Baila hermosa soledad. Jaime Hales
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− No soy un santo, no Margarita, no lo creo.
− Ojalá.
Y se quedaron en silencio. Ella se apretó contra él, susurró algo sobre el gusto de tenerlo, apoyó la cabeza en el pecho, sintió la agitación de Rafael, la del miedo y del amor, buscando la barba con la mano. Rafael se fue inmovilizando paulatinamente. No quería romper el hechizo, años y años de su vida esperando un momento como éste, esperando este abrazo, este pelo, esta mano en su mano, distinto de tantos abrazos con tantas mujeres que habían compartido su intimidad y su pecho con mucho amor, pero todo esto era nuevo por tan largamente soñado, por la convicción de que jamás sucedería, de que era completamente imposible, mantuvo la respiración constante para que ninguna alteración justificara que ella se moviera de su lado un solo milímetro, para que nada interrumpiera esta sorpresiva manifestación de cariño, temiendo que si ella se iba regresaría para su vida la sórdida realidad de las últimas horas, quedaría solo, se terminarían las esperanzas y quizás la vida misma. Sin moverse, tal vez compartiendo el deseo de no interrumpir el momento, Margarita habló.
− ¿Viste a mis hijos?
Si, le habían gustado, pero sólo dijo “si” y nada más y muy bajito, para que no tuvieran que moverse, sintiendo todo muy cálido y suave, postergando eternamente el momento de las explicaciones, porque a Margarita sólo le había interesado que él estuviera allí y no preguntaba nada, ni por qué ni hasta cuándo, era todo un eterno minuto, un instante, un encuentro de cualquier día y a cualquier hora, sin nada más que el presente, intenso y grato, que Rafael sabía que no era de cualquier día y cualquier hora, que toda esta magia era posible sólo porque las cosas le habían resultado mal, pero con su tensión y sus conflictos él quería gozar, simplemente gozar, sin preguntarse por qué esta vez ella era tan expresiva con él, por qué no antes o tantos otros porqué, por qué tantas cosas sí y tantas no, pero no te muevas, Margarita, no digas nada, no respires, no suspires, no preguntes, que te he amado siempre, que no he dejado de amarte aunque haya amado a otras de por medio; que, a pesar de tus amores y los míos, te he tenido en el corazón, aquí, en el pecho, donde ahora estás, Margarita, sabiendo que algún día te lo diría con todo mi ser, sin saber hasta dónde y cuánto te estaba queriendo, Margarita mía, no te muevas, Margarita, Margarita, amor mío, por fin, sé que te he esperado, que la espera valió la pena aunque ni siquiera en este minuto de maravillas me atreva a expresar en palabras lo que estoy sintiendo por dentro, todo esto tan lindo que pasa por mí, no te muevas Margarita, no me toques la cara, amor mío, no hagas nada, Margarita, que de repente me pongo a hablar y te digo todo esto, cuando quizás otra vez he llegado tarde y ya tienes un hombre que duerme contigo en las noches, Margarita mía, querida Margarita, me quieres mucho, poquito y nada, Margarita, me quieres mucho-poquito-nada, no suspires Margarita.
− ¿Por qué te cortaste la barba?
Rafael suspiró fuerte, cambió el aire de los pulmones soltando briznas de amor por todas partes, intercambiando el aire propio con este mundo de la casa de Margarita.
− Por razones de seguridad.
Y entonces ella se hizo hacia atrás y lo miró sonriendo, como si no entendiera nada, arrugó los ojitos verdes y repitió la misma frase, pero dando tono de pregunta, sin soltarle la mano, percibiendo que en esos ojos serios había miedo.
− A ver, a ver, amigo mío. Parece que esto va en serio. Vamos a conversar largo, porque hay muchas cosas que no entiendo con facilidad. ¿Te sirvo algo, un café, un trago? ¿Quieres fumar?
Nada, no quería nada, nada más que seguir con ella hasta que el mundo estallara en pedazos, que todo lo demás se fuera a la misma mierda, el Partido, el General, los agentes, pero ella encendió un cigarrillo y se paró para acercar un cenicero.
En ese mismo momento se interrumpió la trasmisión musical y un solemne locutor anunció que pasaban a integrar red nacional de radios y de televisión.
Margarita se quedó de pie y Rafael puso atención a la radio.
DOS
− Aló, ¿Javier? Anoche detuvieron a Ismael.
Parece pleno otoño, no por la fecha, sino por el clima. Un poco de viento a ratos, nubes que van y vienen, una más negras que otras, instantes de luminosidad plena, calor, mucho calor y una humedad terrible. Un día abochornado, de esos en los que resulta imposible caminar tranquilo por las calles del centro, con todos los transeúntes más nerviosos que de costumbre y un ambiente que mezcla las frustraciones, el desánimo, el desconcierto y la humedad.
Antes no era así el clima en esta época. En muchos aspectos las cosas habían cambiado, pero sobre todo por la humedad, novedosa y aplastante, que agita el pecho más de la cuenta y moja todo el cuerpo. Antes había un clima más seco y con viento. El clima empezó a cambiar con la sequía de los años sesenta y siete y sesenta y ocho, hasta llegar a este absurdo gigantesco en el cual no se sabe si es primavera o es otoño o simplemente un invierno de Sao Paulo. Más de alguien, piensa Javier recordando a los otros abogados de la oficina, repite con majadería que todas las cosas malas se iniciaron en esos mismos años del gobierno de los demócrata-cristianos y bajo el hálito de la revolución cubana, la sequía y la reforma agraria.
Cuando hace tanto calor, con tanta humedad, lo que corresponde es sacarse la corbata, abrir los botones de la camisa, salir por el ascensor de servicio y alejarse del centro a toda velocidad, hasta llegar a Tobalaba, tomarse una cerveza helada, fumar un cigarrillo a la espera de que el sol se ponga en la ciudad, porque allí, en esa esquina de Tobalaba y Providencia se podrá sentir el viento, tibio pero viento, mirar las hojas y las personas y soñar que el mundo es al revés y esto no es primavera ni otoño o es primavera de antaño u otoño del futuro, épocas todas en las que Ismael no estará detenido.
− ¿Me oíste, Javier? Detuvieron a Ismael.
Cuando hace este calor, con humedad por añadidura, los pantalones de media estación se convierten en pañetes absorbentes entre la piel y el cuero sintético del sillón. Si acaso son las dos y cuarto de la tarde sin almorzar, todo parece peor, las cosas se hacen increíbles, la gente parece verdadera porquería caminando por las calles, todos llenos de deudas por radios y televisores a color, sin que nada le importe a nadie, sin que se sacuda el horizonte, sin que haya viento suficiente para llevarse las nubes y las malas noticias, todos caminando allá abajo, como hormigas en un día depresivo, sin autos por Ahumada, tipos de maletines negros y bigotes recortados, otros con zapatillas y casacas livianas, todos sintiéndose importantes, mientras que, gracias a que no hay autos ni micros por Ahumada, el aire es más respirable que en otros sectores del centro y el ruido es distinto, porque incluso es posible a algunas horas escuchar al ciego que canta acompañado de su violín de lata. Ahora sólo hay un rumor húmedo y cansado.