El caso de Betty Kane. Josephine Tey

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El caso de Betty Kane - Josephine Tey Hoja de Lata

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y Bennet. El bufete que tiene ese hermoso edificio casi al final de la calle High.

      Mientras Robert hacía una pequeña inclinación, la anciana lo escrutaba con sus ojos de gaviota.

      —Les hace falta renovar todos esos azulejos —dijo ella.

      Y era cierto, aunque no era ese el tipo de saludo el que él había esperado.

      Lo reconfortó el hecho de que la bienvenida que le dedicó a Grant fuera aún menos ortodoxa. Lejos de parecer inquieta o impresionada por la presencia de Scotland Yard en el salón de su casa aquella tarde de primavera, se limitó a responder con tono cortante:

      —No debería estar sentado en esa silla. Pesa usted demasiado.

      Cuando su hija le presentó al inspector local, la anciana se limitó a lanzarle una mirada oblicua y, tras inclinar levemente la cabeza, se abstuvo de hacer el menor comentario. Hecho que Hallam, a juzgar por su expresión, pareció considerar particularmente desagradable.

      Grant observó inquisitivamente a la señorita Sharpe.

      —Te explicaré lo que ocurre, madre —dijo esta—. El inspector desea que veamos a una joven que está ahora mismo sentada en un coche aparcado a las puertas de la casa. Desapareció de Aylesbury durante un mes y cuando volvió a aparecer —en condiciones bastante lamentables— dijo que había sido retenida por unas mujeres que querían obligarla a ser su sirvienta. Cuando se negó la encerraron, la golpearon y casi la matan de hambre. Describió el lugar y a esas mujeres con gran detalle y resulta que tú y yo nos ajustamos perfectamente a tal descripción. Y también nuestra casa. Al parecer estuvo encerrada en la habitación de la ventana redonda del ático.

      —Muy interesante —dijo la anciana señora, mientras se sentaba con gesto algo teatral en un sillón estilo Imperio—. ¿Y con qué la golpeamos?

      —Con una fusta para perros, por lo visto.

      —¿Tenemos una fusta para perros?

      —Tenemos uno de esos chismes para llevarlos. Puede servir de fusta, llegado el caso. En fin, lo importante es que al inspector le gustaría presentarnos a la chica, para que pueda identificarnos como la gente que la retuvo, o no.

      —¿Tiene usted alguna objeción, señora Sharpe? —preguntó Grant.

      —Al contrario, inspector. Ya lo espero con impaciencia. No todas las tardes una se acuesta a dormir la siesta siendo una vieja aburrida y se despierta convertida en un monstruo en potencia.

      —Entonces, si me permiten, iré a buscar a la…

      Hallam hizo un leve gesto, ofreciéndose a ir en su lugar, pero Grant negó con la cabeza. Era obvio que quería estar presente en el momento en que la chica atravesara las puertas.

      Mientras el inspector salía, Marion le explicó a su madre el motivo de la presencia de Blair allí.

      —Ha sido algo extraordinariamente amable de su parte venir tan rápido y sin previo aviso —añadió.

      Y Robert sintió una vez más el impacto de aquella mirada pálida y brillante de la anciana. No le cabía la menor duda de que, por su dinero, la vieja señora Sharpe era más que capaz de golpear sin pestañear a siete personas diferentes, entre el desayuno y la comida, los siete días de la semana si era necesario.

      —Cuenta usted con toda mi simpatía, señor Blair —dijo ella, sin el menor asomo de tal afecto.

      —¿Por qué, señora Sharpe?

      —Imagino que Broadmoor está un poco alejado de su jurisdicción.

      —¡Broadmoor!

      —El asilo de criminales lunáticos.

      —Lo encuentro extraordinariamente estimulante —respondió Robert, dispuesto a no dejarse intimidar por ella.

      Su respuesta pareció agradar a la buena señora y en su cara destelló algo parecido a una sonrisa. Robert tuvo la extraña sensación de que de repente le caía bien, aunque de ser eso cierto no hizo el menor amago de manifestarlo verbalmente. Al contrario, respondió con voz seca y cortante:

      —Sí, creo que las distracciones en Milford son pocas y no demasiado excitantes. Mi hija, sin ir más lejos, se dedica varios días a la semana a perseguir un pedazo de gutapercha por el campo de golf…

      —Ya no se le llama así, madre —puntualizó la hija.

      —En cualquier caso, a mi edad, Milford ni siquiera puede ofrecerme ese tipo de distracción. He de conformarme con pasar el rato rociando con herbicida las malas hierbas… Una forma legítima de sadismo al mismo nivel que el ahogamiento de pulgas. ¿Tiene usted por costumbre ahogar pulgas, señor Blair?

      —Me limito a aplastarlas. Pero mi hermana tenía la costumbre de perseguirlas con una pastilla de jabón.

      —¿Jabón? —repitió la señora Sharpe, con genuino interés.

      —Tengo entendido que las golpeaba con el lado blando y húmedo y se quedaban pegadas.

      —Muy interesante. Nunca había oído hablar de esa técnica. La probaré la próxima vez.

      Al tiempo que conversaba con la anciana procuraba prestar atención a lo que Marion le decía al desairado inspector local.

      —Juega usted muy bien, inspector —la oyó decir.

      Tenía la sensación de estar a punto de despertar de un sueño, cuando todo el absurdo y la falta de sentido pierden importancia porque uno tiene la certeza de que está a punto de regresar al mundo real. Algo, en cualquier caso, que siempre resulta engañoso, pues en ese momento volvió el inspector Grant. Él entró en primer lugar, para estar en una posición que le permitiera observar la expresión de todas las caras implicadas en aquel asunto, y sujetó la puerta para que pasara una funcionaria del cuerpo en compañía de la muchacha.

      Marion Sharpe se puso en pie lentamente, como si creyera que debía enfrentarse sin ambages a lo que se le venía encima. Su madre, por el contrario, permaneció sentada en el sillón como quien está a punto de dirigirse a una audiencia, con su espalda en pose victoriana, tan erguida como la de una chiquilla, y las manos serenamente posadas sobre el regazo. Ni siquiera sus desgreñados cabellos lograban desmentir la impresión de que era la dueña de la situación.

      La joven llevaba puesto su abrigo del colegio y unos zapatos de tacón bajo, también parte del uniforme, que le daban un aire algo torpe e infantil, por lo que a Blair le pareció más joven de lo que había imaginado. No era muy alta y desde luego no era especialmente bonita. Sin embargo, tenía —¿cómo decirlo?— cierto atractivo. Los ojos, de un azul oscuro, bien separados en uno de esos rostros de los que la gente dice que tienen forma de corazón. Su pelo era de color castaño claro, pero nacía de su frente dibujando una hermosa línea. Bajo cada uno de los pómulos, un leve hoyuelo, delicadamente moldeado, que daba encanto y cierto dramatismo al conjunto de su cara. El labio inferior era generoso y, sin embargo, su boca resultaba demasiado pequeña. Y también sus orejas eran demasiado pequeñas y estaban excesivamente pegadas al cráneo.

      Una muchacha corriente, después de todo. Desde luego no de las que destacan entre la multitud. Mucho menos el tipo de heroína que acapara portadas en la prensa sensacionalista. Robert se preguntó

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