Baila hermosa soledad. Jaime Hales
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Luego de un momento de alteración, Ramón se sintió comprensivo con su amigo y aceptó que de alguna manera a él le pasara lo que a la mayoría, esa mayoría de personas que no había percibido el ambiente de los días anteriores, que no le interesó la suspensión de la protesta del cuatro, que se había enterado del atentado, pero nada sabía de la represión desatada contra los dirigentes de los partidos. Esa era su verdad y punto. Le propuso entonces que llamaran al Negro y se juntaran los tres para acompañar un rato a la Catalina y él podría contarles todo con detalles. Javier aceptó y Ramón salió a buscar a Rodrigo para encontrarse los tres amigos en el estacionamiento de Javier en media hora. Partirían juntos y sería el momento de conversar.
Javier quedó solo. Ya no tenía tanto calor, pero sentía la angustia como una especie de amigdalitis que se hacía enorme para su garganta y le presionaba los ojos y los pulmones. Se sentía aplastado por todo lo que Ramón le había contado, por la percepción del sufrimiento de la Cata y de Ismael y quedó muy nervioso por lo que Ramón le anticipó para contarle después.
Marisa entró silenciosa y lo observó. Se le veía triste y cansado, de pie mirando por la ventana, las manos en los bolsillos, ausente del mundo, sin moverse cuando ella se acercó y se instaló a su lado, muy cerca, sin que diera signos de percibir su presencia, su cuerpo, su respiración, su aroma.
− ¿Pasó algo, Javier?
Despertando de su silencio, la miró larga y profundamente. Sin decir una palabra, caminó dos o tres pasos y se sentó dando un largo suspiro. Habló suavemente, en tono y volumen que en otra circunstancia habría sido simplemente desgano, pero que ahora era angustia y pena, de ésas que llenan el alma y el cuerpo, recorren las venas, se alojan en las rodillas, hacen perder las fuerzas.
− Si, Marisa, detuvieron a Ismael. Anoche.
Cuando lo dijo se dio cuenta que ésa no era la única causa de su pesadumbre. Por primera vez tomaba plena conciencia que vivía en un mundo aislado, lleno de comodidad, ajeno a la realidad de muchos, a gran parte del país. Ejercía la profesión defendiendo los intereses de sus clientes, intereses económicos casi siempre. No como otros abogados, tan cristianos como él, por la justicia, por los débiles, por los problemas concretos de hombres y mujeres. Alguna vez pensó ejercer la profesión como defensor de los débiles, pero no conocía las poblaciones salvo de nombre y se había orientado hacia actividades completamente diferentes, buscando una forma cómoda para vivir, sabiendo que podía haber hecho mucho más por los demás. Estaba agobiado.
− ¿Quieres que te acompañe?
− No gracias, Marisa, me voy.
Ella insistió, si querían se iban juntos, a él le haría bien un momento de relajo, una comida rica, preparada con cariño. Marisa sentía que no era un buen momento para que Javier estuviera solo, que quizás necesitaría hablar, contar algo de lo que le estaba pasando por dentro y que Marisa percibía vagamente. Amablemente, dejando ver la pena que lo afectaba, Javier rechazó la oferta, prometiendo llamarla en la noche, aunque ella sabía que él no lo haría, que no pediría ayuda para su soledad y sus miedos, que huiría de la posibilidad de que ella le manifestara su cariño de un modo más profundo, algo más que la simpatía de todos los días o un instante de intimidad pasajera, no quería nada que pudiera comprometerlo afectivamente, nada que lo hiciera depender de otros. Lo vio ponerse la chaqueta y abandonar lentamente la oficina, dolorosamente solo, tan solo como ella, tan triste como ella, aunque por razones muy distintas, y sabía que como no la llamaría en la noche, ella pasaría una noche de angustias, de soledad, de penas de amor. Una más.
Javier recorrió las cuatro cuadras que lo separaban del estacionamiento con paso calmo, observando a la gente. No sabía si era la proyección de su propio sentimiento o efectivamente todos se veían un poco nerviosos, caminando rápido, más personas que lo habitual, como si todos hubieran decidido partir al mismo tiempo, como si todos estuvieran preocupados por la suerte de Ismael y quisieran ver a la Cata, los rostros serios y ceñudos, al tiempo en que empezaba a levantarse un suave viento caliente, presagio de lluvia en épocas normales y no como ahora, en que ya nada se puede predecir y para muestra este tiempo en el que da lo mismo que sea Mayo o Septiembre. Y recordó ese Septiembre de hace tantos años, de esas tardes previas al golpe militar, todo parecido, hasta el aroma, aunque la situación ahora era todavía mucho peor de lo que él imaginaba o de lo que era capaz de apreciar desde su privilegiada posición.
Comenzó su severa autocrítica mental, sintiéndose un acomodado, egoísta, con una situación de vida fácil en la que había recibido mucho sin responder como era debido. ¿La parábola de los talentos?
La llegada al estacionamiento lo salvó de seguir con este juicio, su propio juicio, pues Rodrigo Concha y Ramón lo estaban esperando. Los tres se saludaron y luego mantuvieron silencio hasta que el auto de Javier salió del centro.
Ramón les contó que la agitación ya llevaba bastante tiempo. Convenía mirar las cosas con perspectiva y no sólo de los últimos días o del propio hecho del atentado que en realidad era una detonación, pero no una circunstancia aislada.
Ya desde hacía casi un año y medio, en pleno Estado de Sitio, la agitación se había generalizado. Allanamientos masivos en las poblaciones, más de dos mil relegados, muchos encerrados en campos de concentración, detenidos y vigilancias diaria, allanamiento de oficinas y casas de los dirigentes, amenazas por todos lados. Todo era terrible.
Mirando al Negro Concha, que sabía mucho menos que Javier de todo esto, les contó que los allanamientos a las poblaciones tenían cierta rutina de horror. A las cinco de la mañana, un poco antes que se levantara el toque de queda, la población era rodeada por efectivos militares que se instalaban en piquetes en las esquinas de las calles y pasajes, en hileras frente a los edificios de departamentos, de a uno tras los árboles de las plazas, mientras