Diecisiete instantes de una primavera. Yulián Semiónov
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—¿Dónde aprendió inglés?
—Trabajé durante treinta años de criado en casa del doctor Woods.
—¿Qué edad tiene?
—Todavía soy relativamente joven —sonrió el farmacéutico—. Solo tengo ochenta y tres años; para un chino es la edad de la «naciente sabiduría».
—¿Y cuántos me echa a mí? —preguntó Isaiev, llevándose a la boca una píldora de la cajita del preparado del sueño.
—Me es difícil decirlo —contestó el farmacéutico—. Todos los europeos me parecen asombrosamente iguales… Es la misma cara. Tendrá usted cuarenta y cinco años, ¿no?
—Gracias —dijo Isaiev y se tragó otra píldora—. Gracias. Se ha equivocado en dieciocho años.
—¿Acaso tiene más de sesenta?
—No. Tengo veintisiete.
—¿Tu ventana está en el quinto piso y tiene cortinas azules?
—¿Cómo lo sabes, Maximushka?
—Ya lo ves…
—¿Alguien te lo escribió?
—Nadie me lo escribió. Pero estas cortinas las hiciste en Vladivostok, cuando me mudé de Gniloi Ugol a Poltavskaya; cortinas azules con lunares blancos y fruncidos a los lados.
—Fruncidos. Nunca te había oído esa palabra, y me daba vergüenza pronunciarla en tu presencia.
—¿Por qué, Sashenka?
—No lo sé. Nosotros nos inventamos el uno al otro. Conocemos algo de este ser inventado, otro algo lo ignoramos y, poco a poco, nos vamos olvidando del que empezamos a amar y nos volvemos a nosotros mismos, y el agua coge su nivel. Al hombre que se quiere hay que temerle un poco: por si se va, por si se enamora de otra; las mujeres son tontas, quieren amurallar al hombre con falta de libertad, y después, ellas se cansan de la tranquilidad, como los vencedores en las luchas del circo.
—¡Qué escalera tan oscura!
—Los niños quitan las bombillas.
—¿Por qué hablas tan bajito?
—Te tengo miedo.
—Cerveza, por favor. Rubia. Fría. Muy fría.
El propietario del pequeño bar alemán le sirvió la cerveza a Isaiev. Casi siempre se sentaba a su mesa y hablaban de Alemania: Karl Nitche había nacido en Múnich, donde Maxim Maximóvich había vivido cinco años con su padre.
—Con este calor, lo mejor es tomar la cerveza algo caliente, mi querido Max. Se le puede enfriar la garganta si la toma helada con este calor. ¡Qué mala cara tiene! ¿Está enfermo?
—Sano como un toro, Karl. Un poco cansado.
Dos muchachotes se sentaron junto a la escalera que conducía al sótano y gritaron como cupletistas, a dos voces:
—¡Camarero, cerveza!
—Son rusos —susurró Karl—. Ahora pedirán vodka y pan negro. Los rusos, aunque delgados, jóvenes y educados, se comportan como puercos. Perdone un momento…
Se levantó de la mesa y gritó hacia el sótano, apoyándose en el pasamanos de la escalera:
—¡Dos cervezas, rápido!
«Estaría bien saber si estos muchachos me vieron en la farmacia o esperaron a que saliera del médico —pensó Isaiev—. Seguramente, me esperaban cerca de la consulta. Pero no me he dado cuenta de que me siguieran. Mal asunto, pero que muy malo…» «Creo que estoy dormido —se dijo Isaiev—. También a ella la engaño con mi respiración acompasada, con mi mano pendiendo de la cama y el cuello estirado. Me veo desde fuera incluso cuando duermo. ¡Qué horror! Y si le digo que me doy cuenta de que está a mi lado, de que me mira a la cara, de que veo temblar la venita azul de su cuello, de que se cubre el pecho con el brazo izquierdo y de cuánto dolor veo en sus ojos, me consideraría como el último canalla, porque podría creer que la estoy mirando a través de los párpados semicerrados. ¿Tal vez la miro así? No. Mis ojos están cerrados; simplemente, la veo porque estoy acostumbrado a sentir todo lo que está cerca de mí. Yo pensaba que esto me ocurriría solamente allí, detrás de la frontera; pensaba que en casa todo esto desaparecería y me convertiría de nuevo en un hombre común, como todos, y no sentiría esta constante tensión; pero, por lo visto, es imposible, y siempre seré así: alguien que solo cree en sí mismo y en dos enlaces: Rosa y Walter, y en nadie más. Tengo que engañarla, tengo que volverme torpemente y abrir los ojos, pero no de pronto, para no asustarla, sino poco a poco: primero, estirarme, después, empezar a murmurar algo, y, por fin, de un tirón, sentarme en la cama y abrir los ojos. Así tendrá tiempo de cubrirse con la sábana; sin duda se tapará con la sábana y se secará los ojos, porque está llorando.»
Últimamente, Isaiev vivía en un hotel cerca del puerto, y todas las ventanas de su cuarto daban al mismo. Se pasaba horas apoyado en el alféizar viendo los barcos de Rusia. Al principio, se paraba junto al muelle donde atracaban los buques soviéticos, pero después de haber visto a su lado a dos mozos de la Unión de Liberación que fingían contemplar los barcos solo cuando él advertía su presencia, dejó de ir al puerto. «Cuídate, que alguien te cuidará», le decía el cazador Timoja, temiendo pronunciar el nombre de Dios en vano, porque los rojos «no entienden nada de eso y, además, se ríen».
A pesar de que los jóvenes del contraespionaje blanco habían empezado a seguirlo, Isaiev había transmitido en varias ocasiones a Yerzinski1 el informe de que los exiliados de Shanghái —y, por supuesto, los de Dairen— no eran ya una una fuerza real y que los juegos de complots, chequeos y planes a largo plazo no eran sino un medio de conseguir dinero en algún sitio para dar de comer a sus familias. Los más listos se dedicaron al comercio, y los más ricos se fueron a los Estados Unidos; en la política, en el «movimiento de liberación», quedó gente desgraciada, condenada, tontos que cifraban sus esperanzas en un milagro: la explosión interna, la guerra en Occidente, la intervención desde Oriente. Los exiliados políticos reunían dinero en cantidades míseras, mandaban emisarios, unas veces, a Tokio, y otras, a París, pero los echaban de todas partes. Moscú ofrecía concesiones, y esto era una ventaja real y no quimérica. Los exiliados eran mirados como los parientes pobres que molestan y a los que no se les puede echar, pero tampoco se les puede dar dinero; acabarían por malcriarse definitivamente.
Sin embargo, Yerzinski criticó fuertemente a Isaiev:
—Hay que analizar con más profundidad y amplitud —replicó—. La situación es tal, que el exilio no interesa en modo alguno a los gobiernos de Europa, y, además, están divididos entre ellos. No obstante, si en el mundo aparece una fuerza extremista organizada y dirigida, el exilio encontrará un apoyo más amplio. Los contactos de Savinkov permiten señalar como tal fuerza a los fascistas de Mussolini y a los nacionalsocialistas de Hitler.
—¿Enciendo la luz, Maximushka?
—Pero