Baila hermosa soledad. Jaime Hales
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Volvió a ver a Margarita cuando murió su madre.
Fue una tarde de septiembre en la que la señora había ido a la costa para preparar la casa en que recibiría a la enorme familia −incrementada con yernos, nueras, pololos y nietos− para un fin de semana largo. Manejando con poca precaución y mucho alcohol, hizo una mala maniobra en la ruta y cayó a un barranco y se murió. Rafael supo de la noticias, pero como había sido detenido por la policía con ocasión de una manifestación en contra del exilio, no pudo ir al funeral. En cuanto salió fue a ver al viudo y a sus hijos, quienes le dieron la dirección de Margarita y supo que vivía muy cerca de Milena, su amiga periodista.
Nervioso, incómodo, más por el pasado que por el dolor de la muerte sorpresiva, estuvo con ella muy poco rato. Escuchó un apretado resumen de ese matrimonio que, luego de dos hijos, terminó en separación irreconciliable. El ingeniero-aviador se casó de nuevo y Margarita se sumió en la soledad, manteniendo su casa y sus dos hijos con un modesto sueldo de profesora de filosofía en el mismo colegio de las Monjas donde había seguido sus estudios, sin que el hombre se esforzara por tener una relación estrecha con los hijos y mucho menos asumiera sus obligaciones como correspondía. Sintió deseos de abrazarla y besarla, de decirle que éste era el momento de reencontrarse, que todo se daba para que ellos pudieran volver al camino de amor que no debieron haber abandonado a los doce años, que esta tragedia podía ser un mensaje y una esperanza, pero como la timidez de amor se lo comía por dentro, le pareció inadecuado hablar de todo esto cuando recién había muerto la madre de su amiga y una vez más optó por retirarse, inventando una excusa y prometiendo visita que lo más probable era que no cumpliera, y así fue, para terminar sentado en la misma plaza de siempre, esa vez sin llorar, pero con una cara que no era de santo sino de angustiado.
Desde aquella tarde de pésames, habían transcurrido tres años y medio, un poco más, parece.
Ahora estaba allí, tan cerca de la casa de Margarita, con este enorme problema pendiente, incapaz de tomar decisiones o resolver nada con mínima garantía de eficiencia. La casa de seguridad estaba constituida en una ratonera; había perdido el contacto con el Partido y en el Partido no sabrían a qué se debía esta situación, si es que estaban en condiciones de saber algo. La detención del presidente del Partido, al menos, no podría ser silenciada. Volvió sobre sus pasos, dio un rodeo y avanzó hacia la casa de Margarita por un camino que le permitiera no pasar frente a la casa de Milena ni a la casa del Fiscal, para que ninguno de los dos lo viera, tal vez, para que ninguno supiera que iba a la casa de Margarita. Agregando un nuevo miedo a sus miedos políticos, avanzó a través del calor y del tiempo. Controlando cada músculo, palpando los muslos duros, Rafael caminó, nervioso y cobarde, hasta llegar a la puerta de la casa de Margarita, la morena de pelo largo y frondoso y ojos verdes, tristes siempre aunque estuviera contenta, su amor de infancia.
Se detuvo, esperó un momento antes de tocar el timbre.
Porque su alma se llenó de temores y de acasos, como los de su ayer adolescente y por un instante olvidó a los agentes, al General, al Partido, su barba de tantos años, la detención del presidente del Partido, para dar curso a la traspiración de las manos y el agitado palpitar de sus sienes.
¿Qué le iba a decir? ¿Vengo a dormir a tu casa porque me están siguiendo? ¿Vengo porque no tengo donde ir? ¿Vengo porque aun te amo con la profundidad de mi mirada que tú construiste con tus evasivas y tus amores por otros? ¿Y si no estaba? ¿Si ya no vivía allí? ¿Si tras esas altas rejas había ahora un cuartel, como tantos otros que se extendían por la ciudad? ¿Si tenía marido nuevo? ¿Si ella tuviera más miedo que él?
Todo pasó en un segundo por su mente, a veces tan ágil y ahora como la de un niño asustado, todo metido por su cuerpo, recorriendo pecho y piernas, recordándole su úlcera reactivada que necesitaba comer algo con urgencia o simplemente un vaso de leche, como en el cuento de Manuel Rojas que leyó siendo adolescente. Lloró cuando lo leyó la primera vez y luego lo releyó tantas veces que terminó por saberlo de memoria, hasta el último adjetivo. Ahora tenía el mismo dolor que el protagonista de “El vaso de leche” y decidió dar el paso, aunque fuera lo último de su vida, aunque resultara el error más grave, porque también podría ser el acierto más certero, sabiendo que la equivocación lo conduciría a un camino sin alternativa.
Resultó como tenía que resultar y no como pasa en las novelas de aventuras, pues Margarita seguía viviendo allí y por supuesto que, a las tres de la tarde poco más tarde probablemente, no estaba en casa. La empleada le informó que regresaba a las seis y sólo después de una insistencia en que usó todo su poder de convencimiento, ella lo dejó entrar, pero sólo hasta el jardín y lo sentó en una terraza sombreada por abutilones y coprosmas, cerca de un enorme matorral de rosas de todos los colores. Desconfiada, pero cuidando de no ofender, le ofreció un vaso de jugo que él cambió por uno de leche fría y sin azúcar, por favor, y que la buena mujer sirvió acompañado de galletas tritón, delicioso emparedado de masa de chocolate con blanca crema en su interior, de esas mismas que Rafael y Margarita comían por toneladas en el patio, mirándose a los ojos con risa y la boca llena, porque las habían sacado sin permiso de empleadas y mamás. Por lo visto a Margarita le seguían gustando y ya no tenía que esconderse para comerlas. En cambio, él, tantos años después, sólo las volvía a comer cuando tenía que esconderse. Parecía un juego de ideas y palabras.
Las galletas y la leche le dieron la oportunidad de relajarse en la terraza y, por primera vez en muchas horas, sentirse tranquilo, protegido. Para eludir pensar, recorrió con su mente cada parte de su cuerpo, buscando la máxima relajación, partiendo por el cuello y avanzando por las extremidades. Tomó una decisión: no pediría teléfono ni pensaría en nada concreto sobre su futuro inmediato hasta que pudiera hablar con su amiga. Porque entonces sabría a qué atenerse. Con las manos en las piernas, relajándose, se quedó dormido.
Despertó sobresaltado, pero abrió los ojos lentamente. Vio a su lado a una hermosa mujer, de rasgos vagamente conocidos. Demoró algunos segundos en darse cuenta donde estaba y descubrir que una muchacha desconocida lo miraba fijamente, con una sonrisa silenciosa, desde otra silla en el patio de la casa de Margarita. Pelo liso de color castaño claro, que le caía livianamente sobre los hombros desnudos. Lo miraba con detención, como si él fuera un animal de zoológico, recorriéndolo entero con la cara llena de risa contenida.
− Hola.
Nada más, no preguntó nada ni suspendió la observación. Ella tenía una galleta en la mano y otra en la boca. Rafael se enderezó y respondió con un hola similar, carente de entonación, alisando su pelo con la mano y luego buscando la barba que se había cortado la noche anterior, después de dieciocho años, para que nadie lo pudiera reconocer. Se miraron fijamente durante un rato. La muchacha se divertía y sus ojos reflejaban que