Baila hermosa soledad. Jaime Hales
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Durante la semana anterior hubo una serie de rumores, que comenzaron cuando se denunció el aparecimiento de arsenales secretos en el norte. Los rumores más parecían fruto de los deseos de algunos, que provenientes de la realidad: que los americanos estaban promoviendo un golpe contra el General, que había generales presos pues habían sido descubiertos complotando, que se había alzado un regimiento en el sur, que había redadas y se temía una matanza. La cosa se había puesto muy seria el viernes último, cuando el encargado de la organización del Comando entregó información sobre cierta agitación en cuarteles. Era información y no rumores.
− Yo estaba ahí, por el partido y pude ver que la cosa era en serio. Y se habló también del atentado, que habría un atentado en preparación. Cuando Rafael, el secretario del Comando, terminó de entregar su información, se hizo un largo silencio. Lo rompieron algunos que dijeron que no creían nada y que estas eran maniobras para distraer la atención de lo central: la preparación del paro. Se trabó una discusión que quedó suspendida hasta la reunión siguiente. Pero cuando se fueron, quedó algo flotando en el ambiente y yo me fijé que Rafael se encerró a trabajar con el equipo de organización. Había que prepararse.
El General se había ido a pasar el fin de semana a su casa de la cordillera. El domingo en la tarde bajó a la ciudad. A los pocos metros de haber cruzado el río la comitiva fue interceptada por un numeroso grupo armado. La balacera fue intensa y los atacantes y los agentes combatieron por largo rato, quedando bajas de ambos lados. No se había logrado saber hasta la noche qué había pasado con el General, pero un auto de la comitiva que pudo seguir funcionando, había regresado al recinto amurallado y poco después hubo intenso tráfico de helicópteros.
La información del hecho se había conocido por los muchos santiaguinos que regresaban a la ciudad ese atardecer. Luego lo dio la televisión.
Junto a las noticias comenzaron a circular los rumores, por qué si y por qué no, respecto de los silencios oficiales más prolongados que lo que convenía para el clima de estabilidad que necesitaba crearse. Algo más podía estar pasando.
-Rápidamente, decía Ramón con una voz lenta y profunda, recibimos citación y cuando recién habían pasado dos horas de esto, ya algunos de los encargados de partidos llegábamos a la reunión.
No todos llegaron. Algunos no llegarían nunca. La reunión fue muy tensa. Junto el relato de los hechos, que el mismo Rafael resumió con enorme facilidad, empezó la ola de rumores. Según algunos ya había oficiales del Ejército detenidos. Según otros se había levantado un regimiento en el Norte. Los que no habían creído la noticia el día viernes se veían tremendamente asustados y pronosticaron muertes, atentados y otras barbaridades. Todos estaban seguros que el General se había salvado, pues era un hombre de mucha suerte. En todos estaba la duda, no ya de la veracidad de la operación pues había demasiados testigos, sino que por si era un autoatentado, un atentado de su propia gente, un atentado de los americanos o de la izquierda. Todos tenían argumentos abundantes para defender cada una de las posiciones y los mismos servían para defender las tesis contrarias. Por ejemplo, el del fracaso en relación con la muerte del General, era esgrimido por los que decían que ésta era una advertencia de los americanos, los que afirmaban que era la típica incompetencia de la izquierda y los que sostenían que eran los propios militares que quisieron arrestarlo, pero no matarlo.
Nada se sabía en esos momentos. Pasaron varias horas antes que el Secretario General de Gobierno apareciera con alguna información coherente, aunque no necesariamente creíble.
− Recibimos ciertas instrucciones y pautas de carácter general, algunas orientaciones de seguridad, sin perjuicio de las normas de cada Partido. Me fui a reunir con mi Secretario General, que me descolgó de inmediato. No te metas en nada más, chico, me dijo, hasta que nos contactemos contigo nuevamente. La instrucción era hacer vida común y corriente y por ningún motivo intentar tomar contacto con el Partido o con el Comando, aunque mi Partido es chico y no nos van a dar mucha importancia.
Ramón se aceleró para contar lo que había sucedido después. La misma noche del domingo salieron los agentes como desaforados, llenaron la ciudad, cerraron los caminos y comenzaron a detener a cualquier cantidad de gente. Por lo que se sabía, que era muy poco, varios regimientos habían llegado a concentrarse en Santiago, se había allanado cientos de casas y muchos dirigentes sociales y políticos estaban siendo detenidos.
No se sabe nada de ellos y los mecanismos de seguridad elaborados con tanto esmero han fracasado casi por completo, porque parece que han caído hasta los de la segunda línea. Ojalá que no sea cierto, pensaron.
Rodrigo preguntó por nombres de detenidos, tal vez para medir la importancia de lo que estaba sucediendo y Ramón mencionó a los más destacados dirigentes, incluso aquellos que parecían tener fuero especial para hacer tantas cosas, los presidentes de los partidos, los dirigentes sindicales, los de los colegios profesionales.
− También Ismael.
Llegaron a la casa de Ismael y Catalina. Ella les abrió la puerta y casi sin saludarlos los hizo pasar.
− Apúrense que está empezando una cadena. Van a leer un comunicado oficial.
TRES
Los sones del himno nacional acompañaban la imagen de la bandera que se veía en las pantallas, sobre un fondo celeste, alternándose con la imagen del General. Una voz en off, la misma que se escucharía por las radios con diferencia de segundos, anunció que estaba trasmitiendo la División Nacional de Comunicación Social y proclamó el nombre del Secretario General de Gobierno, quien leería una declaración oficial. Los que veían la televisión pudieron observar al Ministro, con aspecto más juvenil de lo que realmente era, modales muy preparados, muy compuesto, muy formal, equilibrado con su voz que también sonaba como parte de los libretos estudiados con esmero, todo frío e impersonal, sin manifestar alteración alguna, como si nada fuera realmente importante o grave, como si jamás nada pudiera excitarlo lo suficiente como para que él cambiara el color de su cara, levantara la voz, endureciera la boca o mostrara los ojos apasionados.
Era el hombre ideal para el papel que jugaba: un vocero, una especie de “cara de palo” oficial para un gobierno que jamás podría explicar todo lo que habría sido necesario explicar. Este hombre de hielo, de rostro impenetrable, inaccesible, podría anunciar cualquier cosa con la misma entonación: desde un saludo a los bomberos en el día de su aniversario, hasta su propio suicidio por orden del Señor General, cualquier cosa ciertamente, sin ninguna emoción. Y no parecía fuerte o duro, sino solamente frío, porque era débil según su aspecto físico, suave, aunque algunos decían que en realidad no era más que un manto para tapar su profunda crueldad. Recién producido el golpe, había aprovechado la dictadura para