El libro de las palabras robadas. Sergio Barce

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El libro de las palabras robadas - Sergio Barce

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hablándole, aunque no era consciente de lo que le decía, como si alguien lo hiciera por mí−. ¿Sabes, madre? Mi hijo se llama Marco. Nació un año después de que fallecieras…

      −Lo he visto por el parque. Es muy guapo, y más alto que tú. Pero no me gusta que fume porros, aunque los de su edad hacen tantas tonterías… Lo mejor de Marco es que no tiene maldad.

      Mi boca se entreabrió, pero no articulé una palabra coherente en los siguientes minutos, y ni siquiera mi imitador fue capaz de hacerlo en mi lugar, amordazado por lo que ella me contaba de su nieto. Hablaba con un ardor vehemente, mayor al que siempre había imaginado que ella habría profesado por Marco si lo hubiese visto crecer, y tuve la sensación de que conocía mucho mejor a mi hijo que yo mismo.

      −Tiene tus ojos –añadí al fin, como si le hiciera un regalo.

      En esta ocasión sí había sido yo, y le había dicho exactamente lo que pensaba en ese momento.

      −¿Eres feliz?

      Me sorprendió la intensidad de su mirada, como una llamarada que me devorase las entrañas. Me llevé una mano a la boca, restregándola, con ganas de encender un pitillo. Seguía noqueado, un impacto así no se recibe todos los días.

      −No del todo –me arrepentí de confesarlo en cuanto descubrí la alarma en los ojos de mi madre−. Pero no me quejo…

      Demasiado tarde para rectificar. Sin embargo, me embargó una extraña sensación de placidez. Sabía que ella estaba ahí para protegerme, siempre lo había hecho.

      −Jamás comprendí que te casaras con Lola… Sois tan diferentes…

      Ágata se incorporó, y apoyó las palmas de sus manos en el espejo, aplastándolas contra la superficie transparente. Muy lentamente, me levanté y di un paso, y me di cuenta de que la piel de mi madre era perfecta. Las manos sobre el cristal la palidecían aún más, podía ver las líneas de cada una de ellas, y los diez dedos, separados, eran como dos rosas blancas.

      −Nos hemos divorciado. Pero he conocido a alguien…

      −Beatriz es una buena persona –me interrumpió−. Pero no es la mujer de tu vida. Ella también pasará…

      Arrugó la frente, como si le embargara una pena infinita. Traté de tranquilizarla pero balbuceé torpemente alguna pavada. Entonces agachó la cabeza, ignorándome, y luego se puso de rodillas y cogió un libro del suelo. Parecía muy antiguo, con tapas de madera, pero curiosamente yo creí reconocerlo, igual que un juguete de mi infancia que no hubiese visto en muchos años. La observé ahora a ella, le temblaba levemente la barbilla. Sus ojos estaban ocultos bajo las pestañas, clavados sobre el libro que había apoyado en sus muslos. Yo también me había agachado, arrastrado por su movimiento, imitando su postura al sentarme sobre los talones. Con un cuidado extremo, abrió las tapas del libro. Las hojas, cetrinas y sucias, estaban vacías. Pero ella me lo mostraba como si pretendiera que yo viese algo en esas páginas.

      −¿Qué quieres que haga? –pregunté confuso.

      −Lee –me ordenó con suavidad.

      Debieron de transcurrir un par de horas hasta que terminé de hacerlo, exhausto pero deslumbrado. Había sido tan intensa la lectura que me resultaba difícil sobreponerme. Pero sonreía, como si una felicidad irrenunciable hubiera explotado en mi interior. El texto que acababa de terminar seguía restallando en mi cerebro, y sabía que jamás lo olvidaría, que se había enquistado para no separarse de mí.

      Ágata cerró el libro, lo dejó junto a sus pies y se levantó. Seguí de nuevo sus movimientos, hasta que volvió a apoyar sus manos en el cristal que nos separaba. De pronto, el cabello se le vino adelante y los ojos quedaron ocultos bajo su melena. Eso me puso nervioso, y extendí las manos, acercándolas temblorosamente al espejo como temiendo que pudiera resquebrajarse, deseando cubrir esas pequeñas y delicadas manos con las mías. Pero al notar la superficie gélida del cristal, Ágata apartó con brusquedad las suyas y se desvaneció rápidamente, como si hubiesen pulsado el interruptor de la luz para apagarla. De súbito, lo único que tenía enfrente era el reflejo de mi propia imagen.

      Aguardé un buen rato, pero el espejo había vuelto a ser el mismo de siempre, sin rastro de ella ni del libro, y finalmente me acosté, azorado aún, con el corazón ardiendo y mareado. A oscuras, creí ver sombras que se deslizaban por la pared tejiendo rutas sinuosas por el techo. Creo que sólo entonces comencé a temblar, asaltado por una especie de inquietud. De pronto me sentía huérfano. Pero ese texto sobrecogedor seguía en mi cabeza, palabra por palabra, como si ya formara parte de mí.

      −¿De qué se trataba? ¿De una novela o de una colección de poemas?

      Había despertado la curiosidad de Moses Shemtov, que tenía el tronco echado adelante.

      −No puedo decírtelo −le respondí.

      −No lo recuerdas… −reconvino él.

      Negué con la cabeza sabiendo que no podía actuar de otra manera. Y sin embargo podría repetirlo desde la primera frase hasta el punto final sin error alguno, todo el texto completo.

      Dando un bufido, se echó atrás, tomó su cuaderno y garabateó unas notas.

      −¿Qué grado de alcohol tendrías esa noche, Elio?

      −Habría dado positivo. Pero sé lo que vi, lo que escuché y todo lo que leí.

      −Permíteme que te diga que la presencia de ese libro es una figura bastante frecuente en las alucinaciones o en los sueños que ocupan nuestras fantasías, máxime en tu caso siendo escritor… Una especie de metáfora. Pero evidentemente carece de importancia para mí dado el estado de embriaguez en el que te encontrabas… Con ese antecedente he de dejar a un lado la reaparición de tu madre como algo relevante para nuestro trabajo, al igual que el resto de tu sueño. Al menos por ahora…

      Asentí algo desanimado, y quizá por ello le respondí que si eso era lo que pensaba lo mejor sería que leyera mi novela, tal vez así me comprendería mejor.

      Quiso entonces amortiguar mi desilusión levantándose para acercarse con la mejor de sus sonrisas, abriendo los brazos como para abrazarme.

      −Elio, lo importante es que te has lanzado, que has hablado de tu madre y de Marco y que, sin importarte lo que yo pudiera pensar, me cuentas por fin tus intimidades y tus fantasías. ¡Eso es fantástico!

      Sin embargo, me sentía tan ofuscado con Moses que me marché sin llevarme un solo pitillo (y había un Gauloises, Dios, un Gauloises con el que me habría rajado los pulmones con todo placer). Ni siquiera me apaciguó su insistente promesa de que compraría mi novela esa misma tarde.

      LA AMENAZA

      Encontré a mi padre regando las plantas en el balcón. Yo había pasado otra noche de perros, vomitando hasta la última gota de bilis que me quedaba en el estómago, y tenía resaca. Observaba a Damián, y advertí la torpeza sorprendente con la que ejecutaba cada operación, como si sus articulaciones se hubiesen oxidado. Fue en ese instante cuando me di cuenta de que el tiempo había pasado por encima de mi padre, arrollándolo.

      −¿Cómo te sientes esta mañana? –le pregunté.

      Se encogió de hombros. Aguardó a que se le acabara el agua de la regadera, y sólo entonces se

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