Baila hermosa soledad. Jaime Hales

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fa­ci­li­dad. Cuando el pa­dre de Javier mu­rió −de un cáncer que lo consumió en sólo tres meses− ha­bía con­so­lidado sus ga­nan­cias de otrora en una her­mo­sa casa, pero, como estaba en ra­cha de pér­didas, el poco dinero ahorrado se diluyó en los inú­­tiles gastos médicos. Él, entonces, iba a ser abogado para sa­tis­­facción de su madre, lo que no lo per­tur­ba­ba y nunca le guar­dó rencor por diri­gir­lo hacia una ca­­rre­ra de­ter­mi­nada. Eran tantas las ga­nas de cum­plir con esa voluntad, que se impuso una coraza con­tra cualquier cosa que lo des­via­ra del camino, co­mo las op­ciones políticas, por ejemplo, in­clu­yen­do a los gremialistas, a los que no veía sino como otro par­ti­do, incluso con más fanatismo que los tradicionales. Se con­si­de­­ra­ba un reformista mo­derado, una es­pe­cie de centrista que sa­be mi­rar con simpatías hacia la izquierda, pero que tie­ne sus pies más orientados ha­cia la derecha. Ra­món e Ismael, co­mo siem­pre pareció que se­ría, se politizaron más, trabajaron en el Mo­­vi­miento Uni­ver­si­ta­rio de Izquierda, pero luego op­­taron por partidos distintos.

      Luego de un momento de alteración, Ramón se sin­tió com­pren­sivo con su ami­go y acep­­tó que de alguna ma­ne­ra a él le pasara lo que a la mayoría, esa ma­yoría de per­so­nas que no había percibido el ambiente de los días an­te­rio­res, que no le interesó la suspensión de la pro­testa del cuatro, que se ha­bía enterado del atentado, pero nada sabía de la represión de­satada con­tra los di­ri­gentes de los partidos. Esa era su verdad y punto. Le propuso entonces que lla­ma­ran al Negro y se jun­ta­ran los tres para acompañar un rato a la Ca­talina y él po­dría con­­tar­les todo con detalles. Javier aceptó y Ramón salió a bus­car a Ro­dri­go para encontrarse los tres ami­gos en el esta­cio­na­­mien­to de Javier en me­dia hora. Partirían juntos y sería el mo­­men­to de con­­ver­sar.

      Javier quedó solo. Ya no tenía tanto calor, pero sen­tía la angustia co­mo una es­pe­cie de amigdalitis que se ha­cía enorme para su garganta y le pre­­sio­na­ba los ojos y los pul­mo­­nes. Se sentía aplastado por todo lo que Ramón le ha­bía con­ta­do, por la percepción del su­fri­mien­­to de la Cata y de Ismael y que­­­dó muy nervioso por lo que Ramón le anticipó para con­tar­le des­pués.

      Marisa entró silenciosa y lo observó. Se le veía tris­te y can­­sado, de pie mi­ran­do por la ven­tana, las manos en los bolsillos, ausente del mundo, sin moverse cuando ella se acer­­có y se ins­taló a su lado, muy cerca, sin que diera signos de percibir su pre­sencia, su cuer­po, su res­pi­ra­ción, su aroma.

      − ¿Pasó algo, Javier?

      Despertando de su silencio, la miró larga y pro­fun­­da­men­te. Sin de­cir una pa­labra, ca­­minó dos o tres pasos y se sentó dando un lar­go suspiro. Ha­bló sua­vemente, en tono y vo­­lu­men que en otra cir­cuns­tancia habría sido sim­ple­­mente des­gano, pero que ahora era angustia y pena, de ésas que lle­nan el al­ma y el cuerpo, recorren las venas, se alojan en las ro­dillas, hacen perder las fuer­zas.

      − Si, Marisa, detuvieron a Ismael. Anoche.

      Cuando lo dijo se dio cuenta que ésa no era la úni­ca causa de su pe­­sa­dum­bre. Por pri­­mera vez tomaba plena con­cien­cia que vivía en un mundo ais­­la­do, lleno de comodidad, aje­­no a la realidad de muchos, a gran parte del país. Ejercía la pro­fesión de­fen­dien­do los intereses de sus clien­tes, intereses eco­­nómicos casi siempre. No como otros abo­­gados, tan cris­tia­nos como él, por la jus­ticia, por los débiles, por los problemas con­­cre­tos de hom­bres y mujeres. Al­gu­na vez pensó ejercer la pro­fesión como de­­fensor de los débiles, pero no co­no­cía las po­bla­ciones salvo de nom­bre y se había orientado hacia ac­ti­vi­da­des com­­ple­­tamente diferentes, bus­can­do una forma cómoda pa­ra vivir, sabiendo que podía haber he­cho mu­cho más por los demás. Estaba agobiado.

      − ¿Quieres que te acompañe?

      − No gracias, Marisa, me voy.

      Ella insistió, si querían se iban juntos, a él le ha­ría bien un mo­men­to de re­la­jo, una comida rica, preparada con cariño. Marisa sentía que no era un buen momento para que Javier estuviera solo, que quizás necesitaría ha­blar, con­tar algo de lo que le estaba pa­san­do por dentro y que Marisa per­­ci­bía va­gamente. Ama­ble­men­te, dejando ver la pena que lo afec­taba, Javier rechazó la oferta, prometiendo lla­marla en la no­che, aunque ella sabía que él no lo ha­ría, que no pediría ayu­da para su so­­ledad y sus miedos, que huiría de la po­si­bi­li­dad de que ella le mani­fes­ta­ra su cariño de un mo­do más profundo, al­go más que la simpatía de to­dos los días o un instante de in­ti­mi­dad pa­sa­je­ra, no quería nada que pu­die­ra comprometerlo afec­tivamente, nada que lo hiciera de­pen­der de otros. Lo vio po­nerse la chaqueta y abandonar lentamente la ofi­cina, do­lo­ro­­sa­mente solo, tan solo como ella, tan triste co­mo ella, aunque por razones muy dis­tin­tas, y sa­bía que como no la llamaría en la n­o­che, ella pasaría una noche de angustias, de so­le­dad, de pe­nas de amor. Una más.

      Javier recorrió las cuatro cuadras que lo se­pa­ra­ban del es­ta­cio­na­mien­to con pa­so cal­mo, observando a la gen­te. No sabía si era la pro­yección de su pro­pio sentimiento o efec­­ti­va­­mente todos se veían un po­co nerviosos, cami­nan­do rá­pido, más personas que lo habitual, co­mo si todos hubieran de­cidido par­tir al mismo tiempo, como si todos es­tu­vie­ran preo­cu­­pa­dos por la suerte de Is­mael y quisieran ver a la Ca­ta, los ros­tros serios y ceñudos, al tiempo en que em­pezaba a levan­tar­se un suave viento caliente, presagio de lluvia en épocas nor­­­ma­les y no co­mo ahora, en que ya nada se puede predecir y pa­­ra muestra es­te tiem­­po en el que da lo mismo que sea Mayo o Septiembre. Y recordó ese Sep­tiembre de hace tantos años, de esas tardes previas al golpe mi­litar, to­do parecido, has­ta el aroma, aun­que la situación ahora era todavía mu­cho peor de lo que él ima­gi­na­ba o de lo que era capaz de apre­ciar desde su pri­vi­le­gia­da posición.

      Co­men­zó su severa autocrítica mental, sin­tién­do­­se un aco­mo­dado, egoís­ta, con una situación de vida fácil en la que había re­ci­bi­do mucho sin res­pon­der como era de­bido. ¿La pa­rábola de los talentos?

      La llegada al estacionamiento lo sal­vó de seguir con este juicio, su pro­pio juicio, pues Rodrigo Concha y Ramón lo estaban es­pe­rando. Los tres se sa­ludaron y luego man­tu­vie­ron silencio has­ta que el auto de Javier salió del centro.

      Ramón les contó que la agitación ya llevaba bas­tan­te tiem­po. Con­ve­nía mi­rar las co­sas con perspectiva y no só­lo de los últimos días o del propio he­­cho del atentado que en rea­­lidad era una deto­na­ción, pero no una cir­cuns­tan­cia ais­la­da.

      Ya desde hacía casi un año y me­dio, en pleno Es­ta­do de Si­tio, la agi­tación se había generalizado. Allanamientos ma­sivos en las po­blaciones, más de dos mil relegados, muchos en­cerrados en campos de concentración, de­­te­ni­dos y vi­gi­lan­cias diaria, allana­miento de ofi­ci­nas y casas de los di­ri­gen­tes, ame­nazas por todos lados. Todo era terri­ble.

      Mirando al Negro Concha, que sabía mu­cho me­nos que Ja­vier de todo esto, les contó que los allanamientos a las poblaciones tenían cierta rutina de ho­rror. A las cinco de la mañana, un poco antes que se levantara el to­que de queda, la po­bla­ción era rodeada por efectivos militares que se ins­­ta­la­ban en pi­quetes en las esquinas de las calles y pasajes, en hi­le­ras frente a los edificios de departamentos, de a uno tras los ár­bo­­les de las plazas, mien­tras

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