos, largos, de yemas suaves y calientes… ¿Me sentías tú también en tus sueños?
Tacataca, tacataca…
—¿Sabes qué más cantaba, Maximushka?
—Cantaba: «Vuelan los patos, vuelan los patos y dos gansos».
—¿Por qué no me contestas, Sashenka?
—No sé qué decirte, querido mío…
—¿Es usted de Petersburgo o un personajillo de la capital? —preguntó con interés el doctor Petrov, guardándose el dinero en la cartera verde y ajada.
—Del Báltico.
—¿Letón?
—Casi…
—Habla muy bien el ruso.
—Mezcla de sangres.
—Un hombre feliz. No importa cuál, pero es una patria. ¿Por qué no se va a Revel?
—No me sienta bien el clima —contestó Isaiev, guardándose la receta en el bolsillo.
—¿Llueve mucho?
—Sí, mucha humedad, y el tiempo cambia cinco veces al día.
—Aunque en Petersburgo cambiara el tiempo cien veces al día —suspiró el doctor—, y no me llamaran más que con el meñique, iría corriendo con los ojos cerrados, corriendo.
—Ahora ya dejan entrar.
—He perdido la fe. Primero era «maten al burgués», después, «aprendan del burgués». Antes, unos impuestos rigurosísimos, y ahora, «enriquézcanse»… En general, temo a los niños, mi querido señor; hacen mucho ruido, son crueles y egoístas. ¿Y si los niños, además, dirigen un Estado? Cuando impriman las leyes en bronce, cuando aprendan a cumplir los compromisos, cuando se hagan europeos… Eso solo será posible con la tercera generación: cuando el hijo de la cocinera termine sus estudios universitarios, el nieto de la cocinera dirigirá el Estado. Creo en esto: disminuirán las emociones y los amaestrará el progreso. Mi difunto suegro tenía pasaporte británico, ¿sabe?, pero era ruso; tenía la nariz como una patata y se atracaba de tortas y caviar, que cogía con las manos. Pero cuando llegaba a Petersburgo, casi lo recibían con salvas de cañones. Nos gustan los extranjeros, somos respetuosos con el forastero… Obtendré un pasaporte en Australia, cambiaré mi apellido Petrov por Peterson, y entonces volveré y entraré en un caballo blanco. Cuando diga: «Toma, sírveme, vete al diablo», me perdonarán. A un extranjero se le perdona todo…
En la calle, Isaiev sintió náuseas, y ante sus ojos se elevaron dos grandes círculos verdes. Eran luminosos, vacilantes como los círculos alrededor de la Luna durante los fríos navideños en la Rusia sin bosques. «Así era la Luna, cuando iba con papá de Orsk a Oremburgo —recordó—. Me llevaba en sus rodillas y pensaba que dormía, pero continuaba tarareando la canción de cuna: “Duerme, duerme bien, en la casa se apagaron las luces, los pájaros se durmieron, los pececitos se durmieron en el estanque, duerme”. Después, tarareaba la melodía, porque memorizaba mal los versos, y de nuevo comenzaba a susurrar lo de los pájaros dormidos en el jardín. Si estuviera vivo, seguramente podría dormirme ahora, me obligaría a oír su voz y sabría que existe en el mundo una persona que me espera. No me volvería loco a causa de la espera, ni por la fe o la falta de fe, la esperanza y la desesperación».